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Rufo

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CoquinArtero
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Soy un perro. Con cara de perro, pelo de perro y peste de perro mojado que vaga día y noche por una playa de la costa alicantina. Llevo mucho tiempo aquí, tanto que no recuerdo cuándo puse por primera vez la pata sobre la arena. En mi soledad he memorizado cada rincón y aprendido a ver cosas que al principio se me escapaban.

     Esas cosas que se esconden en la arena.

     Conozco lugar entre las dunas al que casi nadie va. Solo algunos de los vecinos del litoral. No está cerca de la marea y para llegar es necesario algo más que escalar montículos de arena: Hay que callejear entre los matojos durante un buen rato, cerca de la entrada del barranco hasta que, llegado el momento adecuado, la luz de la mañana te ilumina un hueco entre las rocas por el que uno debe pasar bien agachado, con el hocico pegado al suelo. Al otro lado, un saloncito circular con el techo tejido con la copa de los arbustos, te recibe asaeteándote con los rayos de sol que se cuelan por las hojas. El sitio es precioso, normalmente está vacío y, lo mejor de todo es Lebrancho, el lagarto que habita el lugar.

     Él ya me conoce y sabe lo que me gusta. Cuando ve asomar mi trufa por la boca del pasillo sale corriendo a buscar el cuenco de plata donde siempre me sirve una ronda de leche caliente con canela y miel de caña. Nunca pide nada a cambio ni por la bebida, ni por lo que para mí es más valioso: su música y su agradable conversación.

     —Veo que hoy tienes compañía —dijo señalando con un ademán de cabeza hacia Aziz, que en ese momento asomaba entre los pelos de mi morro. Tuve que torcer la vista para verlo con claridad. Allí estaba con cara de pasmado. Flipando con la grandiosidad del lugar.

     —No le prestes atención —contesté relajado—, no es más que un constructo de mi imaginación. Fíjate que ni siquiera puede verme.

     En ese momento, fascinado, Aziz correteaba entre columnas de luz y orbes de polvo, feliz como Don Pimpón entre los pinos. Si para mí es un sitio precioso, para él, que es tan grande como una pulga, este lugar es un monumento a la maravilla, una catedral de la naturaleza creada por una suerte de titán.

     Lebrancho, con los bracitos cruzados sobre el pecho se acarició la barbilla con la cola en un ademán de concentración profunda. —¿Qué bebida le gusta a un ser así?

     —¿Cómo podría saberlo? —dije sin pensar—, lo he visto en tantas situaciones, que lo veo tomando cualquier cosa... No sé. ¿Un batido de queso con aguacate?

     —¿En serio? —Me dirigió una mirada con su rostro de reptil incrédulo—. Se trata de una parte de tu mente, Rufo… es literalmente tú. En chiquitito y con la desagradable apariencia de un humano. Queso con aguacate, dice el chucho ¿Probamos a ofrecerle un poco de lo tuyo?

     Sin esperar respuesta estrujó con su manita un mechón de mis bigotes y recuperó en un cuentagotas, el líquido que aún me blanqueaba el rostro.

     Durante esa mañana, Aziz corrió, jugó con rayos de luz y bebió de mi leche con miel. No es de extrañar que después de un rato de excitación salvaje, arrullado por el jazz de la trompeta de Lebrancho, cayese dormido junto a una columna de Sol.
Al salir de Lebrancho´s, de vuelta a mi día a día de perro playero e instintos playosos, no quise despertar a mi fiel compañero y adorné el camino de vuelta con una serie de preguntas que de pronto surgieron en mi mente.

¿Cómo es que el lagarto pudo notar la presencia de Aziz?
¿Cómo, si no puede verme, pudo beber los restos de mi bigote? Vive en mí, alrededor mío y no puede verme.
¿Qué clase de lugar es Lebrancho´s Brunch?¿Un alquiler, en propiedad?
¿Estará pagando impuestos por eso?... ¿De verdad eso era leche con canela? ¿Dónde coño está mi cartera?... Espera... ¿Traje cartera?

