Una noche más se oculta bajo las barcas de la playa en busca de un cierto refugio. Suele hacerlo en la de su difunto padre, donde se ha improvisado un salón diminuto aunque en los días con mareas fuertes se le ha visto buscar refugio entre los cayucos arrimados al fondo de la playa, junto a la escalera de acceso al malecón. Las barcas de los marineros que pasan mucho tiempo en la arena, permanecen volcadas boca abajo, formando así una pequeña habitación aislada del exterior; hecho que ha sabido aprovechar con inteligencia.
Merodea todo el día por el puerto, resolviendo asuntos, haciendo faenillas y con la energía de quien quiere seguir adelante de algún modo.
Es de las que se tragaron en su día que cualquier momento es superable con buenas intenciones. No vive en el mejor país pero al menos puedes pensar (Aunque sea falso), que con sudor, corazón, talante y una sonrisa se le abrirán algún día todas las puertas, así que cada mañana, encogida como un vietnamita en su galería bajo tierra, se adecenta lo más prolijamente posible y emerge del hueco entre la arena y la barca para fundirse entre los trabajadores de primera hora de la mañana. Después de un largo día estibando, limpiando, atendiendo mesas y haciendo recados, se pone el traje de baño. Ese momento del día en que la playa empieza a vaciarse y las barcas están en su sitio, es el que aprovechaba para que la salitre de la marea disuelva su sudor, el yodo sane sus heridas y la brisa despeje sus pulmones.
Ha sido una vida dura con intervalos de felicidad. Sin embargo, la playa se ha hecho cada vez más famosa y el entorno evoluciona con más rapidez que su economía. Cada vez más casas, más locales que no puede alquilar sin perder la querida barca de su padre. Los vecinos que la conocen y protegen desde su muerte, cada vez son menos. Era de esperar que empezasen a darse situaciones incómodas al enfrentar a los nuevos habitantes con su modo de vida.
No llama la atención. No es especialmente molesta para el entorno que la vio crecer. Al menos no más que las jaurías de turistas borrachos que arman escándalo casi todas las noches. Pusieron nuevos guardias que no paran de molestarla y tratarla como una vulgar mendiga, guardias que hacen oídos sordos a los desórdenes de los nuevos visitantes. Las familias de marineros se vieron mermadas cuando tuvieron que vender sus casas.
Por suerte o por desgracia de la economía, el ayuntamiento permite que las barcas permanezcan en la orilla como reclamo para el turismo. Como legalmente es la propietaria de una de ellas, no pueden echarla de allí pero la vida se le ha puesto de espaldas con el progreso.
Ahora piensa en que ese ya no es su sitio y ha desarrollado una cierta hostilidad hacia su nuevo entorno, donde lo único que soporta las embestidas del cambio, es el horizonte. Los baños del final del día los ve ahora como una incómoda obligación porque siempre encuentra a alguien paseando que susurre a sus espaldas.
Hoy es su cumpleaños. En uno de los bares donde ayuda a hacer el cierre, le regalaron un nuevo teléfono móvil entre todos para que al menos pueda ver algo de internet en su tiempo libre. Encogida entre la arena y las tablas de la barca, riendo con vídeos de gatitos torpes, siente que está un poco más aislada del exterior. Disfruta riendo a carcajadas dentro de su cascarón hasta que sobre las tablas empiezan a repicar varios chorros de meados.
Un grupo de turistas borrachos han visto algo de luz bajo la barca y al acercarse oyeron las risas y procedieron en silencio como si fuese una gran idea acosar a alguien en la intimidad de su casa en medio de la noche. Al sonar el primer ¡Hijosdeputa!, rompen a reír sin parar de mear.
Son seis borrachos enormes que cantan un extraño imno y saltan sobre las tablas embarradas con arena, salitre y orina. Ahora intentan levantar la barca entre todos sin reparar en los anclajes ocultos bajo la arena. Cantan alto para apagar las quejas de la muchacha que intenta contactar en vano con la policía. Llama una y otra vez pero no contestan.
Los vecinos cierran las persianas cuando los salvajes empiezan a escarbar la arena empapada de orina de cerveza. Intentan agarrar los pies de la muchacha que se esconde debajo y grita encolerizada.
La mañana amanece con todas las barcas carbonizadas y bajo la suya un cuerpo ennegrecido por el calor de las llamas. Al remover entre los restos de las otras barcas, se ha encontrado a los otros cinco borrachos, tan muertos y chamuscados como su compatriota.
Los vecinos no han visto nada, nadie conoce a la chica, tan solo el recuerdo de que alguna vez fue un barrio marinero.
Durante aquella época de la que solo los más viejos se acuerdan, unas pocas familias poblaron de apellidos las primeras calles formadas en la zona del puerto. Todas familias marineras. Artiles, Caraballo, Expósitos, Santaneros, vieron nacer entre las escamas, a los barrios de Arenales y la Isleta, con su mítica calle de El Faro y Las Coloradas, que compartía el espacio con la playa de El Confital. En esos años, al subir la marea, el conjunto de los pobladores de La Isleta quedaba separado del resto de la isla pues el agua del Atlántico cubría por completo las playas de Las Canteras y Alcaravaneras, ambos lados del itsmo que lo unía todo.
Eran tiempos de relativa escasez con intervalos de abundancia que arreglaban malas campañas o nasas rotas. Los golpes de suerte venían cuando el cambullón ofrecía luctuosas oportunidades desde las tierras de ultramar, además de las estaciones de pesca de calamar sahariano o para el canto de la morena, que siempre se daban bien. Esos eran momentos en los que podíamos decir que al menos había para un sancocho en cada casa.
Existía por esos lares, arrimados contra las rocas, una familia de la que a día de hoy, aún no se conoce el origen. Incluso el apellido era foráneo: Flagg. Los únicos que poseían cantidad de hueva o mojama de altísima calidad para el comercio. Nadie sabía de dónde sacaban el material. Lo que sí resultaba evidente era el monopolio de un producto que por caro, tenía una demanda tan escasa y selecta que sólo lo compraban los capitanes de los barcos y algunas autoridades portuarias. El padre y sus tres hijos solían merodear por entre los cascos en medio de la noche con zurrones cargados de pencas de hueva seca de varios tipos.
Si algún vigía los oteaba merodeando, llamaba su atención con ráfagas de luz y el padre se dirigía a él fuese cual fuese el idioma. Los hablaba todos y en menos de media hora ya estaban de vuelta a su diminuta casa-cueva de la Isleta donde, se dice que esperaba paciente la mater familis haciendo las labores del hogar.
El resto de los cambulloneros estaban locos por meterles mano porque no tenían credencial para comprar con licencia en los barcos pero, ellos no compraban. Tan solo vendían sus frutos del mar y volvían cargados de divisas que se cree que guardaban celosamente entre las galerías de su casa.
Nadie sabía en qué podían estar gastando el dinero. Ni siquiera si lo gastaban o acumulaban como dragones de mar en el interior de su agujero; No gastaban en ropa nueva. Eso era seguro. Tampoco en médicos ni compraban pan en los bochinches. Solo ron y queso.
Por las cantidades de ron que compraban se diría que la familia entera pasaba el día borracha y sin embargo ninguno dio señales nunca de haber probado el alcohol. Vivían de lo que obtenían pescando en la costa y en los pequeños jameos que pudieran haber perforado en el interior de su cueva, tan cerca de la marea que cuando subía, salir de allí se convertía en un intento de suicidio.
Los Flagg no gozaban de grandes simpatías y debieron notarlo porque cuando un grupo de cambulloneros se armaron de valor etílico para plantearles cara a cara sus demandas (y de paso sus recelos), no pudieron encontrarlos.
Según contó el único en salir con vida de ese lugar, —de casa solo tenía la puerta. — no había cama alguna, ni dormitorios, ni cocina, aseos, nada. Ni siquiera un misero cuchillo. Tan solo galerías que se ramificaban en todas direcciones. Llenas de humedad y paredes pobladas de algas, conchas, cangrejos y larvas de todo tipo. La cueva podría parecer deshabitada desde hace años de no ser por los restos de varias morenas despedazados sobre una losa redonda y pulida por el paso de las mareas.
Después de perderse varias veces en busca de algún miembro de la familia o, en su defecto, sus divisas, resolvieron abandonar el lugar pero ya era demasiado tarde. La marea había subido demasiado.
—Si esos tramposos pueden hacerlo, nosotros también. —dijo el más borracho de todos— Nosotros nacimos aquí y ellos no.
