Acto 1: un forastero harapiento
Mi largo viaje empezó de la manera más espantosa, condenado por la enfermedad que azotó a nuestra olvidada tierra. La fiebre llegó a nuestras casas, enfermando a madres e hijos. Era nuestra penitencia por nuestros pecados y por los de nuestros malditos ancestros. Así nos contaban los antiguos
Aquellos ancianos de entonces relataban que no veían tal horror desde los tiempos del hambre, donde Dios nos castigó con guerras,miseria, pestes y hambrunas al abandonarlo en favor de hombres que se creían dioses en la tierra. Contaban de cómo los fieles se levantaron contra el imperio del pecado, restableciendo la Fé así como al rey como ministro de Su divina voluntad.
Pero yo, en aquel momento, sólo era un niño enfermo. “tu madre es una pecadora” “vástago del pecado portador de la ruina y la vergüenza”, repetían como si mis dolencias y las de mis congéneres fuesen el bálsamo amargo para nuestra curación. Mi penitencia eran los dolores de las fiebres mortecinas que azotaban mi cuerpo. Quizás fué por eso por el que mi padre muriese, o se largase a otro lugar. Sentía que era todo culpa mia.
Aunque ese sentimiento no era nada comparado con aquellas criaturas nacidas, o mejor dicho, malnacidas con deformidades de cuerpo o de mente, encerrados e incluso emparedados vivos para tapar las vergüenzas de su madre. Siempre me llamó la atención que los padres de familia estuviesen exentos de pecar, sólamente las madres.
Recuerdo aquel día. Estaba temblando con la fiebre mientras buscaba el consuelo negado de mamá. Ví cómo entraba en la casa una figura, un hombre, pero no era como los demás que visitaban a mami, no lo era en absoluto. Poseía un porte totalmente distinto. Vestía con harapos añejos, y debajo de ellos podía ver como multitud de cuerdas y nudos. ¿Era aquello que llamaban médico? No podía ser, si apenas madre conseguía lo justo para comer. Mamá, mi mamá. No lo merezco, perdóname mamá.
El hombre se acercó a mi lecho. Me fijé en su barba canosa pero pulcra y pese a que su tez se veía jóven sus ojos eran ancianos. No sabría deciros de qué color eran, cada vez que yo parpadeaba parecían de un color totalmente distinto.Sólo intuía que aquellos ojos eran mucho más ancianos de lo que aparentaba, pues habían visto muchas cosas. ¿Quién era aquel extraño?
Tomó un trozo de cuerda y se la ató al brazo realizando varios nudos mientras murmuraba algo. Su voz me tranquilizaba y calmaba mi agonía. Y dormí.
No sabía cuánto tiempo había pasado hasta que despertara, pero ya me sentía bien. Si bien no me había recuperado del todo, ya no sentía el peso de la enfermedad. Vi al hombre, sentado en el suelo, en un momento en el que uno de los nudos que se ató en el brazo se cayese al suelo. ¿qué había pasado?Lo que sí sé es que por primera vez en mucho tiempo madre era feliz. Por primera vez la vi recuperar su alegría.
Ella intentó agradecérselo ofreciéndole lo poco que teníamos, pero el forastero renunció a todo con un amable gesto y una sonrisa. Y antes de marcharse madre le rogó - ¡por favor, lleva a mi hijo contigo, sácalo de aquí!
-Shiquiya, mi viaje eh mu largo y complicado, ér ninio te necesita a tí máh que a na enermundo. Y tentiendo, toh loh pareh que aman asusijo quieren lo mejon pa ello.
Me lanzó una mirada.
-y no te preocupe, jamía, deha que ehté un tiempo contigo,tú sólo procura que sea buena persona como lah que ya no hay. Volveré a vé ar mijilla ehte y si él lo desea, se vendrá conmigo.
-Acarició la mejilla de mi madre- y no llores niña, Ereh mah güena de lo que te han esho creé. Aún ereh una cría a la que arrancaron para ser una muhé antes de quererlo.
Y así, el viajero tan pronto vino se marchó
Padamos unos años duros pero felices el forastero volvió, pero eso hijos mios es otra historia.