     Tengo la impresión de que ese lagarto no es como todos los lagartos. A fin de cuentas ¿Quién lo es? Cada vez estoy más convencido: Los dioses deben estar muy locos.


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CoquinArtero
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Con este les debo una disculpa. Lo mando sin revisar porque no me ha dado tiempo. Casi es escritura automática

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Roy

Soy un perro. Con cara de perro, pelo de perro y peste de perro mojado que vaga día y noche por una playa de la costa alicantina. Llevo mucho tiempo aquí, tanto que no recuerdo cuándo puse por primera vez la pata sobre las dunas. En mi soledad he memorizado cada rincón y aprendido a ver cosas que al principio se me escapaban.
Esas cosas que se esconden en la arena.

Deben saber que no soy el único ser viviente de cuatro patas con algo de interés caminando por las arenas alicantinas. Por aquí mora un majestuoso gato blanco de de cuando en cuando se suba a la más alta de las dunas durante la noche y maúlla como maullaría un ángel.

Me encanta oírlo porque es un canto que le hace a vete tú a saber qué deidad gatuna. Hasta Aziz, cuando me quedo ensimismado en el enganche de sus miaus, suele aparecer con la trompeta en ristre para acompañar tan dulce melodía.
En su ladrar gatuno, me resulta difícil entender de qué canta a las estrellas, pero lo entiendo con las sensaciones que surgen desde dentro de mi pecho. No es un cantar triste como tal, más bien le canta a la tristeza de una forma bella, que gusta oír y embelesa.

Sea consciente o no de su condición de observado y disfrutado, cuando Roy, el mágico ser de blanco pelaje, suelta notas encadenadas con la tranquilidad y el placer de quien se sabe solo en medio de la nada.
Cientos de animales vienen desde todas las realidades para oírlo cantar, pues su canto arregla cosas por dentro que no se enderezan con medicinas ni ungüentos viejunos.

Nadie sabe dónde vive ni los lugares que frecuenta cuando se baja de la duna; ninguno conocemos el motivo por el que sabemos su nombre y eso me hace sospechar que de algún modo nos conocimos en un plano diferente, ese plano del que habla en sus canciones… obvio ¿Qué melodía melancólica que salga del alma no habla de algún otro lugar, algún otro tiempo, alguna persona?

Siempre viene en el momento justo. ¿Qué cuál es ese momento? Tampoco lo sabría decir con toda la seguridad del mundo. Sé que todos tenemos la certeza, en el momento en que se va, de que hacía mucha falta.
Sus conciertos comienzan sin que te des cuenta. Empiezas a sentirte bien y a mover la cola al son del vaivén de las estrellas y de pronto te ves tarareando un maullido con la armonía de cualquier gato ¿Se lo pueden creer? Llega el momento en que simplemente estás clavado en la arena con la mirada puesta en ese brillante gatito que brilla como un diamante bajo la luz de la luna.

Hace ya algún tiempo que no lo oímos cantar, sin embargo la esencia de sus notas vibran en lo más profundo de nuestro pecho incluso meses después de su último concierto. La cola me empieza a pendular e imágenes de otro sitio se me antojan al caer la noche. Señales inequívocas de que la veleidosidad gatuna está en camino, componiendo abrigos para el ánimo, afinando todos y cada uno de sus miaus para lanzarlos al viento de la noche alicantina, observándonos a todos desde esa dimensión en la que solo cabe su mirada, el color, el tono y la intensidad de su dulce voz.

Cuando eso pasa no hay lugar para otra cosa que no sea el regocijo de sus notas acompañadas por cientos de trompetas imaginarias como la de Aziz, los violines que tocan los cangrejos o los coros que lanzan las gaviotas cual risotadas violentas intentando hacerle los coros a Roy.