Algunos salieron con decisión para terminar reventándose contra las rocas y cayendo al agua salada. El resto quiso huir galería adentro. Intentaron con torpeza ganar espacio al agua pero la mala fortuna quiso que la totalidad de las galerías, con la salvedad de un pequeño boquete en un techo de roca volcánica por donde un hilo de aire que se filtraba por la presión de las olas, mantuvo con vida durante horas a un jovencísimo Juanero Expósito. Ese día acompañaba a su padre por si podía colocar alguna piña con el fragor de la discusión.
El pobre muchacho tuvo que comerse las ansias de venganza cuando aún convaleciente y todos los barrios vestidos de negro, fue informado de que la familia estaba rondando otra vez por las calles. Su padre y sus amigos habían muerto y ellos seguían vivos, tan siniestros como siempre.
El arrebato de intenciones asesinas del grupo de comerciantes borrachos debía permanecer en secreto porque, las cosas que pasaban en el puerto debían quedarse en el puerto. Tanto es así que, cuando las autoridades de Las Palmas percibieron la repentina libertad de plazas para el cambullón, no quisieron ni preguntar qué pudo haber pasado en ese otro mundo que era La Isleta de los años veinte.
Un buen día, la familia Flagg dejó de rondar por los muelles. Pudieron haber embarcado en uno de tantos cargueros de nombre incomprensible que compraban sus viandas, salir ocultos en la oscuridad de alguna bajamar nocturna para ocultarse en las montañas, pudieron salir nadando para terminar zambuyéndose en las profundidades del océano. Hay quien dice que justo a tiempo para no tener que explicar porqué ninguno de sus componentes experimentaba el paso de los años en su cuerpo o su rostro. Lo que es seguro es que esa extraña familia de cabellos grasos y ropas raídas, sin hacer nada más aparte de lo suyo, terminó cambiando la historia y costumbres del lugar.
Desde entonces, de manera instintiva los habitantes del puerto de La Luz siempre han desconfiado de los comerciantes de mojama y, hasta que el cuartel de Las Coloradas se adjudicó para sí el camino de entrada a la casa cueva de los Flagg, nunca un isletero volvió a pisar jamás, la desde entonces conocida como Costa del Cambullón.
El perro pensaba
Pensaba que ojalá
El mundo fuera Perrilandia
No tener que trabajar
Y no necesitar nada
Que si comes, bien
Que si no comes, enflacas
Distraído en el malecón
Mirando a los dos patas
Muchos de ellos había que no
Y algunos otros que brillaban
Con la luz del gran perro Dios
Pero ni cuenta se daban.
Etimología de Canarias: Islas Canarias, el origen de sus nombres - Canarias Confidencial
Porque no existe testimonio alguno, ni siquiera un millón de ellos coincidentes en un mismo punto que, de por sí, entre todos constituyan una sola prueba fiable.
Roque Ignacio Artiles
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A día de hoy aún, no se sabe a qué son debidas las contadas veces que se dice haber visto en nuestras aguas a la isla de San Borondón. Debe su nombre al nombre que en su día le dieron los ingleses durante sus contantes navegares por el atlántico canario. St. Brandán: La “Non trubada”, La Inaccesible, La Isla Fugitiva, tenía la mala costumbre aparecer y desaparecer ante la vista de los marineros y no tan marineros.
Fue tan intensa la huella de su leyenda que en el tratado de Alcaçovas, suscrito entre España y Portugal en mil cuatrocientos setenta y nueve, dejaba bien claro que dicha isla pertenecía a las Islas Canarias.
Todo el mundo conocía alguien a quien el destino dio como compañía repentina, la silueta azul oscura de San Borondón observando desde el horizonte. Las parejas de enamorados se sientan al borde de los acantilados fantaseando con cómo podrá ser tal prodigio, qué maravillas esconderá tan maravilloso lugar.
Una mañana de mil novecientos sesenta y nueve, amaneció soleada al punto de atraer bañistas con la facilidad con la que un jubilado atrae palomas en el parque. El agua estaba calmada y entre los murmullos recurrentes, salió varias veces el tema del hombre en la luna. Esa mañana nadie pensó en la isla fantasma hasta que no se alzó una oscura silueta en el horizonte de la playa de Las Canteras.
La incredulidad de un principio se tornó en expectación cuando hasta los más experimentados marineros aseguraron que podría ser San Borondón. En pocos minutos, la orilla de la marea se había llenado de curiosos, otros metieron sus cámaras en bolsas y nadaron como pudieron hasta la Barra, una barrera de piedra natural a varios cientos de metros frente a la playa, para poder presenciar el fenómeno más cerca.
Se hicieron cientos de tomas con cámaras Polaroid en las que, según el ángulo en que fuese tomada la foto, realmente parecía crecer por momentos.
Las primeras barcas se echaron al agua casi de inmediato. Los marineros a bordo le cantaban canciones al bulto. Canciones ancestrales donde el sentido de las frases quedaba colgando por antiquísimas palabras ya en desuso. Canciones que los llenaban de contento y aumentaban la satisfacción de saberse pioneros en el descubrimiento de una nueva tierra.
Se convirtieron en pequeños puntos bamboleantes que se balanceaban al alejarse. ¿Seguirían cantando entonces? Quién sabe…
Las embarcaciones parecieron fundirse con la silueta en el horizonte cuando el cielo se cubrió de una orgía de nubes blancas, grises y negras hasta que el cielo se opacó tapando el sol.
Entonces la isla cambió. El primer murmullo colectivo ocurrió cuando pareció moverse en un ligero espasmo.
—¿Lo has visto?—Se preguntaban unos a otros.
Le siguieron muchos murmullos y conjeturas pero la playa se llenó de gritos cuando al crecer varias veces su tamaño, perdió de golpe su forma de montañita para adoptar la de un enorme bulto que se extendía y alargaba cada vez más en dirección al cielo.
—¡Manolo! —Gritó desesperada la mujer de uno de los marineros.
El bulto siguió creciendo hasta hacer emerger del agua la cabeza de un gigantesco tentáculo, que no paraba de subir y subir hasta ocultarse entre las nubes, volvió a bajar en un arco donde un extremo emergía por el horizonte de La Puntilla, y se ocultaba en las aguas detrás de la montaña de Gáldar para volver a ocultarse en el atlántico.
El agua desplazada anegó las principales calles de la capital y muchas casas de Los arenales, tuvieron que ser desalojadas por el estado de sus cimientos tras la inundación.
Todo aquel que ese día estuvo en las cercanías del puerto de la luz pudo presenciar el suceso. No obstante, las noticias lo trataron como una suerte de histeria colectiva. Dedicaron tantas horas a repetirlo que, a día de hoy, reconocer siquiera haber estado allí es una idea de locos. Cosas de borrachos marigüanaos.
Aún así, ciertas cosas no se pueden esconder. Solo hace falta mirar a los ojos de los más viejos del lugar para saber que en el fondo vieron algo que cambió su semblante para siempre dando así ese carácter que tanto diferencia del resto a los marineros del Puerto de la luz.
Cuando era joven, lo normal durante los fines de semana era reunirnos en los lugares a los que podíamos llamar, con movimiento. Fiestas de barrios o pueblos. Cada semana, uno distinto y en cada fiesta, una monumental verbena llena de luces, olores dulces y tostados flotando alrededor, mezclándose con las asfixiantes esencias de vainilla, que algunas usaban con avidez psicótica.
Solíamos disfrutar de la música y el ambiente para compartirlo días más tarde con el vecindario.
Por supuesto, cuando se reúne mucha gente en un mismo sitio y metes el alcohol y las drogas en la ecuación, siempre te puedes llevar una pequeña sorpresa. No era común pero cabía esa posibilidad. Eso sí, claro está, si la fiesta no se celebraba en un lugar como el puerto de Gran Canaria: donde la población local convive con marineros de todas partes del planeta, comerciantes en decenas de idiomas y un turismo permanente, propiciado por el buen clima y los bajos precios de la cerveza.
Cada noche que uno salía por las calles del puerto, el parque de Santa Catalina, Ripoche, Joaquín Costa o la propia avenida de Las Canteras, tenía la oportunidad de encontrarse inmerso en una situación conflictiva pero esa noche se celebraba la fiesta de las mareas del Carmen, se preveía alta afluencia e intensificaron los sistemas de seguridad ciudadana. Por eso accedí a moverme hasta allí. Como mucho, cambiaría el olor a vainilla por el del coco de los bronceadores.
Hay que reconocer que la marea llevaba varios días picada por el viento del norte. Aunque no lo crean, el viento del norte enloquece a la gente. A mi parecer, algo del océano flotaba en el ambiente y nos estaba afectando. La salitre, el viento, el canto de la morena...
La cosa es que un turista me atacó.
Cuando lo tuve encima estuve a punto de soltarle la pota. Se había revolcado en un estercolero en pelotas para cenárselo entero y después vestirse con la ropa de un muerto. Así olía el cabrón.
