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Diablo, Crónicas de Santuario

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LordToldingale
(@lordtoldingale)
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«Han pasado veinte años desde la derrota de Malthael. Veinte años desde la casi total aniquilación de la humanidad.

Mi nombre es Ismael, y antaño fui miembro de los Hedaji, una antigua orden de escribas que dedican su vida al recuerdo de las hazañas heroicas y las gestas gloriosas, capturando la esencia de cada uno de estos instantes en objetos únicos y bastos tomos arcanos. Pero un día renuncié a mi destino, a mi deber; no por cobardía, o ingratitud para quienes me ofrecieron ese camino, si no por una causa que consideré ineludible y vital. Lo hice por Santuario, nuestro mundo; y por el amor que profeso a la humanidad. Pues cuando los grandes Males se alzaron desde los Infiernos Abrasadores, cuando los mismos Altos Cielos derramaron su sangre como una lluvia de fuego sobre la tierra, yo supe la verdad: nadie daría un paso para salvar este Mundo y sus gentes si yo no estaba dispuesto a hacerlo.

Por eso me uní a los Horadrim, la antigua orden fundada por Tyrael, Adalid de la Sabiduría, para luchar contra el Mal. Mis dones como Hedaji ahora están al servicio de los pocos que todavía quedamos. Apenas hay esperanza, pues los mortales hemos sido diezmados. Pero, aun así, yo me niego a capitular ante la derrota; y si mi don para recordar el pasado y sus enseñanzas sirve de ayuda a los que continúan la lucha, incluso si me cuesta la vida, me doy por satisfecho. Así sea.

He aquí que dejo constancia de las historias de aquellos cuyas hazañas merecen ser recordadas y honradas. Este es mi legado para con Santuario, y la humanidad.»

Extracto del Libro de Ismael.

FINALIDAD DEL HILO

El objetivo principal de este hilo es homenajear la Saga Diablo, de Blizzard, aportando historias acordes al lore de los videojuegos y las novelas. He establecido el año 1306, unos veinte años después de los eventos narrados en el videojuego Diablo 3 Reaper of Souls, para fechar los aportes de todo aquello que he denominado «Libro de Ismael», cuyo principal objetivo es aportar fragmentos del lore de la Saga Diablo para que sirvan de ayuda y referencia a quienes deseen participar en el hilo e iniciar o continuar las historias (fan-fiction) inspiradas en la Saga Diablo. Añadir que, el año 1306 está a medio camino entre los eventos narrados en Diablo III y Diablo IV, una ubicación que considero idónea para narrar las vidas y hechos de los habitantes de Santuario previas al retorno de Lilith, Hija del Odio. Aquellos que desconozcan el lore de la Saga Diablo, sabed que en la red hay disponibles algunos relatos gratuitos, webs fandom ( https://www.diablonext.com/wiki) y webs oficiales a disposición del sectario de la Tríade y del paladín de la Luz.

Por su puesto, como introducción al lore, también recomiendo el relato del Maestro Álvaro Aparicio de «Diablo: Salve, adalid», narrado por el Maestro Noviembre Nocturno, con la voz invitada de June Curiel. Sintetiza muy bien parte del universo y el tono de la saga, con el trasfondo de la trama de Diablo II.

Sobra decir que estáis todos más que invitados a participar, acorde a los valores y el espíritu del De Profundis. Volveros locos, no os cortéis en vuestras majaderías. En el peor de los casos siempre podemos hacer como aquel viejo e insensato aprendiz de nigromante, conocido como El Chorizo, que solo incrementaba la fuerza, y según cuenta la leyenda, fundó la mítica Orden de los Nigromantes Tanques, los cuales eran un poco mancos en el arte de revivir esqueletos, pero te arreglaban los dientes de un guantazo a mano llena; lo que es adorable a la par que inquietante.

Y citando las mismas palabras de aquel pobre insensato, tan sólo puedo añadir: “—¡Salve, adalid! ¡Tu presencia me honra!”.