¡Cómo me encanta pillar su frecuencia!

Nos gusta el arte por encima de la mayor parte de las cosas. ¿Qué le vamos a hacer si en realidad lo que pasa es que los dioses deben estar muuuy locos?

Buenas noches amigos


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CoquinArtero
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Soy un perro. Con cara de perro, pelo de perro y peste de perro mojado que vaga día y noche por una playa de la costa alicantina. Llevo mucho tiempo aquí, tanto que no recuerdo cuándo puse por primera vez la pata sobre la arena. En mi soledad me he memorizado cada rincón y he aprendido a ver cosas que al principio se me escapaban.

Esas cosas que se esconden en la arena

Por más que paseo y restriego mis lomos contra las dunas, nunca deja de sorprenderme el cúmulo de maravillas con que la playa me regala. El último presente llegó flotando en el aire como un aroma, pero era un sonido. Notas rítmicas de claves y guitarras; algún guitarrón oí también escondido tras los requintos, que acompañados por un laúd y un par de chácaras, opacaron hasta el sonido de las olas. Algo dentro de mis entrañas empezó a bailar. Me lié a mover el rabo sin darme cuenta hasta que su sombra marcó el ritmo de mis caderas sobre el polvo.

Justo en el momento que pensé que la cosa no podría mejorar, me sorprendió la silueta de Aziz apareciendo tras la mayor de las dunas con los brazos en alto y entonando una canción:

—En la plaza de San Juan reside una vieja loca —con esa entonación declamada parecía un sereno o el encargado de dar el bando municipal—. En la plaza de San Juan reside una vieja loca con una tremenda boca que parece de caimán. Sus labios le taparán pronto su horrible barbilla y se gasta una mirada de esas que dan pesadilla.

Entonces no supe si reírme o no, me había pillado por sorpresa, aunque menos que el otro Aziz que desde la duna de enfrente apareció cantándole al primero con el mismo ritmo, tono y cadencia.

—Yo soy hombre y tengo brazos y de ellos desconfío —Su voz sonó desafiante y festiva—. Yo soy hombre y tengo brazos y de ellos desconfío pues quien sea contrario mío, que se adelante en un paso.

—Cállate vete callando que tú no sabes cantal —Así, con ele le contestó el primero—. Cállate vete callando que tú no sabes cantal y por la boca te cabe un burro sin destripal.

En ese momento yo ya me estaba revolcando por la Aziz-tencia del segundo. Quería más, mucho más de esa maravilla que acababa de empezar.

Apareció un tercero asomando desde una tercera duna, con exactamente el mismo tempo, tono y cadencia para cantar al segundo. ¿Cuántos más podía haber?

—Aunque tu madre me dé las tuneras del barranco —Poesía pura, oye— Aunque tu madre me de las tuneras del barranco, yo no me caso contigo porque tienes piojos blancos.

El primero, con una enorme sonrisa en los labios levantó la mano para pedir la vez y el el siguiente cambio de tiempo, empezó la nueva tonada dirigida a las otras dos copias de sí mismo.

—Aunque sus madres me den los tunos de la ladera —Al parecer hay bastante tuno por allí— Aunque sus madres me den los tunos de la ladera, no me caso con ustedes porque tienen cagaleeeeraaa.

Y entre las cagaleras de uno, los calzones rotos del otro, las flojeras rodilliles de sus correspondientes mamitas, los cuernos que les pusieron y los aromas a ron con puro que envolvía a los músicos, los pocos segundos que en realidad duró la fantasía se me antojaron una tarde entera de jolgorio y punto cubano.

No estaba siendo un gran día. Empecé con disputas por el territorio, por la comida, con el agobio de la calima y las pulgas no me dejaban en paz, sin embargo, cuando alguna vez mire para atrás hacia el día de hoy, me acordaré con cariño de esos segundos, pues si bien es cierto que de un millón de días de paz, recordarás el de guerra, también lo es que durante una jornada de mierda, siempre pueden aparecer pequeñas perlas entre el fango que te hagan sonreír.