No paraba de lanzar cabezazos. Borracho como estaba, ni siquiera se molestaba en poner la frente delante. Su asquerosa cara llena de chorretones, heridas abiertas y granos reventados llegó a conectarme en un par de ocasiones en las que creí que me quedaría pegado a su piel.
El muy hijo de mil putas me agarró por sorpresa al cruzar la calle; primero me vomitó en el cuello y los tropezones de lo que coño quiera que hubiese comido, se me colaron por el cuello de la camisa empapando mi espalda de inmediato; cuando quise darme la vuelta ya estaba arrojando su cuerpo grasiento sobre mí.
Quería morderme la cara, ¡joder!
Los dos caímos sobre el asfalto. Él encima de mí. Saqué rápido mis brazos de debajo de su cuerpo para protegerme y me pelé los codos contra la carretera en el intento. Sentí cómo me ardía el rostro en menos de un segundo. Me asaltaron las náuseas cuando quise coger aire y el hedor de sus sobacos se me metió en la boca.
Por fin pude agárrarlo. Le hinqué dos dedos por la nariz, tirando de su cara hacia arriba para, con la otra mano, hacer presa contra la mandíbula , agarrando con su boca abierta y de un puñado, una barbilla a medio afeitar, una fila de dientes temblando por dentro y la lengua que, al tirar hacia abajo, terminó desprendiendo un buen trozo de carne.
El borracho, del dolor, se dio así la vuelta él solito y entonces me tocó a mí. Me ardían los brazos y los codos, la cara por el roce de su barba sucia y rala, las tripas, la garganta, por haberme tragado hasta el fondo su aroma a basura retestinada con vomitona de ron con miel. Le empujé el cráneo y sin soltar ni su nariz ni su mandíbula ya desencajada, restregué su cogote contra las piedras del alquitrán gastado de la avenida. La derrapada de sangre y pelos quedó perfectamente enmarcada sobre una de las franjas del paso de peatones. Su boca se empezó a llenar de la sangre de su puta lengua mientras daba bandazos sin fuerzas con los brazos.
Mucha gente se paró alrededor creyendo que disfrutaba de una buena dosis de violencia gratuita, sonreían con mirada maliciosa y bocas entreabiertas con cada restregón, buscando un éxtasis morboso hasta que el asco me hizo vomitar directamente en su boca, aún abierta a la fuerza y presionada contra el suelo. Entonces todos empezaron a chillar horrorizados, muchos vomitaron a su vez por solidaridad con la situación y no es de extrañar pues, las gambas de mi cena se le colaron hasta por las orejas, y los cubatas burbujeaban mezclados con los restos del filete en el fondo de su garganta.
Si es que ya me decía mi madre que masticase bien la comida.
Después de eso, por instinto corrí hasta la orilla de la marea para tirarme de cabeza y que el yodo y la sal, limpiasen y curasen mi cuerpo mancillado por un guiri hediondo y borracho.
El mar me abrazó de repente con olas que me desnudaron con cada embate. La sal hizo arder mis heridas y desde la avenida, algunos de los que vieron la escena comenzaron a seguir mi ejemplo y meterse en el agua.
Fue algo… algo… desde entonces no puedo pasar ni un día sin meterme en el mar. Mi mar. Lo tengo comprobado.
Hay algo extraño en las aguas del Puerto de la Luz
Porque todos guardamos cadáveres en el armario
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Hay quien dice que toda buena historia, necesita al menos algún aspecto protagonista: Una persona, una familia, un edificio, un lugar… eso dicen algunos que saben. Poco conozco yo de esas cosas aparte de que ésta, podría ser una simple anécdota. Aquí lo realmente interesante es la combinación de las personas y el lugar donde se desarrolla, así como el contexto que los rodea.
Ocurrió en uno de los bloques de apartamentos más viejos de la calle El Faro. Antes de que las guaguas hiciesen una ruta por ahí. Por esas calles convivían los vecinos de La Isleta envueltos en sus quehaceres del día a día y la puerta de entrada estaba, como a día de hoy, junto al bar Mojo Picón. Casi puerta con puerta. Sin ir más lejos, el almacén del local, compartía espacio con el cuarto de contadores que ocupaban la mitad de los sótanos del edificio. La otra mitad eran casas con ventanas al patio interior.
La calle es empinada como el rabo del demonio. Cuando uno entra por la puerta principal, le recibe un pasillo amplio que termina en la cristalera de acceso al patio. Esa era, en aquel entonces, la única entrada para todas las viviendas de la finca. A ambos lados del pasillo, dos puertas daban acceso a la mitad de las viviendas y al otro lado del patio, el resto de los cuarenta y cinco apartamentos que, para el primer cuarto de la década de los ochenta, ya venían necesitando unos pocos parches de cemento.
Hacía menos de un año, la misteriosa mano del destino acuchilló el vientre de un petrolero a pocos kilómetros de la costa Este de Gran Canaria, llenando de "piche" el litoral. Las mercancías seguían llegando al puerto, los mercados seguían abastecidos pero la pesca de bajura se fue a la mierda durante un tiempo. Mucha gente de la zona, que subsistía con el comercio de lapas, pulpos y otros frutos del mar, con las manos vacías, sumidos en la frustración de no saber qué hacer para seguir adelante, decidieron llenarlas con vasos de ron tibio rebajado con agua de Firgas. Pasaban las tardes apestando a alcohol, inventando planes dentro de otros planes para ganar cuatro duros.
Yo aún no lo sabía pero se acercaban tiempos oscuros.
Un buen día, en el patio del interior del edificio, a un vecino se le ocurrió montar una tabla sobre dos burras y vender las cuatro papas que había podido escamotear en los terrenos de la Cícer. Otro le pidió un hueco para poder exponer cuatro garrafas llenas de tunos. En pocas semanas, las madres del edificio supieron organizarse para que cada ventana de acceso al patio ofreciese algún producto de consumo básico mientras sus maridos deambulaban por el puerto buscando “bisnes” con sus conocidos del cambullón. La escalera de acceso servía a su vez como expositor de productos de aseo, telas de ultramar y excedentes o pérdidas en camiones de Galerías Preciados.
Así algunos pudieron capear el temporal. Otros, por desgracia, no. Miraban entrar y salir caras satisfechas mientras se acodaban en la barra del Mojo Picón. Se lamentaban de trapicheos mal tratados y, borrachos como cubas, hervían de rabia por dentro cuando tenían que pedir fiado a la mujer de su vecino.
La economía de la zona se resentía cada vez más excepto, por supuesto, la del bloque en cuestión que a pesar de seguir en pie aún a día de hoy, una mala noche puso en peligro la vida de todos sus ocupantes por un incendio en el almacén del bar.
Los vecinos corrieron al patio para intentar refugiarse de las llamas que invadieron la única vía de acceso pero algunos, de hecho la mayor parte de los que dormían en el Bajo, murieron asfixiados por el humo. Los sacaron cubiertos de hollín en siniestra procesión hasta el paseo del Confital. Todos sabíamos que fuese cual fuese el recuento, las calles de La Isleta verían morir esa noche y en silencio a un buen puñado de borrachos celosos.
Porque si algo se sabía en esa época, es que La Isleta, en cuestiones de justicia, resolvía sola sus asuntos. No podías esconder nada de la estrecha red que sus vecinos crearon durante generaciones. Los culpables lo fueron por decisión popular y el dueño del Mojo Picón alcanzó a correr lo suficiente para poder mandar una postal a su prima pidiendo perdón desde Venezuela.
No sé si podría considerarse una buena historia, ni siquiera de si cumple los cánones establecidos para que así lo sea; ya he dicho que yo no soy persona que sepa de esas cosas. Tan sólo sé que esa noche pude escapar perdiendo a madre y hermanas entre tosidos y humo sin apenas darme cuenta de qué estaba pasando. También sé que la noche siguiente lanzaba, consciente de lo que hacía, el cuerpo sin vida de mi padre al mar junto a otros cuatro indeseables más.
Muchas cosas han pasado desde entonces. Cambió el puerto, cambiaron sus gentes y casi todos nos fuimos de allí pero, algo quedó en los que vivimos esa triste etapa de nuestra historia. Al visitar con fingida nostalgia las calles de nuestra infancia, evitamos dirigir la vista hacia algunas esquinas, donde los espectros del pasado parecen seguir pidiendo perdón a través del tiempo.
Espero maestro,
que sepas perdonarme
por lo largo de éste texto.
Llo
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Llegó el momento en el que el turismo empezó a consolidarse como una actividad económica más en la que tiempo después, sería llamada la mejor playa urbana del mundo. La zona se llenó de terrazas con cafés, músicos callejeros, putas y rateros de todos los colores. Me olvido de un entretenimiento que quizá sea el más importante: los personajes.