Acto 2: Lázaro
Mi vida desde aquel entonces fluyó de casa en casa, o mejor dicho, de habitación en habitación, compartiendo hogar con más de una familia. Carabanchel, Vallecas, e incluso las zonas más alejadas de la ciudad nos acogieron. Madre siempre buscaba sitios donde el arrendador fuese benévolo con el derecho a dormir bajo su techo.
La mejor definición que pudiera dar a nuestra vida era de ser auténticos nómadas. Yo fui afortunado y le doy gracias a Dios o a la bendición de aquel milagrero, pues muchos de aquellos compañeros de juegos efímeros acabaron bien “sirviendo” a los señores de maneras no muy agradables o apaleados a manos de los eventuales padres adoptivos. Muchos de estos eran veteranos del ejército, pero eran héroes. Héroes como los que se esperaba de nosotros en un futuro para con la Patria, bien en las fábricas o bien en el frente. Aún así pese a la presión de todos para que madre encontrase un buen hombre para ser una buena esposa. Cosía y arreglaba prendas para las señoras y abrillantaba sus salones para poder mantenernos. Procuraba servir a viudas y solteras, pues pese a su pulcra apariencia pública, se sabía que muchos de los grandes varones gustaban de hacer pecar a sus sirvientas.
Mi viaje empezaría el que sería un domingo más. Tras salir de la parroquia. Don Servando, el sacerdote sustituto, nos recitó el habitual sermón soporífero oí a Don Virgilio. El viejo Virgilio uno de los mayores de entre los parroquianos, un hombre afortunado, nunca tuvo que necesitar médicos.. “He vuelto a ver al milagrero ¿te acuerdas Agustín? estaba igual que cuando eramos crios, su cara era la misma” -¿su cara era la misma?- me pregunté. Quizás fuese otro vagabundo, o Don Virgilio ya era presa de la demencia.
Dias después ocurriría uno de los momentos más amargos de mi vida. Madre había enfermado gravemente. No podía apenas moverse pues tremendos dolores afectaban a su maltratado cuerpo. Estaba aterido de miedo,pues apenas podía encontrar sustento para mí mismo, y ella me necesitaba para todo. Rogué piedad para con los señores mas no tuve nada aparte del desprecio. Ya habían encontrado un reemplazo para mi madre como el que cambia una pieza vieja de una máquina. Recé a Dios durante dia y noche, pero sólo obtuve el silencio como respuesta. Ella emperoaba a cada día que pasaba y estabamos a punto de ser sacados a patadas de nuestro techo. Hasta que las palabras de Don Virgilio volvieron a mi mente.
Y en ese momento volví a escuchar su voz con su peculiar acento del sur: “Ya ehtoy aquí, mijilla”. Era la voz del Milagrero. No sé cómo acudió a nosotros, pero ahí estaba. “Siento no haber llegao ante, pero haré tó lo que puea”
Con tremenda curiosidad vi cómo trabajaba. Escuchaba las coplas extrañas que entonaba a la par que realizaba nudos. “Mijilla, veme a por agua caliente y échale ehtas yerbas” Su voz me sacó de mi estupor, y corrí a cumplir su mandato. Pasaron los días y mamá mejoró poco a poco. El milagrero iba y venía mientras yo aprendí lo poco en lo que me instruyó sobre cataplasmas e infusiones. El momento clave fue cuando los nudos que hizo al inicio, se cayeron al suelo, sorprendiéndome de nuevo.
“Tu mare ya ehtá mejó, y creo que ya puede valerse sola.” me miró d emanera tierna “ehtá mu orgullosa de tí”. Sus palabras me enorguyecieron. “¿Tas pensao lo que te dije cuando eras shiquillo?”
Miré a mi madre. Ella sonreía y una respuesta se formó en mi corazón.
-”iré con usted”
Y así es como me convertí en el lazarillo de aquel extraño vagabundo. Él me enseñó artes sanatorias que eran negadas a los desheradados del mundo. Me convertí en otro alma errante, pero querido amigo, esas son otras historias.