¿Debe ser porque los dioses están muuuy locos?


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Los ángeles también nadan: primera parte.

Soy un perro. Con cara de perro, pelo de perro y peste de perro mojado que vaga día y noche por una playa de la costa alicantina. Llevo mucho tiempo aquí, tanto que no recuerdo cuándo puse por primera vez la pata sobre este lugar. En mi soledad me he memorizado cada rincón y he aprendido a ver cosas que al principio se me escapaban.

Esas cosas que se esconden en la arena

 

Hoy la marea trajo un cuerpo: me costó identificar al niño que algún día fue. Estaba muy hinchado y sus telas empezaban a rasgarse al ritmo que lo hacía la piel de sus muslos.

 

Fui el primero en verlo llegar a la arena, pues era muy temprano, aunque solo me dio tiempo a rodearlo dos o tres veces antes de que una multitud se interpusiese entre el joven y yo. Gritos, llantos, fotos, carreras de acá para allá, más fotos y hasta gente posando junto al cuerpo, para lo que solicitaban a los extraños de alrededor que enfocasen y disparasen mientras los posadores se arrodillaban con actitud llorosa.

Entonces me acerqué a su carita de ojos vidriosos y pregunté —¿Estás bien?¿Te están molestando?

 

El niño giró su cabeza en un gesto que espantó a la concurrencia: algunos desaparecieron de golpe, otros solo se alejaron unos pasos, retenidos en el lugar por la presa gravitatoria de la curiosidad, más poderosa que la repulsión magnética del miedo.

El Chaval, entonces arrancó a hablar. Al principio no le escuchaba muy bien, pues al abrir la boca salieron muchas cosas marinas y con patas.

 

No tardó en vocalizar unas palabras que sonaron algo así como— Hola, Rufo, guapo ¿Cómo andas?

 

Estaba tan cambiado que me costó reconocer al vecinito de la cabaña de madera al final de la playa. Nació allí mismo y su sangre era arena, yodo y sal como la del resto de los marineros.

 

— Muchacho ¿Te caíste pescando, un resbalón en las rocas? —pregunté confuso— ¿Qué te pasó, rey?

 

El chaval, al ver que tendría que andar ofreciendo explicaciones, se incorporó hasta quedar sentado para ponerse cómodo, con la mirada perdida en mi dirección. Eso hizo que los pocos curiosos que permanecían alrededor, saliesen en estampida para no volver jamás.

 

— En verdad es más difícil que eso —dijo con su voz quebrada de niño muerto, pero niño a fin de cuentas—. En casa estábamos mamá, papá y yo; papá se fue y vino el amigo de mamá. Ahora solo quedan mamá y su amigo.


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CoquinArtero
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segunda parte.

Para mi perruno entender, me dio la impresión de que notó el pesar en mi mirada y... guau si me dolía lo que acababa de oír. Como era más inocente que un pajarillo, el angelito se apresuró a disculpar a los que quedaron atrás. — La culpa es de la casa, que es muy pequeña para tres personas.

 

— O para dos y media —contesté con frustración. Él volvió a encogerse de hombros y aproveché para preguntar si tenía hambre, frío o sed. —Vengo de la marea —contestó—. No puedo tener sed y comí algunos cangrejos, pero frío sí que tengo un poco. Cuando me sacaron de casa no tuve tiempo de coger la mantita... la echo de menos.

 

Vi relampaguear más allá de su mirada azul cerúlea, falsamente muerta, el sollozo escondido por el cariño que tenía a ese trozo de tela perdido. Es irónica la manera que tienen algunos de asumir su destino.

 

— Si es tu mantita lo que quieres, la vamos a recuperar —prometí con la seguridad de un perro enfadado. Sonrió como solo saben hacerlo los inocentes y le cedí mi lomo a modo de apoyo para ponerse en pie.