Entre las gentes que merodeaban de la calle Ripoche a La Naval, encontrábamos prácticamente todos los días a Lolita Pluma, llamada así por el apodo que pusieron a su familia en la ciudad de Arucas de la que era oriunda, por ser ésta, una de las pocas que sabía escribir con tan ilustre instrumento.
Lolita, que empezaba a acentuar en su rostro los estragos de la vida callejera, se pasaba la mayor parte del tiempo en los alrededores del parque de Santa Catalina donde, maquillada con la exageración de un esperpento, combinado con el atuendo de una niña de cuarenta y pico años, vendía chicles, fósforos y golosinas a los turistas que llegaban a Gran Canaria desde todas partes del mundo.
Amaba con locura a todos los gatos que encontraba y si por algo llamaba la atención, además de por su apariencia, era por la manada de felinos de los que cuidaba en todo momento. Como supondrán, era una mujer especial que terminó siendo querida por todo el mundo.
Quizá por ese mismo amor a los gatos, quizá por el hervor de su distorsionado instinto maternal, terminó haciendo muy buenas migas con Valentina.
También era de esas personas especiales que merodeaban desde siempre por la zona. Sus padres murieron siendo ella muy joven y la dejaron sola, sorda y algo más que despistada en el mundo.
Al principio, los vecinos de todo el barrio cuidaban de ella en la medida de sus posibilidades. Todos la visitaban y entraban sin llamar con la excusa de ayudarle a reparar alguna luz o traerle un caldero de comida. Era como la mascota que poco a poco se iba haciendo mayor, hasta que una de esas visitas la preñó.
No tardó en notarse un prominente bulto en su vientre. Cuando las vecinas le preguntaban, ella no sabía qué, ni cómo contestar. Solo lloraba desconsolada porque sabía que la habían metido en un problema.
Dejaron de venir a visitarla justo en el momento en que más lo necesitaba. Quién sabe cuál de sus maridos o hijos podría ser el padre de la criatura. Por eso, cuando el hambre terminaba ganando la batalla, tenía que salir a merodear en busca de algo que la aliviase.
Ambas se conocieron en el echadero de los gatos. Valentina, a pesar de necesitar nutrirse por dos, ya se había hinchado de comer pella salada con cebolla y compartía un chusco de pan bizcochado con las crías.
Desde ese día hasta el momento del parto, Lolita se preocupó con todo el desparpajo que pudiese desplegar, de poner en ridículo ante toda la plaza a todo aquel que intentase hacerle nada raro a la niña porque, aunque ambas tuviesen una forma extravagante de relación con su entorno, Lolita no era tonta. Llevaba mucho tiempo callejeando y se conocía el lenguaje no escrito de la zona. Podía ver en la forma de mirar de algunas, la expectación por saber a quién se iba a parecer la criatura. Cuando volvía de camino a su casa, podía notar la atención de las vecinas. Insultos que se pensaban con tal intensidad que la niña, sorda y tonta como estaba, podía sentir la mala vibración en el ambiente cuando se cruzaba con según quién. Por supuesto, los hombres nunca dijeron nada aunque al notarse el embarazo, no quedó ni uno que se le ofreciese a reparar un grifo.
De todas formas Valentina se sentía feliz porque Lolita pluma le había explicado lo que iba a pasar. Se lo dijo a su manera, usando los gatos como ejemplo, cosa que le encantó desde el principio. Se vio a sí misma como una orgullosa madre paseando a su bebé del mismo modo que su madre lo hacía con ella de pequeña. Lloraba de emoción cuando alguna turista empujaba uno de esos estilosos carros con adornos, como si fuesen el envoltorio del maravilloso bebé que llevaban dentro.
Su barriga crecía con el paso de los días y al ritmo que la ilusión infantil que todo esto le generaba. Lolita había ahorrado durante el último mes, escatimando de las ganancias que le sacaba a los guiris, para poder comprar una preciosa mantita de punto con que abrigar al bebé; había conseguido también de algunos de los establecimientos cercanos, que colaborasen en poner un poco de su parte para hacerle una fiesta entre los pocos amigos que aún le pudiesen guardar simpatía a la pequeña Valentina.
En total, serían unas cinco personas alrededor de una mesa con un pastelito en medio. Algo con mucho color que pudiera recordar con el paso del tiempo.
Una semana antes de la fecha en que estaba previsto el parto, los planes cambiaron de repente.
La mañana se levantaba con Santa Catalina llena de gente disfrutando del sol sabrosón. Lolita Pluma increpaba a un marinero que acusaba falta de dinero para no tener que comprar los chicles de la extravagante mujer.
—AAAh, pero para gastarte las perras en ron y cigarros, sí tienes. ¡Que vienes hediendo a Kruger¡
Después de tamaña contestación, Lolita esperó una carcajada generalizada de los que allí se encontraban. En su lugar escuchó un grito de terror y un murmullo acompañándolo.
Valentina acababa de aparecer doblando la esquina, agarrando su tripa con la mano que no llevaba colgando. Llamaba con bramidos incomprensibles a su amiga en la distancia, con la cara hinchada y llena de arañazos. El vestido completamente estampado de rojo sangre, se pegaba a una figura torturada con crueldad.
—¡Mi gatita! —gritó desesperada Lolita mientras dejaba caer la caja de los chicles al suelo— ¡No me la toquen! ¡Que ni el viento la toque! —volvió a gritar con rabia.
La pobre chiquilla pasó la siguiente noche en una cama segura que Lolita Pluma tenía controlada por la zona. Removió cielo y tierra para encontrar algún médico que la atendiese pero por mucho que ese día se hizo, la mañana siguiente amaneció con el cadáver de la hija de Valentina azuleando sobre su regazo.
El sol vio salir a Lolita sin maquillaje por primera vez en mucho tiempo. Quería dejar sola a la niña porque al ver el rastro de sus heridas se le trababa la garganta. Valentina, sin embargo, quería enseñar el mar a su hija, Que el sol le diese en el rostro y darle la oportunidad de jugar con los gatitos.
Al verla, los vecinos compungidos intentaron quitarle el cadáver de los brazos y llevarla a un hospital pero ella invertía todas sus fuerzas en desasirse de todos ellos y apartarse donde no pudieran molestarla. Así se sentó en la orilla de Los Lisos, agotada, viendo como bajaba poco a poco la marea y dejaba a la vista las piedras. Volvía a abrazar el cuerpo de su niña cuando lolita se sentó a su lado sobre la arena mojada. Sin decir nada. Para hacerle saber que estaba allí.
Valentina apoyó su sien sobre el brazo de Lolita. Ella, le puso el brazo sobre los hombros solo para descubrir que se había quedado rígida, fría, muerta y en silencio. Entonces, Lolita comenzó a llorar por las tres poniendo su otra mano sobre el cuerpecito del bebé que en ese momento agarró su dedo y rompió a llorar con la fuerza de un guache.
Después de llevarla al hospital, destinaron a Esperanza en la Casa del Niño, a pocos metros de la avenida de Las Canteras, justo frente a las piedras de Los Lisos. Permaneció ahí hasta que el edificio se convirtió en la Escuela de Artes y Oficios de Gran Canaria, donde a los pocos años volvió a entrar como docente de escultura e historiadora oficial de los barrios bañados por la marea que la vio nacer.
Hoy, sus cenizas descansan mezcladas con la tierra del huerto social sito en el solar de lo que un día fue su hogar y junto a la valla de acceso, un mármol con la inscripción:
“A Valentina: gracias por este soplo de Esperanza”
¿Me conoces, mascarita?
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Cuando a lo largo del mundo se habla del carnaval salen nombres como las máscaras de Venecia, Los pasacalles de Río de Janeiro o Cadiz, con sus alegres chirigotas. ¿Acaso no sería pecado dejar de nombrar a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria que lo tiene todo?
Durante semanas, el Puerto de la Luz se llena de pasacalles donde cientos de miles de personas se disfrazan día y noche, dando rienda suelta a los roles que tienen escondidos durante el resto del año. Cualquiera puede, si así lo desea, bailar durante varios días sin parar y, como decimos nosotros, vasilar como un purpo.
Por eso, aunque la fiesta se dé durante el primer trimestre del año, en junio, las asociaciones de vecinos en los barrios de toda la isla, empiezan con los ensayos de la murga.
Son archiconocidas las de Los Totorotas, Los Cañadulce, Los nietos de Kika, Chancletas, Serenquenquenes, Hijos de Caín y otras tantas, vividas durante todo el año con la expectación de la final del mundial de fútbol. Fue una sorpresa que ese año apareciese en las listas un nuevo nombre, tan raro, que llamó en seguida la atención de los fanáticos.