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LordToldingale
(@lordtoldingale)
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«El Conflicto Eterno fue el nombre otorgado a la guerra perpetua entre los Altos Cielos y los Infiernos Abrasadores. Una contienda sin fin, que se perpetua desde el mismo nacimiento del universo, y se define por el vaivén de poder entre los caudillos del Mal y los elegidos de la Luz.

En algún punto de esta eterna lucha, alguien descubrió un poderoso artefacto: la Piedra del Mundo, también conocido por Corazón de la Creación u Ojo de Anu. Quien dominara su poder podría crear mundos con tan sólo imaginarlos. Por esta razón, todos deseaban hacerse con ella, y crear así una nueva realidad al servicio de sus caprichos. Fue en aquellos tiempos cuando un grupo de ángeles y demonios, hartos de la monótona lucha sin sentido, y encabezados por Lilith, Hija del Odio, e Inarius, un arcángel a las órdenes de Tyrael, se apoderaron la Piedra del Mundo oculta en el corazón de la fortaleza de Pandemonium. Con ella crearon un paraíso al que poder huir; un lugar al que bautizaron con el nombre de Santuario. Pero de su acto no solo nació este nuevo mundo, también trajo a la creación el fruto de su unión: los primeros Nephalem. Así fue que los vástagos de este grupo de Renegados fueron concebidos con una parte angelical y otra demoníaca, otorgados con la capacidad de los más gloriosos actos de bondad y los más terribles e inefables pecados; su poder era tal, que incluso los Señores de los Infiernos Abrasadores y los comandantes de los Altos Cielos temieron su potencial, horrorizándose ante lo que podían llegar a lograr, y, por primera vez, vieron amenazada su existencia… conociendo el verdadero significado del miedo.

En algún punto del camino, Inarius, con la esperanza de retornar a los Cielos y ser readmitido entre las filas del Concilio de Angiris, tachó a los Nephalem de abominación. En cambio, Lilith no vio en ellos una amenaza, sino que los codició como el ejercito que precisaba para arrasar los Cielos y los Infiernos, y adueñarse así de toda la Creación. Una nueva guerra fue inevitable, y en ella se segó la vida de muchos Nephalem. Inarius, no conforme con este resultado, utilizó nuevamente la Piedra del Mundo, pero en esta ocasión para mitigar el poder de los Nephalem, de tal modo que, generación tras generación, su poder fue menguando, hasta dar como resultado los actuales humanos que pueblan Santuario.

Pero el recuerdo de los primeros Nephalem, la gloria de sus hazañas y el eco de lo que fueron, no pasó al olvido. No… Al contrario. Perduró. Lo hizo a través de los mitos y leyenda que narran sus vidas y sus obras. De entre todas estas historias, algunas resuenan con especial claridad en nuestros días: Rathma, cuyo nombre original era Linarian, fue el primer Nephalem, un ser melancólico y solitario de la generación conocida como los Antiguos, nacido de la unión de Lilith e Inarius se convirtió en el guardián del Equilibrio entre la luz y la oscuridad, un estudioso del ciclo de la vida y la muerte, santo patrón de los nigromantes y pupilo predilecto del antiguo dragón Trag'Oul; otra gran Nephalem fue la hechicera conocida como Esu, capaz de dominar el poder de las tormentas, el fuego, el agua y la mismísima tierra, y cuyo legado se transmitió a las posteriores Ordenes de Hechicería de Kehjistan; en cuanto al Nephalem que fundó las tribus de druidas de Scosglen, las versiones difieren, y mientras algunos otorgan a Fiacla-Géar este mérito como atestigua el sagrado tomo druídico de Scéal Fada, otros conceden este honor a Vasily, el hermano menor del Señor de los Bárbaros. Fuere como fuese, el mito es claro en el punto que narra la escisión de las tribus bárbaras y el nuevo camino que tomaron estos Nephalem y sus seguidores en busca de una mayor sintonía con la naturaleza y los espíritus, dando lugar así a las primeras ordenes druídicas.