 

Su casa estaba encostrada en esa parte de la costa donde ya no queda arena. Era de piedra y madera y se fundía poco a poco con el litoral a base de lapas y burgaos. Una sola estancia que solía contener los recuerdos de una vida entera; la de un niño, más valiosa aún si cabe y con memorias aún más puras.

 

Por el camino espantó a todo bicho viviente, como si nunca hubiesen visto a un muerto. También es cierto que el paseo parecía devolver cierto nivel de rubor a su rostro cetrino. Iba lento, pero decidido, con la seguridad de estar acompañado por alguien a quien no podrían negar su querida mantita.

 

¡Que mil espantosas morenas se los coman una y cientos de veces!

El angelito se adelantó unos pasos frente a mí. Lo que vi descompuso mi alma de perro y me arrancó el más lastimero de los aullidos que al salir de mi garganta escoció igual que si me hubiese bebido el mar muerto. Por detrás, en el nacimiento de la nuca sobresalía el motivo real de su fallecimiento. Ni siquiera se molestaron en arrancarle el punzón antes de tirarlo al agua como comida para peces.

 

El resto del camino lo pasé intentando explicarle que mis gritos de pena en realidad portaban notas de contento por recuperar su querido tesoro. En mi mente planeaba otras cosas. Cosas terribles, indignas de ser nombradas en voz alta, cosas cuya simple mención corromperían las entrañas de cualquier mortal.

 

Al llegar no había nadie en la casucha. La parte de fuera estaba sembrada de cartones de tetra bricks de vino blanco entre restos de basura. Al lado, junto a la entrada, una montaña de chatarra, coronada por una bolsa con cuatro juguetes viejos y la manta del chaval, esperaba para ser arrastrada por la marea.

 

Me adelanté para desembolsar el tesoro y escrutar el interior de la vivienda. No había nadie. Parecía que acababan de salir de allí. Todo estaba muy en orden, en contraste con el exterior. La cocinilla portátil había desaparecido, también las estanterías, la ropa, todo. Ese cubito de madera y piedra solo estaba habitado por la diminuta cama del niño, rodeada de conchas y restos de botellas que destellaban con los rayos del sol de la mañana. Tuve que esforzar la vista para distinguir a mi buen amigo Aziz entre los arcoíris que asaeteaban la estancia. Tenía una pala diminuta en ristre y el rostro serio como el silencio. Observaba el resultado de su esfuerzo a la espera del chaval que justo en ese momento apareció por la entrada.

 

—Me gusta. Me gusta mucho —murmuró.

 

Me apresuré a recuperar la mantita, pero para cuando quise devolvérsela, el pobre niño flipaba tumbado boca arriba entre hilos de luces de color y el surco de dos lagrimones resbalando por el rabillo del ojo.

 

—Mi mantita —exclamó casi sin fuerzas.

 

Extendió la mano y con tan solo tocar la tela, volvió a cerrar los ojos y allí mismo se durmió para, espero, no volver a despertar.

 

Esa fue una de las pocas ocasiones en las que Aziz miró directamente hacia mí. Hasta entonces nunca me había prestado atención ni soplándole el flequillo; Fue lo suficiente como para entender lo que acababa de hacer con los responsables de la muerte de un niño sin culpa ni nombre.

 

Poco más podíamos hacer ya por él, aparte de dejarle pasar su eternidad tranquilo y esperar que tarden mucho en encontrar el resto de los cuerpos.

 

Muchas gracias, Aziz, por tu ayuda y por ser el complemento de guión perfecto para terminar esta historia ¿No te parece como a mí que los dioses deben estar muy locos?

 


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CoquinArtero
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Soy un perro. Con cara de perro, pelo de perro y peste de perro mojado que vaga día y noche por una playa de la costa alicantina. Llevo mucho tiempo aquí, tanto que no recuerdo cuándo puse por primera vez la pata sobre esta tierra. En mi soledad he memorizado cada rincón y aprendido a ver cosas que al principio se me escapaban.
Esas cosas que se esconden en la arena.