Se llamaban Los Acólitos de la Cofradía de la Frontera y decían venir del Confital. Un terreno baldío que se deja azotar por la brisa (a veces viento) del Atlántico. Desde que instalaron el cuartel Canarias 50 de infantería al otro lado de la montaña, tiraron las chabolas y vallaron la mayor parte del recinto, allí no vivía nadie. Preguntamos en Las Coloradas, el barrio que corona la Isleta y limítrofe con el cuartel, si por allí conocían a alguien que perteneciese a esa murga. Ni ahí ni en ningún otro lugar de la zona del puerto pudimos encontrar a un solo componente.
Al preguntar en la asociación murguera nos dijeron que la inscripción se realizó correctamente. Pagaron por giro postal y cedieron una lista de dieciséis participantes de los que no conocimos a ninguno. Como para conocer a alguien. Tenían nombres extranjeros. No acertamos a dar con el país en concreto.
Nos centramos como cada año, o quizá más, en sacar adelante nuestras canciones con letras cada vez más mordaces y redobles de tambor dignos de la mejor de las batucadas.
Por detrás, en las quedadas después de los ensayos siempre salía a relucir el tema del nuevo grupo. Incluso una de las agrupaciones los incluyó en sus letras como bienvenida.
Así, pasaron todas las fases legales, para ganarse el derecho a una pequeña parcela de tiempo en el escenario de Santa Catalina. Serían últimos ante los ojos de más de cien mil personas.
Llegó el día; cientos de disfraces coloridos abarrotaban los bastidores del escenario y el museo de las Ciencias sobre el que se apoyaba. Apestaba a alcohol, nerviosismo, algodón de azúcar, tollo de pulpo seco y toneladas de calco. Los que iban actuando, se apresuraban en recoger las cosas y aún con el traje puesto, se fundían con la multitud para disfrutar en condiciones del espectáculo.
Cada actuación era más original y armoniosa que la anterior. Ritmos muy pulidos, muy fiesteros y animados que nos hacían discutir borrachos sobre cuál se merecía el premio a la mejor murga del Carnaval.
Con la emoción del momento nos cogió por sorpresa el anuncio de Los acólitos de La Cofradía de la Frontera. Parecía imposible pero el parque quedó en total silencio cuando se deslizaron por el escenario, los dieciséis componentes del grupo. Sin plan de luces bastó un solo par de focos recortando la silueta de sus túnicas desde ambos lados para dar ambiente. Según anunció el presentador, insistieron en retirar los micros. Querían cantar a pelo para mil centenares de personas en un parque enorme al aire libre y lleno de borrachos. ¿Qué clase de suicidio era ese?
—¿Acaso se lo están tomando en broma? —oí preguntar antes del siseo generalizado pidiendo silencio.
Se adelantaron dos de ellos. Solo un par de pasos y con el rostro tan cubierto por sus capuchas como el resto de sus compañeros. La bruma les envolvió los pies justo antes de empezar a cantar.
Hasta los guiris guardaron silencio. Todo el mundo quería conocer su arma secreta… hasta que esos dos dieron el primer tono.
Desplegaron un vozarrón que empujó la niebla con fuerza por todo el lugar. Olía a cuando la playa se llena de sebo y se asfixian los peces. La niebla no venía de la máquina de humos. Esos dos se bastaron para ensordecer sin micros a todos los que allí se encontraban, con frases cantadas en gorgoteos polifónicos. Repetían cuatro palabras que a día de hoy aún no sabría repetir.
Nos cogió por sorpresa. Sé que muchos querían exclamar y expresar su maravilla ante el inicio de la actuación pero permanecimos congelados.
Entonces se unieron al canto otros cuatro encapuchados más. Las palabras eran las mismas pero variaban tono y tempo en perfecta armonía. Se me erizó la piel cuando una exclamación de júbilo por parte del público nos arrancó a bailar al ritmo de ese cántico desconocido.
Se unió el resto y cantaron al son de un cannon. Era mejor que el Drum & Base, el techno o el Beatboxing. Molaba demasiado como para no bailar.
LLegado el momento callaron cortando el tempo de golpe, llamando la atención hacia el escenario donde pudimos ver el brillo verdoso que asomó bajo sus capuchas. Sacaron por primera vez las manos para representar una profundísima escalada tonal hasta un tono tan agudo, que se transformó en un pitido cuando alzaron los brazos y rostros al cielo para señalar a la luna.
Me contaron historias monstruosas acerca de su rostro. Yo no lo vi porque estaba mirando a la luna sajada por delgados rabos de nube. Los contornos se desvanecieron y en su foco comenzaron a cruzarse tentáculos gigantescos que se alzaban desde el muelle.
Quise gritar fuerte cuando una tromba de lluvia repentina nos sorprendió a todos en el Parque de Santa Catalina. La gente corrió a refugiarse en los zaguanes pero yo salí en estampida hasta alcanzar la calle Guanarteme. No paré hasta estar seguro de haberme alejado lo suficiente de allí…
Esos rejos eran reales, los vi aunque eso ya no importe.
Nada más se supo ni de los Acólitos de la Cofradía de la Frontera, ni de otros dieciséis desaparecidos que a día de hoy, adornan la asociación murguera en honroso homenaje a los caídos en el Carnaval Negro de mil novecientos ochenta y nueve.
Que el ritmo y el vassilón los acompañe siempre... Allí donde more su alma abrumada de penas.
Adargoma: el de las espaldas de risco, fue el guanche más grande conocido en toda la historia de la isla de Tamarán. Bajó un buen día de las cuevas de Artenara para retar a los guerreros de todas las familias que encontrase en su camino para así convertirse en el indiscutible Mencey de todo el territorio. Se decía de él que era capaz de tumbar una palmera con solo un golpe de su tolete de piedra; Que lo encontró dando palmadas en el suelo hasta llegar al corazón del volcán, donde alguna suerte de demonio lo dejó olvidado; Lo suponían descendiente de uno de los gigantes de pelo amarillo, que un día visitaron sus costas desde el Norte y decían también que pronto, no quedaría hombre o mujer capaz de enfrentarse a sus estacazos.
De joven comenzó a dejar mellas en su tolete para celebrar las victorias. Como estaba fabricado de un material tan fuerte, tenía la certeza de ser el único capaz de hacerle una muesca, pues guardaba una lasca que se le desprendió en un mal golpe contra un tenique y lo usaba solo para eso.
Varias decenas de marcas puestas en orden formaban una textura que, al rascarla con el dorso de la uña, la hacía servir de instrumento para acompañar sus cantatas embriagado por el guarapo a la luz de la luna, junto a la marea.
Huérfano desde muy joven, tuvo que adaptarse con su entorno a base de golpes, cosa que además de admiración le labró un camino de reticencias, donde solo una persona contaba con su total confianza: el joven Atacayte. Éste se había pasado tanto tiempo subido a una palmera que le llamaban Guarapo. De igual manera que zurcido por los hilos del destino, aprovechó su habilidad de escalador para dedicarse casi en exclusiva a producir tan delicioso licor.
Contaba además con la fidelidad de dos gemelos bardinos majestuosos que guardaban sus espaldas y cazaban para él.
En las noches de luna clara, cuando la marea comenzaba a borrar el paso de arena entre Tamarán y La Isleta, era usual ver a Adargoma cambiando de humor, borracho, al ritmo de las olas. Danzando sin caerse entre aristas filosas de roca volcánica y una manta de picón mientras sus perros, al borde del precipicio ladran con frenesí al agua.
Atacayte le oyó decir que de ese modo se comunicaba con algo que venía del océano e invitó a bajar de la montaña. Algo que con la voz le enseñaba canciones con las que atraer a las morenas, y con emociones contaba historias sobre el origen de nuestra tierra. Solo cuando acurrucado junto a sus dos bardinos se dejaba vencer por la borrachera, balbuceaba otras cosas más oscuras acerca de sus charlas con la marea… porque esa bestia de la naturaleza no sólo cantaba y se enternecía, también bramaba de ira dando golpes de tolete contra el suelo del cementerio entre las rocas, cada vez que las olas tuviesen el valor de elevarse un solo codo sobre las cuevas de los pescadores.
Atacayte, ante esto no podía hacer otra cosa aparte de encogerse de hombros, escalar otra palmera, y liarse a escarbar en su corona para extraer la materia prima con la que seguir haciendo más guarapo para todos.
Le sorprendió escarbando salvia en el barranco de Tenesoya . El cielo se puso negro de repente y el eco del valle le trajo los gritos de aviso de tormenta desde lo más alto de Arehúcas. Él, a su vez repitió el reclamo con fuerza y en la orilla del mar, los perros de Adargoma comenzaron a aullar en dirección a su amo.