En lo referente a los mitos bárbaros, hay un Nephalem que destaca sobre todos: su nombre es Bul-Kathos. Puede que de entre todas las leyendas y Nephalem, su historia sea la más grandiosas. Al menos es lo que mi instinto me susurra; es lo que mi corazón me asegura. Las tribus bárbaras lo veneran, pues fue él quien las unificó en un solo pueblo cuando vagaban dispersas; y al igual que un dios, supo ganarse su devoción. Fe de ello da el hecho de que cada bárbaro y bárbara que habitan Santuario se considere a sí mismo hijos e hijas de Bul-Kathos con orgullo. De la generación de los Antiguos se considera que era uno de los más poderoso: poseía un tamaño descomunal, una fuerza física abrumadora y una tenacidad inquebrantable. Dones que trasmitió a sus descendientes; dones que, sumados a su longevidad, le hicieron merecedor del título de Rey Inmortal.

Bul-Kathos…

Cuando Lilith masacró a los pocos ángeles y demonios renegados que quedaban, a excepción del arcángel Inarius, con el objetivo de salvar a los Nephalem del exterminio, algunos de los mismos que salvó con sus despiadados actos decidieron asaltar el Monte Arreat, con la intención de apoderarse de la Piedra del Mundo que Inarius y Lilith ocultaran en el corazón de la montaña. Quién sabe la razón de semejante acto… Pero unos pocos Nephalem, liderados por Bul-Kathos, se opusieron; y vencieron. Desde aquel día, muchos juraron proteger el Ojo de Anu, y los mitos cuentan que cuando los demás protectores murieron, Bul-Kathos, Señor de los Antiguos, continuo su vigilancia en el Monte Arreat; convirtiéndose en uno con la tierra donde derramó su sangre.

Un lugar, en el cual su espíritu todavía dormita.»

Extracto del Libro de Ismael.


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LordToldingale
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Las Estepas Adustas, un páramo árido e inmisericorde. La brisa, cuando lo cruza, siempre lo hace acompañada de los aromas de las malvas, los cardos sangrantes y el rancio almizcle de los carroñeros que moran en sus cubiles. Un liviano viento que refleja el carácter de las Estepas: duras y despiadadas, y, no por ello, faltas de hermosura y nobleza. Pues en este mundo no hay engaños, no existen los dobles sentidos; lo que uno ve y oye es tal y como la realidad dictamina; sin ambages, sin mentiras, sin piedad.

Un hijo de Bul-Kathos, solo, en lo alto de un risco, aspira todos los presagios que el aire de la estepa le brinda. Con cada inspiración, llenaba su amplio pecho, desnudo en su totalidad salvo por las cicatrices de batallas pasadas, recuerdo de los sacrificios hechos por el bien de los suyos. Aquel bárbaro goza con los últimos rayos del abrasador sol sobre su piel morena, al tiempo que saboreaba en su paladar la llamada de la guerra.

Pues una fe indigna dispuso que su hogar ancestral ya no les pertenezca, siendo expulsados del hogar de sus padres, y el de los anteriores a ellos hasta los primeros de su linaje . Una fe que muchos veneran como la única y verdadera: la Catedral de la Luz.

El bárbaro cierra sus ojos, y revive en su recuerdo el doloroso pasado. Las tiendas de cuero ardiendo, los chillidos de los moribundos, el entrechocar de los aceros, el portaestandarte de la Tribu del Buey sobre el sangriento fango, el clamor que exoran los suyos por…

—Justicia. —Su voz es un quedo susurro entre el silbar del viento y los ecos de los escarpados riscos.

Desde el alto pico, bajo cuyos pies se alza la ciudad de Ked Bardu, la que fuera el hogar de su tribu, el bárbaro observa un extenso campamento, repleto de tiendas coronadas con el símbolo de la cruz y el cáliz del sol llameante.

La furia crece dentro de él, mientras sus encolerizados ojos se mantienen fijos sobre aquel símbolo maldito. En su interior nace un grito, que brota desde lo más hondo de su pecho, atravesando su garganta, su boca y sus labios. Un portentoso bramido que hace temblar la mismísima tierra, retumbar los altos cielos y enardecer a las decenas de hermano y hermanas que aguardan a sus espaldas.