A medida que avanzaba la mañana, me convencía de que nunca tenía que haberme levantado ese día. Debí seguir perreando entre las sombras de las dunas donde desperté. Fíjense ustedes lo bien que fue todo, que haberme roto la uña del centro de la pata derecha contra una piedra a medio enterrar, significó para mí el punto de partida.
Por supuesto que me dolió como el conjunto de todos los muertos de la puta piedra, pero más me dolió pisar la botella que esperaba oculta y rota justo a su lado: pateé la piedra sin querer y al recular, pisé con la pata trasera sobre el vidrio traicionero que se me enterró hasta tocar un timbre por dentro que me llenó el cuerpo de calambres. Salté con tremendo respingón hacia atrás, hacia las chumberas indias del naciente de la playa… ¿Qué les voy a contar? Los berridos se escucharon bien a dentro en la marea.
Me acababa de despertar y la sangre manaba a chorros de mi espalda y de mi lomo que, recubierto de púas, se retorcía para salir del cactus.
¡El agua! Tenía que llegar al agua. Me refrescaría, curaría mis heridas y desinfectaría el resto de mi cuerpo, pero la planta no me dejaba salir de allí. Con un esfuerzo sobreperruno, di el respingo que me volvió a la posición horizontal. El trozo de botella seguía enterrado hasta el fondo. Llevaba de regalo unas cuantas pencas de chumbera fijadas a espalda y dos frutos espinosos en cada una de las orejas.
Entonces volví a mirar al agua y esta se me antojó cuatro veces más lejos. Como pude, me alcé sobre las dos patas que me quedaban sanas (cada una en la esquina opuesta del cuerpo), y empecé a avanzar. La arena empezó a barruntar con la sangre alrededor de mis heridas y formó churros de coágulos y pelo entre mis rastas. Cada vez pesaba más y más. Estaba tardando un montón.
Rayos de sol enfadado secaron la costra de suciedad que embadurnaba mi pelaje y siguieron castigándome después con el calor de sus saetas. ¡Cuánta sed pude pasar en esos momentos! Necesitaba recuperar los líquidos perdidos durante la batalla. La lengua me colgaba como el calcetín del gustito de un mendigo, al respirar me rebozaba por dentro con el polvo más fino de la arena, todo me ardí y me quemaba, pero estaba seguro de estar cada vez más cerca.
Me equivocaba.
Levanté la cabeza al poner la pata sobre la arena dura de la orilla para descubrir que el agua salvadora seguía a muchos metros de mí, alejándose. ¿Acaso era esto alguna broma de los dioses, acaso es porque deben de estar todos locos?
Juro que solo cerré los ojos un momento. Prometo que mi intención era la de humedecerme el rostro con las lágrimas. Lo juro, mas tuve que ceder al cansancio y dejarme caer sobre la arena para que el sol me terminase de matar.
Me despertó el rugir de un montón de olas acercándose con la rabia contenida de miles de caballos al galope. El agua que pareció alejarse, volvió a toda velocidad sin darme tiempo a quitar mis pellejos, la arena pegada y las pencas de chumbera de en medio.
Cuando la marea me alcanzó la sentí como si alguien me hubiese pegado con un sofá volador de tres plazas en todo el costado. No supe orientarme hacia ningún lado entre revolcones de arena, piedra y agua salada, el aire me faltó hasta que por fin me volví a desmayar.
Cuando abrí los ojos, descansaba sobre un montículo de arena mojada y aulagas que días atrás pretendía ser una duna de la playa. A mi alrededor, las barcas despedazadas se repartían entre tablones, hamacas y restos de las terrazas del paseo que, ve tú a saber cómo habría llegado hasta allí.
Ahí me di cuenta de que el revolcón arrancó las púas de mi espalda, también el vidrio de mi pata, limpió de arena y sangre el resto de mis lanas. Hasta desinfectó mis heridas y me sacó del peligro. ¿Se lo pueden creer? Parecía un perro con suerte, no tenía tan mala pata.
Hasta que vi el desastre que el agua causó. Arrasó con animales, personas, otros perros, muchas casas.
Por eso me mantengo en mis trece pues la vida no está hecha para vivir estas cosas… NO DEBÍ HABERME LEVANTADO ESE DÍA… debí dejar que me llevara el agua


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CoquinArtero
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Un borrón en el horizonte.