Cuando Guarapo bajó de la palmera, el retumbar creciente del suelo le avisó de que su amigo corría en su dirección en busca de otro pellejo de licor.
—¿Lo estás oyendo?Ha llegado el momento. Dame lo que tengas contigo. La tormenta se acerca.
Atacayte no pudo si no obedecer y le pasó tres pellejos que llevaba macerando durante meses en una cueva del lindero. Como única condición le puso que tendría que llevarle con él. Quería conocer de cerca cómo eran las voces que le cantaba, la expresión del gigante borracho al enfurecerse, si era capaz de separar la península de La Isleta del resto de Tamarán y marcharse navegando sobre el trozo de piedra para viajar con los seres del agua.
Llegaron bordeando la costa con el tronar de los rayos como banda sonora a sus espaldas, aplastando veroles y tabaibas a su paso hasta aparecer en la punta más al norte de La Isleta. Una vez allí, absortos en los dibujos de las olas, los cuatro se vieron rodeados de más de treinta hombres armados con mocas, magados, lanzas y toletes.
Una legión de cobardes escondían su vergüenza con pieles bañadas en tripas de pescado para despistar el olfato de los Canes: los primeros en recibir una lluvia de piedras que los dejaron fuera de combate.
El griterío se fundió con la tromba de lluvia que les alcanzó de pleno. Adargoma, bramando con la tempestad balanceó su tolete de piedra varias veces en el aire con tanta fuerza que desviaba la dirección de la lluvia. Como pudo agrupó los cuerpos de Los bardinos al abrigo de sus pies y encaramó a su amigo Atacayte sobre sus hombros para rechazar con mayor presteza al enemigo.
Consiguió dar tres golpes que estremecieron el aire, tumbaron a unos cuantos y apartaron el agua a su alrededor pero antes de asestar el cuarto, Atacayte ya le había enterrado la tabona de escarbar guarapo bien profunda en el totiso.
Los brazos del aborigen más gigantesco que haya visto jamás el cementerio de la isleta se desplomaron arrastrando una mole curtida por mil batallas. El par de bardinos, más muertos que vivos, arañaron el picón entre gemidos como única despedida a su compañero antes de que los remataran escachándoles el cráneo con un tenique y la lluvia, cómplice traicionera, lavó la sangre de entre las grietas para diluirla en el mar.
Les duró poco la fiesta.
Tras la muerte de Adargoma, quedaron tan solo dieciséis atacantes en pie. El resto sería carnada para las gaviotas del Atlántico mientras los supervivientes quedarían lamiéndose las heridas entre trago y trago de guarapo. Solo tenían que esperar ocultos en las cuevas de los pescadores hasta que bajase la marea pues la tormenta había encolerizado al mar y la vuelta, por el momento, se tornaba imposible.
El eco de las galerías de roca creaba armonías oscuras que mezclaron el jadeo de los asaltantes heridos con el rumor de las olas. La oscuridad era absoluta ahí dentro. Intentaron guardar silencio e incluso dormir un poco hasta que la cueva empezó a cantar.
No era la voz de un hombre, no era ser humano alguno y sin embargo, pudieron identificar el canto de la morena, acompañado por el ritmo de un rascar de uñas sobre ranuras de piedra.
Lo que siguió fue el infierno hecho grito. En la oscuridad, los supervivientes sentían estremecerse y convulsionar de dolor a los compañeros que se les apiñaban codo con codo, justo antes de sentir los dientes de las morenas arrancándoles trozos de piel.
El olor de la sangre opacó por completo al del yodo de la marea. Cuando pasó la tormenta, los rayos del sol mañanero entraron por la boca de la cueva, donde solo quedaban como testigos el rojo sangre impregnado en la roca, y un enorme tolete de piedra con una muesca transversal atravesándolo por completo.
Desde entonces y cada cierto tiempo, desaparece sin explicación un grupo de dieciseis personas sin explicación alguna. Se habla de fenómenos asociados con tentáculos, cantos, ritos, sal y oscuridad aunque, lo único que podemos tener claro a día de hoy, es que algo extraño se oculta en las aguas del Puerto de la Luz.
Buenas nouchesss amigouuusss
Formaban un grupo tan homogéneo cuando estaban en la playa como distintas eran sus familias fuera de ella.
Cada mañana se reunían a primera hora sobre la arena de playa chica y pasaban la jornada hasta la hora del almuerzo, dando vueltas por la zona de Las Canteras. Durante ese verano llegaron a atesorar el recuerdo de decenas de expediciones y aventuras mientras corrían descalzos sobre arena y baldosa. Desde la Cícer llena de surferos, rocas y bocatas de calamares, hasta mucho más allá de las chabolas del Confital, encontraron la forma de pasar los días haciendo cada vez algo nuevo aunque alguno de ellos vivía alli desde siempre.
En cuanto a los padres, cogieron la costumbre de dejar a los niños a su aire. Entre todos formaban una manada que se vigilaba sola mientras ellos se bailaban chupitos, barquillos, baños de sol y pasaban el día alegando y compartiendo las desgracias de un trabajo del que cualquiera huiría despavorido. Éstos también bajaban a la arena pero cargados de bártulos como esterillas, nevera, silla, sombrilla, librito, botitos de bronceador y el imprescindible tupper con triángulos de tortilla de papas, para cuando sus criaturitas viniesen a repostar energía cubiertos de arena.
Pasadas las dos primera semanas en las que cada uno había tomado su puesto en el grupo (Por aquí la lista, el chistoso, la fuerte, los dos bajitos…), lo común era verlos salir en expedición de una punta a otra de la playa y seguir más allá de donde terminaba el paseo de las Canteras y comenzaban las rocas. Lo único que sus mayores habían puesto como condición, era que preferían que esos paseos fuesen más por el Confital, pues parte de los niños vivían en las chabolas, que entre las rocas de lo que hoy en día es el auditorio, con sus mareas traicioneras.
Así fue como conocieron al niño Blanco.
Obvio que no era Blanco su nombre pero es que nunca hablaba y según decía la mayor del grupo, en realidad se trataba de algo parecido a un albino pero de ojos muy oscuros. Casi negros.
Cuando hablando con sus padres nombraban por encima al nuevo componente del grupo, se referían a él como “El guiri” porque no hablaba aunque, en ese idioma de signos tan internacional que tienen los niños, se entendían perfectamente.
Blanco, según relataban los pequeños, solía merodear por la explanada tras el barrio de chabolas junto a la marea, mirando al suelo, como buscando algo. Así que un día, así sin más, en vez de preguntarle qué andaba buscando, se pusieron a hacerlo con él, arrancando pequeños tesoros entre las piedras, cientos de anzuelos y una moneda de quinientas pesetas que fueron corriendo a gastar en conos de papas locas para todos.
Apareció desde entonces rondando por donde el grupo solía jugar para terminar uniéndose a ellos como uno más.
No supieron quiénes podrían ser sus padres. Eso no importaba pues se embadurnaba de arena como todos los demás. No gritaba, no cantaba seguidillas como el resto y siempre sabía estar fuera de plano cuando los padres se alongaban para echarles un ojo pero no importaba pues, siempre que querían dar con él, sabían que podrían encontrarlo por las inmediaciones del bufadero de la costa del Confital.
De este modo, al atardecer de uno de los últimos días de vacaciones, motivados por las bellezas del paseo por los descampados que tanto emocionaba a los niños, el grupo de padres decidieron acompañar en su paseo a los menores para así, de paso, conocer al curioso extranjero del que tanto hablaban pero nunca llegaron a ver. Conocer al menos a sus padres. No por preocupación, sino por curiosidad.
—¿Un niño albino de ojos negros que juega al sol como los demás niños? Un poco raro, me parece a mí. Seguro que debe ser una de esas familias de suecos que vienen de vacaciones. —Dijo entre cervezas la madre de la niña más grande.
Cuando padres y niños llegaron en rebaño al paseo, desde la distancia la pandilla pudo distinguir a Blanco entre los bañistas, sentados en el risco, y corrieron hacia él.
Los padres, que ni siquiera llevaban traje de baño observaron en la distancia sin llegar a distinguir cuál era ese niño en cuestión. Se olvidaron completamente de él cuando notaron lo arriesgado que era dejar, después de todo un verano de estar asalvajados, que los niños se acercasen a esa zona de la costa.
El Bufadero no era un lugar para niños de menos de doce años. Ahí, el oleaje resultaba tan fuerte que el agua, al chocar contra las rocas, expulsaba con fuerza todo lo que estuviese flotando en ese momento. Conocían a sus hijos. Sabían que no eran capaces de saltar a un sitio así, pero los jodíos miraban con curiosidad al abismo con deseos de saltar. Por eso, los llamaron a todos a capítulo.