Un grito que los convoca a luchar, a recuperar aquello que les pertenece por derecho.

Un grito que clama un solo nombre, un solo destino. Una oración al adalid de su pueblo:

—¡BUL-KATHOS!


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LordToldingale
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La joven se despertó cubierta por un sudor frio. Su corazón latía desbocado, y un extraño sentimiento de tristeza la invadía en todo su ser. Aquel sueño parecía tan real, había sido tan lúcido… todavía resonaba en sus oídos aquel bramido…

—¡Bul-Kathos!

Conocía bien el significado de aquella palabra: el antiguo nombre de un mito, casi olvidado en lejano pasado.

Se incorporó, sentándose al borde del catre. La tienda donde se hallaba era sencilla, como todas las demás que se alzaban en rededor. El campamento, a pesar del tiempo que llevaban en aquel lugar, nunca había acabado por asentarse del todo. Aquellas tierras habían sido liberadas por los Caballeros Penitentes, la orden armada de la Catedral de la Luz, mas no por ello el sentimiento de pertenencia había arraigado en sus corazones. Ella, al contrario, sentía que aquel era su lugar. La razón de ello lo ignoraba. Y a pesar de todo, cada miembro de la orden sin excepción sabía que debía estar dispuesto en todo momento a pelear por su derecho a perdurar en aquella parte del mundo. Quien fuera el enemigo poco importaba, ya fueran las bestias salvajes que moraban a lo largo y ancho de las estepas, las hordas de caníbales que acechaban al abrigo de los oscuros cañones o las indómitas tribus bárbaras que malvivían vagando sin rumbo.

Aquel era un mundo despiadado, brutal; donde el débil moría y el fuerte perduraba. Tan sólo la verdadera fe podría traer la luz y la paz. Sin los Caballeros Penitentes aquel mundo solo serviría a placeres blasfemos e impíos. Si la solución era el hierro y el fuego, que así fuera.

Inquieta, apartó de su mente todos estos pensamientos, y salió de la tienda en busca de la paz que otorga el mero deambular sin rumbo. Sentir la tierra bajos sus pies y la brisa del fugaz anochecer sobre su piel la tranquilizaba. Uno tras otro, sus pasos la llevaron ante el crepitar de las llamas de la Gran Fragua de Ked Bardu, y allí las observó, perdiéndose en sus infatigables danzas de tonos rubí y ambarinos, con el rítmico repicar de los herreros de su orden como telón de fondo. Algunos relatos atestiguaban que aquellos fuegos habían forjado millares de aceros, templados al rojo para, después, ser ajusticiados entre el yunque y el martillo hasta someterlos a la voluntad de los mejores artesanos entre las tribus bárbaras. De entre todos ellos, los conocidos como Señores del Acero, pertenecientes a la Tribu del Buey, eran, sin lugar a duda, los de mayor destreza y renombre.

Mientras observaba el infinito baile de las llamas, un recuerdo fuga atravesó su memoria: fuego, gritos, sangre… el salvajismo de un hacha de guerra sobre la carne… el sonido del acero contra acero… más gritos, y un extenso campo sembrado de cuerpos carbonizados. Al final, silencio. Las lágrimas besando sus mejillas. Una mano firme sobre su hombro y una larga sombra que la empuña.

Sus ojos se fijaron en la estela de las humaredas que nacían en el seno de la forja, buscando en ellas alejar aquel extraño y triste retazo del pasado. Observó cómo se elevaban, lamiendo la sencilla estructura que conformaba la pétrea e imperturbable mole. Aquella forja, alzada hacia varios siglos, era la construcción más antigua de Ked Bardu, y era considerada por muchos el corazón de la ciudad. En un momento dado, su vista se detuvo en el símbolo de la Catedral de la Luz, que dominaba el centro de la chimenea. Forjado en una sola pieza, el bruñido oro del sol llameante con la cruz cuya base era el cáliz, destacaba claramente sobre el ceniciento fondo, como un brillante sol en la noche más oscura. Pero, a pesar del reluciente brillo dorado, no pudo evitar percibir la sombra que acechaba detrás del símbolo que debía defender: una silueta, grabada sobre la piedra después de siglos y siglos del trazar del hollín: el cráneo de un buey; el último testigo del que fuera el hogar ancestral de los indómitos bárbaros.

