
«La Cruz del Diablo» de Gustavo Adolfo Bécquer
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de este himno
cadencias que el aire dilata en la sombras.
Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.
Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarle, y apenas ¡oh hermosa!
si teniendo en mis manos las tuyas
pudiera, al oído, cantártelo a solas.
RIMA I
Gustavo Adolfo Bécquer
El movimiento romántico cobra en Bécquer un asombroso poder evocador, una liberación de emociones, sentimientos y rupturas con los convencionalismos de la pavorosa realidad cotidiana, que sin embargo se funde a la perfección con las escenas más pintorescas de la vieja península. De un modo sutil y certero, Bécquer consigue que las más inverosímiles historias se nos hagan amenas, siniestras y evocadoras; perturbadoramente nuestras. Y en ese paraíso de lo imposible que es el género fantástico, se revelan sus moradores más extraños: nuestros fantasmas. Esa acumulación de supersticiones, reflejos del pasado en el presente; ya lo describiría Carlos Pujol aludiendo al maestro Henry James,
«Cuanto más vivimos con los muertos– más vida descubrimos en ellos y más vida también nos quitamos a nosotros… En vez de rehacer el ayer desde el hoy, es el pasado el que inventa un presente que nos produce una extraña sensación de nostalgia y congoja. Vivimos o creemos vivir bajo la ley de los muertos, y nuestros fantasmas, que ni tan siquiera existen, ejercen la más dura y terrible de las coacciones, la de la imaginación y la compasión», hasta que su espectro se hace más poderoso que la propia realidad.
Sigue siendo habitual que el romanticismo se asocie erróneamente con una distorsión del paroxismo amoroso, un disfraz del auténtico sentimiento del gótico romántico que Bécquer supo adaptar a un mundo de tradiciones y leyendas de la vieja Iberia. Su búsqueda es auténtica y rupturista, una evasión del insulso realismo neoclásico del siglo XVIII que abrían al mismo tiempo las puertas de nuestro amado siglo XIX, donde la literatura romántica se revela en revolución, libertad, misterio, belleza, inconformismo y lucha. En esa oscuridad surge nuestro relato de esta noche, como un fantasma imposible, que solo en la muerte y la locura consigue cumplir sus presagios.

Morning in the Riesengebirge, Caspar David Friedrich
En 1860, se publicó por primera vez nuestro relato de esta noche. Bécquer había cultivado durante toda su vida una admiración inusitada por las tradiciones populares, de tal manera que forman parte de una manera única de ver el mundo. En su ensayo sobre la literatura de Bécquer y sus fantasmas, Russell P. Sebold, describe con acierto como para escritor «la vivencia de lo individual, a la par que era la pauta de lo fantástico en la composición de sus narraciones, lo era también en su vida cotidiana, pues en la casa que compartían el poeta, su hermano -el pintor Valeriano- y los hijos de ambos, se vivía a diario la ficción fantástica, y esa experiencia se ajustaba de modo siempre diferente a lo individual y lo único: tácticas de narradores individuales, reacciones de oyentes individuales, episodios únicos que suscitaban indefectiblemente la curiosidad. La sobrina de Gustavo, Julia, recuerda con nostalgia cuántas largas horas se llenaban contando cuentos fantásticos en casa durante su niñez.
Apunta Julia que era un convidado constante «a nuestra mesa» el poeta y arqueólogo Juan de la Puerta Vizcaíno, quien «se engolfaba en contarles [a los hermanos Bécquer] cuentos fantásticos de descubrimientos hechos por él en sepulcros antiguos, cuentos que mi padre no creía, y así se lo decía luego a Gustavo». De donde se desprende que este último se inclinaba algo más que Valeriano a prestar cierta fe a las asombrosas palabras del arqueólogo, y esto era natural, porque el más férvido relator de cuentos espantosos que había en esa casa era el mismísimo tío de Julia».
En su descripción sobre los pavores del maestro Bécquer, Rusell Sebold alude también a las tesis del maestro H.P. Lovecraft que interpreta «nuestro miedo natural ante lo maravilloso y al hecho de que el talento para engendrar tal susto en los demás representan la más antigua experiencia psicológica y estética de nuestra raza. Trátase de un primitivo temor cósmico, nacido en aquella primera época del hombre en la que, debido a la ignorancia, todos los peligros naturales parecían tener misteriosas causas sobrenaturales; y es, según el mismo teórico y practicante de lo fantástico, un temor tan hondamente arraigado en nuestra raza, que seguimos teniendo una capacidad congénita para él tanto los más escépticos como los más inocentes. , parece que en Los autores que cultivan el género fantástico se ha impreso este secular miedo con especial fuerza -el maestro Ambrose Bierce hablaba de «aquel elemento de superstición hereditaria de la que ninguno de nosotros está del todo libre»; y será por esto por lo que están singularmente dotados tales escritores para ver las más extrañas apariciones».
Así el maestro José Zorrilla, «futuro autor de Leyendas fantásticas en verso, vio avanzar por su calle de la Ceniza, en Valladolid, al diablo del altar de su parroquia, a lomos del corcel blanco de San Martín; y al pasar bajo sus balcones, la imagen del demonio le saludó con la mano, una mirada luminosa y una sonrisa fascinadora. En otra ocasión, en una habitación de la casa que los Zorrilla sólo usaban para guardar muebles viejos, se le apareció al chiquillo como en forma de espectro su abuela materna, quien no estaba muerta sino que vivía entonces en Burgos. A esta abuela nunca la había visto Zorrilla ni en persona ni retratada, ni llegaría nunca a verla; y sin embargo, años después por el aparecido que vio en la niñez identificó como su abuela a la señora retratada en un cuadro que tampoco había visto antes».
Al hablar de las leyendas individuales de Bécquer veremos que «la indispensable ambigüedad ante lo sobrenatural se refuerza por la introducción de personajes medio escépticos, que con su atormentadora vacilación entre fe y duda contagian a los lectores escépticos». Esa es la magia de la literatura fantástica, la revolución de lo inverosímil frente al mundo real, que lo refleja, lo imita y distorsiona… y que de algún modo, puede llegar a superarlo.

John Henry Fuseli, The Nightmare