Esa, sin saberlo, fue la última vez que los niños jugaron en grupo ese verano.
Una vez reunidos en la garita del paseo, ante una mesa de cañas y cocacolas, bajo el sol del mediodía, los padres, en su papel de padres, quisieron aleccionarles acerca del evidente peligro que corrían acercándose al precipicio, pero la respuesta de los niños les dejó atónitos.
Decían que parecía peligroso pero no podía serlo porque Blanco vivía allí. Justo en la pared de rocas.
Lo habían visto desaparecer saltando en el agua casi cada día mientras hacía señas para que les siguiesen. No lo habían hecho aún porque aún no sabían por donde quedaba la entrada de la casa que, según parecía ser, debía ser una de esas que se construyen aprovechando las cuevas del terreno.
Alguno de los padres vivían en el mismo Confital y estaban seguros de que eso no era cierto aunque, tenían la certeza de que los niños no mentían.
El guiri de ojos negros y piel blanca como la nieve, saltaba cada día al peligro e invitaba a sus hijos a hacerlo tras de él. Un niño al que nunca habían visto acababa de ponerles los pelos de punta y se apresuraron a comentar el caso a los más viejos del lugar que, con los ojos abiertos como platos, sólo acertaron a aconsejar nerviosos, que nunca más se acercasen a Fernandito.
—Eso ni siquiera es un niño. —Dijo Juanita la coja— Nadie sabe quién es y muy pocos han llegado a verlos. Solo otros niños. —
A medida que preguntaban a los marineros que se acercaban para poner la oreja y dar su opinión, fueron atando más en corto a sus vástagos hasta terminar asustados y abrazados con cara de espanto, igualito que si hubiesen visto a un fantasma a plena luz del día.
Les hablaron de Fernandito: un nombre que habían puesto al azar aunque nadie sabía realmente gran cosa de él. Se dedicaba a atraer niños hasta el bufadero y los invitaba a saltar al agua para que nunca más se les volviese a ver.
Todo lo que dijeron los marineros de la zona les asustó. Eran viejos y sabios. Llenos de ese tipo de saber que tan solo te dan años y años de experiencia.
Hubo algo que les hizo tomar la decisión de no volver a dejar correr tan alegremente a los chiquillos: los marineros coincidían en que alguna vez pudieron verlo en la distancia, con esos ojos negros invitándote a seguir sus pasos y esa sonrisa forzada que sólo los adultos son capaces de percibir. Todos esos vecinos de la zona, algunos en los últimos pasos del camino de la vida, alguna vez lo vieron saltar al bufadero, pero solo durante los años de su infancia.Y lo que es peor: Todos perdieron algún amigo, familiar o vecino de la isleta entre las aguas del bufadero.
Al pasar los años, la amistad de la pandilla continuó como sólo pueden hacerlo los amores de verdad. Se reunieron muchas veces y claro está: como sus padres, también pasearon alguna vez por la avenida de las Canteras.
Se tiraron las chabolas, se alargó el paseo hasta el Confital, pero aunque todos lo estuviesen pensando, nunca, nunca, volvieron a asomar el hocico en busca de Fernandito y, por supuesto, jamás disfrutaron de las olas del bufadero por muy grandes y fuertes que sus cuerpos hubiesen crecido.
Porque como todos sabemos: algo oscuro se oculta en las aguas del Puerto de la Luz
Una historia en dos partes
Primera
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Chanchullera de profesión y fea como ella sola, se las arreglaba para andar siempre con una pierna hundida en la penumbra. Por muy modosa que pudiese parecer en un momento dado, quien la conocía de verdad, tenía la certeza de que algo estaba tramando. ¿Cómo no? Siempre tenía algún plan en la cabeza.
Tenía el don de saber dónde carajo conseguir cualquier cosa que al parroquiano de turno se le metiese en el gusto. Drogas, vivienda, refugio, armas, hasta ejercía, siempre bajo una merecida comisión, como agente laboral para quien necesitase sacarse unas perras haciendo cualquier cosa, casi siempre en el muelle. Tanto era así, que algunos patrones contactaban directamente con Juana La Coja para contratar estibadores baratos que descargasen peso bruto de manera rápida.
Juana comenzaba la jornada a cualquier hora del día o de la noche. Si la necesitabas, solo era necesario llamar a alguno de los cientos de bares y terrazas donde te guardarían celosamente el mensaje aunque, si lo que querías era encontrarla para una urgencia, en el bar Farray la localizaban en cinco minutos. Las urgencias eran caras y de ahí comía mucha gente. Fue de esta forma en la que apareció su primo Juanero con un guiri enorme y rubio como el ron de caña cogido del brazo.
Juanero le hizo las señas oportunas a Javi, un camarero bajo, flaco y tan lleno de coca que trabajaba por dos. Éste, sin dejar de preparar cortados, descolgó el auricular de un teléfono bañado de churretes de grasa y se lo encajó entre el hombro y la oreja.
En ese bar se funcionaba por gritos. Los clientes, el único camarero y la cocinera que, según decían, trabajaba tanto que había empezado a vivir ahí, pasaban el día dando esperríos, pero cuando se trataba de dar con la coja, Javi mandaba a callar por señas a toda la plaza de un silbido.
A los veinte minutos apareció Juana dando los tumbos de una artrosis de cadera incipiente y madurada. Seguro que llevaba un rato por la zona pero al ver de lejos al rubión grandote ese, le dio por recelar durante un rato. Lo que inspiró al fin su confianza era la cara de felicidad que traía su primo. La misma cara que ponía cuando se enteraba de un buen bisne para los dos.
Sin decir nada, se acercó a la mesa y sentó con la mirada puesta en las hechuras del extranjero. —Dice que es el hijo del Metalillo, que viene desde Noruega para conocerlo y lo anda buscando —. Le soltó Juanero nada más verla.
Ella, lo remiró varias veces calculando cuál podría ser el importe de la multa que le iba a meter al guiri, hasta que por fin dijo en perfecto noruego que si quería ver a su padre, tenía que darle diez mil pesetas.
Juana no tenía ni idea de por dónde andaba el Metalillo pero no importaba. Solo necesitaba hacer un par de llamadas encaramada a la barra del Farray para situarlo en el espacio tiempo. Lo más seguro es que andase embarcado en el Marzoique, que seis meses al año faenaba en la temporada del langostino. No se le iba a ver hasta al menos dentro de una semana y media más.
El Noruego, de nombre Juan Andrés por el cariño que su madre pudo tener en su día a la herencia paterna, al oír que pretendían sacarle dinero por la información, solo frunció el ceño, se levantó y dejó a la pareja de primos con la deuda de la consumición en el tejado de La Coja.
Cuando salió de la plaza, la comisionista más rata del puerto localizó igualmente al marinero en cuestión. Tenía la intención de sacarle unas pocas perras por la buena nueva que acababa de llegar a sus manos. Algo había que hacer para ganarse la vida. El único problema es que no estaba en la pesca del langostino, sino en la de calamares saharianos y volvería mucho antes. Le tocaba que esperar un poco para organizar a qué parte le iba a sacar las perras. Hasta entonces, aún podía resolver unos asuntos.
Juan Andrés alquiló un loft en el piso más alto de “Apartamentos Los Lisos”. Eso quería decir que pasaría una temporada afincado. Si esperaba lo suficiente sería capaz de encontrar por sí mismo a su padre. Algo que a Juana le incomodaba pues perdería la oportunidad de hacer un buen negocio, así que a través de segundas le hizo saber que su padre había muerto para que dejase de buscar y disfrutase de su estancia en la isla como un turista más.
Llegado el día, la coja apareció por el muelle y recibió al Metalillo antes que nadie. Un derecho por el que tuvo que pagar a su patrón.
—¿Ahora qué vas a querer tú, muchacha? ¿Ya vienes a sacarme las escamas?—Le soltó el marinero nada más verla.
—¿Todo bien en la Marea, Metal? Echaste de menos a la señora, seguro —. Contestó ella.
Como el interpelado se quedó mudo cuando nombró a su mujer, Juana continuó con ese tono de voz que solo te da el consumo de fuego día y noche. —Acaba de llegar un niño tuyo de unos veintipocos años buscándote, Metal. ¿Qué quieres que haga?
El marinero sabía que de una forma u otra le iba a sacar la cáscara. Su mujer no sabía nada de lo que pudiese haber pasado en Noruega hacía más de dos décadas y estaba bien así. Una discreción por la que estaba dispuesto a pagar. No solo pagaría por el silencio de la buena mujer sino además para mantener alejado al muchacho el tiempo suficiente como para no liar un poco más la vida de un hombre cansado de problemas. En esta ocasión le sacó veinticinco mil pesetas a cambio de la duda de si en un futuro no pretendería pelar algo más de lana por lo mismo.