Un escalofrío recorrió su espalda.

Bajó la vista, y al posar la mirada sobre la guarda de su espada, no pude negar las similitudes de aquella sombra y la guarda de acero con forma del cráneo de buey de su arma. Sin poder evitarlo miró de soslayo a ambos lados, con aquella extraña inquietud que sólo padecen los que acaban de cometer algún crimen imperdonable del cual se arrepienten de todo corazón.

Poco duro aquel sentimiento, pues la voz que tantas veces había oído a lo largo de su vida la reclamó por su nombre.

—¡Ivana!

Se giró, y observó como aquel viejo amigo se acercaba con amplias zancadas hasta ella. En su mano portaba un libro del que nunca se separaba, y cuyas páginas contenían la historia y profecías de Akarat. No puedo evitar sonreír, sabedora de que la siguiente lección estaba a punto de abordarla sin siquiera preguntar si era buen momento para…

Y entonces, en la lejanía, le pareció escuchar de nuevo aquella palabra. No estaba segura de si había sido real o un engaño de sus sentidos. Pero, de nuevo, el mismo nombre que todavía perduraba en su recuerdo resonó con claridad a lo largo y ancho del campamento.

—¡BUL-KATHOS!

Poco tardaron las campanas de alarma convocar a la defensa.

Ivana en aquel momento no era consciente de la magnitud de lo que estaba por venir, pero todo su mundo, y su vida, estaban a punto de cambiar para siempre.

Pues en aquel instante la furia y crueldad de la guerra había retornado una vez más a Ked Bardu, y con ellas había dado comienzo un nuevo acto.

Esta publicación ha sido modificada el hace 2 meses 2 veces por LordToldingale

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LordToldingale
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La batalla los envolvió como una tempestad. Los bramidos de los combatientes se entremezclaban con los lamentos de los moribundos, mientras el entrechocar de las espadas y el silbar de las saetas se alzaban como salmos a la Muerte.

Ivana, en medio de aquella vorágine, desenvainó su espada en busca del primer enemigo que quisiera sentir el beso de su hoja. Pero en vez de un enemigo, lo que sus ojos vieron primero fue a su devoto compañero caer de rodillas. Aquel libro que aferraba con tanto celo cayó al suelo, entre el polvo. Una saeta asomaba de su garganta, y a su paso había dejado un orificio en la carne por el cual brotaba la sangre. El joven extendió su mano en dirección a Ivana, buscando en aquella a la que llamaba amiga una ayuda que de nada podía servirle ya.

Al siguiente instante cayó al suelo, muerto.

La mujer, sorprendida ante aquel inesperado giro del destino, no se dejó dominar por la creciente furia y el odio que ahora crecían dentro de ella como nunca antes había sentido. La disciplina y el rigor del férreo entrenamiento se impusieron sobre todas aquellas emociones y la locura en la que se había convertido su mundo. Así, con una agilidad más propia de una pantera que de un humano, Ivana se agachó justo a tiempo para evitar la flecha que volaba en busca de su cabeza. Se levantó, y corrió entre el caos, entre las tiendas en llamas, entre los combatientes y los cadáveres.

Ya nada podía hacer por él salvó luchar.

Fue al cruzar uno de los carromatos derribados cuando se encontró de frente con un colosal bárbaro. Aquel guerrero de pecho desnudo portaba cientos de cicatrices sobre su tez morena, a juego con las desgastadas botas de cuero y un vasto cinturón tachonado en hierro que sostenía un faldón de piel. En sus manos portaba un hacha, de cuya hoja mellada goteaba la sangre todavía caliente.

—Aquí termina tu camino.

Su voz era profunda, implacable. Su voz todavía resonaba en la memoria de Ivana al grito de Bul-Kathos.