Soy un perro. Con cara de perro, pelo de perro y peste de perro mojado que vaga día y noche por una playa de la costa alicantina. Llevo mucho tiempo aquí, tanto que no recuerdo cuándo puse por primera vez la pata sobre este lugar. En mi soledad me he memorizado cada rincón y he aprendido a ver cosas que al principio se me escapaban.
Esas cosas que se esconden en la arena

Es un momento curioso. Empiezo a preguntarme qué parte de mi buen amigo Aziz proviene realmente de mí. La verdad es que a veces me sorprenden sus reacciones y, por supuesto, aquello que le rodea. Es como si el propio Aziz tuviese a su vez otra deidad guiando sus pasos.

A veces veo algo flotando a su alrededor. Una siniestra voluta de humo que le susurra palabras en el momento justo. Cada vez que creo intuir algo parecido a la presencia que describo, se me erizan los pelos del lomo, se me va la fuerza de las patas y me entran escalofríos.

Siempre ha sido una presencia muy sutil, siempre de soslayo, hasta que hoy, al caer la tarde y las sombras empezaron a extenderse serpenteando entre las dunas, volví a ver la silueta de mis fantasías recortada contra la luz de la puesta de sol. Aziz descansaba la vista enfocando al horizonte.

Al principio me pareció que la figura que ronroneaba junto a él era un pequeño Rufo que se había buscado, pero después empezó a sisear con sigilo a su alrededor. Con su silueta de humo de un cigarro de llama aún prendida, envolvió el cuello del chaval para terminar colándose por su oreja, hacer lo que fuese ahí dentro y salir por el otro lado. No podría jurarlo porque el cielo se llenaba de luces violetas, naranjas, fucsias y rojos tras de ellos, pero me dio la impresión de que la cosa esa, al salir, me miró directamente a mí. A los ojos.

A mis ojos de perro asombrado.

Me enfadó bastante. Al fin y al cabo, a pesar de ser una simple ensoñación, le he terminado cogiendo un cierto apego al buen Aziz. ¿Qué pretendía, de dónde venía, quién o qué era cosa que me escrutaba desafiante desde la cresta de una duna?
Aziz se puso en pie y, como en un ritual, empezó a estirar sus extremidades; no para irse a dormir, si no para empezar una extraña danza en la que pateaba la arena y hacía espirales de sombras con ella en el aire. La criatura observaba satisfecha a poca distancia y repartía su atención entre el espectáculo de luz, sombra y color del bailarín y mi expresión de atún recién pescao hasta que al fin el sol terminó de ocultarse en el horizonte y el baile desapareció entre las sombras del crepúsculo.
Las primeras estrellas rompieron a despuntar dejando la estampa de un perro sucio y mojado mirando con atención a la cresta de una duna.

Aún sigo aquí, con la duda de qué le estará pasando a mi amigo, de qué me estará pasando a mí.
Hace demasiado tiempo que no hago más que vagar sin rumbo de carroña en carroña. Veo historias que no sé cómo explicar. No me doy cuenta de muchas cosas y me veo obligado a inventarles un contexto para darles razón. Estoy muy viejo para tanta mierda y mi cabeza lo sabe.

Aziz tiene tanto: un mundo entero, cientos de miles de vidas, experiencias sin igual, y están todas dentro de mí, bajo mi control. A veces más; a veces menos, pero bajo control.