El bárbaro lanzó un golpe lateral, buscando darle una muerte rápida a la muchacha que estaba en su camino. Pero Ivana, una vez más, dejó que sus instintos y su destreza marcial fueran las que decidieran su sino. Con un movimiento veloz hizo una finta hacia atrás, evadiendo a duras penas el mortal golpe de su enemigo. Apenas había recobrado el equilibrio cuando la patada del bárbaro la lanzó al suelo, a unos tres metros del lugar. El impacto le robó el aire de los pulmones, el dolor hizo presa de todo su cuerpo y, con el paso de los segundos, en aquella interminable lucha por volver a tomar aunque fuera la más mísera bocanada de oxígeno, el mundo se fue tornando en cientos de colores que gradualmente daban paso a la oscuridad de la inconsciencia.

En su boca sintió el sabor metálico de la sangre y la bilis. En su mente clamaba aquel único pensamiento que le ordenaba respirar y luchar. En su corazón bullía la determinación de sobrevivir.

Entonces, cuando estaba a punto de perder la consciencia, lo vio. Allí, entre la oscuridad, la figura de un enorme lobo negro de rostro descarnado, cuyo cadavérico y ensangrentado hueso tenía grabado símbolos extraños e ignotos. Pero lo que más atrajo su atención fueron sus ojos negros besados por un brillo infernal.

Entonces el aire retornó a sus pulmones como si el mismísimo sol abrasador hubiera entrado en ellos, la vitalidad inundó todo su cuerpo y la visión del hacha cayendo desde las alturas para segar su vida le devolvió la fuerza para empuñar una vez más el acero. De un solo golpe, sin saber muy bien cómo, desvió el fatídico envite. El entrechocar de los aceros resonó en rededor. Cuando se alzó, con la vista puesta en aquel formidable adversario, fue muy consciente de todo: de los enemigos que la rodeaban, de sus camaradas muertos o moribundos, de la inevitable derrota…

Pero ella los ignoró a pesar de percibirlo con plena claridad. Todo aquello tan sólo la distraería de lo que realmente importaba. El acero de su mano el resultaba cálido y familiar, y aquel que se alzaba ante ella le serviría para probar su valía. El bárbaro volvió a atacar, lanzando golpes rápidos y diestros, pero en cada lance, en cada movimiento, Ivana respondía con la misma rabia, con la misma pericia, con la misma indomable fuerza que su adversario.

Al final, como muchas veces acontece, la suerte decidió hacer acto de presencia. La joven trastabilló con una piedra, y el bárbaro alzó el hacha para darle fin al tiempo que por sus labios retumbaba un salvaje bramido. Desde el suelo, Ivana interpuso su espada entre el fatal golpe y ella, sabiendo que no habría salvación. Entonces, los ojos de aquel bárbaro que había llevado a su pueblo a la guerra fijaron su atención en el arma de Ivana: reconocía aquella guarda con forma de cráneo de buey forjada en hierro negro. Él intentó detener el avance de su hacha, pero era demasiado tarde; tan sólo pudo mermar la fuerza del golpe esperando que, así, no fuera mortal. Hacha y espada colisionaron. La primera fue rechazada, la segunda se quebró. El bárbaro profesó un mudo agradecimiento a Bul-Kathos.

Pero la hoja quebrada, todavía en la mano de Ivana, se lanzó mortífera en busca de su vida, clavándose en el pecho del guerrero hasta la empuñadura.

El hombre cayó al suelo. Moribundo, su mano se alzó, como si le diera la bienvenida a un igual. En su rostro había una extraña sonrisa.

Ivana, exhausta, estaba confusa. «¿Por qué sonreía? ¿Quién era aquel hombre?»

Los restantes miembros de la Tribu del Buey había formado un círculo alrededor de los dos combatientes. Ivana fue consciente de que todos la observaban.

Antes de que pudiera tomar de nuevo los restos de su espada del cuerpo inerte, sintió un seco golpe en su nuca. El voraz dolor de una intensa furia, y la impuesta paz de la inconsciencia, fueron su último recuerdo de aquella noche.


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