Ahora no estoy seguro de nada. Tampoco de Aziz, ni del gato entre las dunas, ni del canto de las olas. Ahora solo puedo pensar en esa silueta siniestra que me observa desde la sombra de cada duna, desde la cresta de las olas, desde dentro de mi mente, llamando mi atención.

Temo caer dormido y que se apodere de mí. Tengo la impresión de que puede llegar a hacerlo.Temo que llegue ese momento y  no me pueda despedir, pero hoy, especialmente hoy... tengo tanto, tanto sueño...


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Soy un perro. Con cara de perro, pelo de perro y peste de perro mojado que vaga día y noche por una playa de la costa alicantina. Llevo mucho tiempo aquí, tanto que no recuerdo cuándo puse por primera vez la pata sobre las dunas. En mi soledad he memorizado cada rincón y aprendido a ver cosas que al principio se me escapaban.

     Esas cosas que se esconden en la arena.

     He pasado una temporada vagando por un lugar que no sabría describir.

     No podía oler, tocar, ver ni sentir la forma de las cosas. Tampoco disfrutar de los placeres de la comida o el sueño prolongado. En ese lugar no había otra cosa que una sensación de paz nunca antes sentida. Algo parecido a la felicidad perpetua donde no importa si uno respira o no. Solo podía ser. Solo podía esperar.

     No sé cuánto pasé en esa condición, pero hace casi veinte días, por fin escuché una voz que guió mis pasos de vuelta hasta mi querida playa. Una voz que contaba historias y evocaban en mi alma perdida, recuerdos de épocas llenas de esplendor.

     Me dejé llevar flotando por la parsimonia de las palabras, poco a poco volví a tomar conciencia de mi cuerpo, de la proximidad de las cosas y el entorno comenzó a estrecharse a mi alrededor para seguir desplazándome en un abrazo convulsionante.

     Por fin caí en le espacio comprendido entre la arena y un cielo lleno de gigantes dibujados con estrellas. Estaba empapado, sin fuerzas, casi no podía ver. Sin embargo tenía claro que estaba en mi playa de la costa alicantina otra vez.

     Noté la urgencia del sueño, las mordidas del frío, la necesidad del hambre y el calor de la seguridad radiando cerca de mí. Por instinto me acerqué tambaleando las caderas hacia el calor para encontrarme con un enorme bulto peludo y calentito contra el que me acurruqué para descansar, escuchando de fondo los cuentos del día de los muertos y los sustos de los niños.

     —Rufo, ¡Rufo! —La voz me sacó del sueño, ornamentada por los destellos del amanecer. Abrí con esfuerzo los ojos y alcancé a ver la silueta de Aziz desapareciendo por la cresta de una duna.

     La alegría me llenó el pecho, se me movieron las patas y la cola con la torpeza de un bebé, trastabillando hasta que la fuerza del pataleo me lanzó a corretear tras la silueta de mi viejo amigo, que aparecía y desaparecía entre las dunas hasta que tropecé y caí rodando junto a un platillo lleno de deliciosa leche.

     ¡Qué maravilla de sabor! Como si fuese la primera de mis comidas, la mejor de las leches. Bebí hasta el hartazgo sin preocuparme por dónde podría andar mi buen Aziz.

     Una vez satisfecho, levanté la vista en la distancia y allí estaba el bulto. Era una perra enorme y negra. Hubiese dicho que dormía tan profundo que parecía fundirse con los arenales. Quise comprobarlo. Saber si en realidad estaba durmiendo, pero el sueño me volvió a vencer.

     Cuando desperté la perra ya no estaba. Tampoco Aziz. Por suerte el plato volvía a estar lleno de leche y la playa sigue siendo mi playa. Estoy contento de volver, pero no entiendo la sensación que estremece mi pecho cada vez que pienso en esa enorme perra negra que me dio calor durante mi nueva primera noche sobre la arena.


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