La vio alejarse cojeando por la esquina del economato del puerto, esperó unos minutos y echándose el petate el hombro, enfiló sus pasos en la misma dirección hasta que se encontró frente a frente con un enorme noruego que le cortó el paso.
Continuará...
Te prometo que no volverán a ser tan largos
Segunda parte
La imagen del muchacho lo cogió por sorpresa. Sobre todo cuando tenía en las manos las veinticinco mil pesetas que momentos antes le había entregado a la coja por su silencio. Alzó la vista y allí estaba ella, encaramada como una garrapata a la oreja de un perro. La garrapata era el mismo bicho, pero la oreja: una cabina. Tenía esa apariencia de señora educada que no llama la atención, aunque con el rabillo del ojo miraba la escena y sonreía en la distancia a un Metalillo asustado por las intenciones de Juana.
De repente la mujer colgó el auricular con la energía suficiente como para adivinar alguna suerte de contrariedad al otro lado de la línea; situado a unas pocas calles de allí, justo en el cruce de caminos donde se suponía que estaba la residencia del marinero. Una voz profunda y desconocida contestó diciendo que de ahí no iba a conseguir sacar nada.
—Ven al economato, padre —le soltó el muchacho metiéndole los billetes en el bolsillo de la camisa—. Tu mujer y tu niño nos esperan tomando algo para aclarar la voz —sentenció.
En la esquina del fondo del local, una joven guapa, de pelo negro y liso sobre los hombros, de rasgos con ascendencia oriental, mece a un jovencito envuelto en un poncho de colores con toda la cara del Metal, pero en chiquitito y sin bigote. Le había traído a su mujer y su hijo que se acababan de dar cuenta de la llegada del cabeza de familia.
“¿Qué les habrá dicho el cabrón este ahora? ¿Qué coño hacen aquí?”, pensó el pobre hombre con el rostro colorado y unas ganas tremendas de beberse un ron.
Su esposa se levantó para recibirlo con el abrazo acostumbrado de siempre y, aunque con tensión, se fundieron los tres en uno que culminó con un severo: «¿Pero qué está pasando, muchacho?», por parte de la mujer.
—Este hombre dice que es tu hijo y, ahora que lo pongo al lado del metalillo chico, joder… es que son iguales los tres.
Él no pudo sino mirar a sus dos hijos, después a su querida mujer, y por último entró en el economato y en la barra pidió un buen vaso de tubo lleno de ron blanco.
—No le metas hielo, Velasco —ordenó sin ánimo—. Pónmelo caldiao y hasta arriba.
Al voltear con el vaso en la mano, sus dos hijos y su esposa conversaban de forma distendida en la mesa de la esquina. Se acercó y mantuvieron durante horas, una conversación donde se desvelaron secretos. Algunos difíciles de asimilar por la pareja del Metal.
Por su lado, Juana La Coja más allá de desarrollar sentimientos oscuros por el lucro cesante que la operación del extranjero pudo provocar, se preocupó al ver ninguneada su autoridad en unas calles que todos sabían que eran suyas. Al parecer el noruego no había venido solo. Ni siquiera tenía idea alguna de cuántos vikingos del demonio podían estar andando sueltos a las órdenes de Juan Andrés. Lo que sí sabía era que Perico El Batalla cobraba por pasarse el día entero controlando el cruce donde vivía el Metal con su familia. Algo muy gordo tenía que pasar para que al llamarle contestase una voz extraña poniendo límites a sus pasos en su propia casa.
Procedió entonces a hacer una serie de llamadas en las que ofreció mucho dinero y puso a mucha gente firme, a la espera de nuevas órdenes en las que se pronunciasen palabras como limpieza, rubio, metal y, muy posiblemente se terminase nombrando a su pequeña familia.
Después del último juramento cerrando cierta negociación salarial, colgó con fuerza el auricular del “Bar Farray” y se dispuso a bajarse de un trago, medio vaso de obrero lleno de ron y agua de Firgas.
Sin necesidad de darse la vuelta supo que algo pasaba en el bar. Todo se había vuelto silencio. Algo que solo ocurría cuando la madera hacía acto de presencia y se ponía a registrar.
—¡Ya coñoo!—exclamó dándose la vuelta y echando mano al monedero de untar autoridades—. Creí que esta parte la teníamos superada —terminó.
Pero lo que había en la plaza no eran policías.
Borrachos, marineros, turistas, comerciantes y hasta los porteros de “La pequeña Habana” al otro lado de la calle, presenciaron estupefactos a una bandada de hombres enormes, de pelo rubio casi blanco, piel rosada, cara cuadrada y aspecto de pocos amigos, que miraba a la mujer desde distintos puntos de la plaza. Llegó a contar al menos catorce que, cuando enfilaron sus pasos al interior del bar, hicieron huir a los congregados con la sensación de que sería mejor hacerlo y con la boca callada.
La imagen de la mujer se perdió entre los corpachones que le cerraron el paso al tiempo que Javi, el camarero, corría desalado por la calle Arístides Briant para huir sin mirar atrás.
El monedero de la Coja cayó sin vida al suelo sin que a nadie le importase un carajo.
De joven, el Metalillo era bien conocido por sus dotes musicales. Pudo incluso haber hecho carrera pues, cualquier instrumento que llegase al muelle, por muy extraño que pareciese, en menos de veinte minutos ya estaba regalando sinfonías a los transeúntes. Tenía oído perfecto. Lo cantaba todo.
De ese modo, guitarra en mano comenzó sus viajes como animación musical en los cruceros para turistas de toda condición.
En las costas de Noruega, en ese tiempo un lugar tan humilde como los barrios del Puerto de La Luz, Metalillo encontró echadero y una comunidad alabando tanto sus habilidades que no pudo evitar quererlo para sí. Así fue que se terminó enamorando de la madre de Juan Andrés. Todo parecía perfecto hasta que al conocer un poco más en profundidad las costumbres de la región, decidió volverse en una travesía con la frente constantemente perlada de sudor nervioso.
Todo iba bien hasta que accedió con placer y cargado de ese ego que hace crecer a los artistas, a las peticiones de los vecinos de cantar con ellos en la fiesta del Tentakelens dag.
Allí vio cosas, comió, cosas e hizo juramentos incomprensibles para el hombre que hasta el momento creía que era.
Un rito le llamó la atención por encima de todos los demás: los hermanos de Nika, su enamorada del norte, sin duda los más fornidos y serios del lugar, entonaron un cántico al que se unió gustoso. Sonaba potente, armonioso y familiar pues, le recordaba con fuerza al canto de la morena que recitaban los pescadores de su tierra natal.
Se pusieron frente al acantilado y en sucesión ascendente de cantos polifónicos, más borrachos que el dios del vino, hicieron vibrar la superficie de la marea con sus acordes. Esta se picaba por segundos hasta formar olas de alturas imposibles.
No fue hasta que los hermanos de Nika saltaron al abrazo de enormes tentáculos que emergieron entre el oleaje que Juan, el Metalillo, decidió que esa no sería la forma en que terminaría sus días. Tan avergonzado como asustado, cogió una de las barcas del muelle y huyó sin pensar siquiera en que su novia podría estar embarazada.
—Otra vez se acerca el día y mi pueblo te necesita —le espetó Juan Andrés en la mesa—. Yo te necesito y me lo debes. Se lo debes a los tuyos —miraba al pequeño clon que su actual esposa intentaba contener sobre sus rodillas.
Toda pega que el Metal ponía, era rebatida ágilmente por su hijo; le pagarían si era eso lo que le preocupaba; no corría peligro; compensarían a su familia por las molestias y, como se acababan de enterar por el murmullo generalizado junto al teléfono del local, Juana la Coja ya no sería un problema; ni siquiera deberían volver a Noruega para cantar a la marea pues, la costa del Confital se presentó como un lugar ideal, impregnado por la esencia de sus extraños dioses que todo lo pueden y apestan de su esencia marina.
Esa misma noche los cantos de dieciséis hombres hicieron retumbar los corazones de los habitantes de La Isleta. El mar cantó al ritmo de los noruegos y el marinero una última vez para que nunca más se les volviese a ver a ninguno de ellos.
Atrás dejó el Metal a su pequeña familia pero resuelta de dificultades económicas o de cualquier tipo.
Después de un corto duelo, su viuda pudo haber rehecho su vida con normalidad pues, era joven y los jóvenes olvidan pronto, pero a los pocos días del último viaje de su padre, el Metalillo Chico entonó sin saberlo y en medio de la noche, el canto de la morena.
Durante décadas el paseo de Las Canteras se llenó de noches plagadas de armonía. Cuando uno se acercaba a La Puntilla, el extremo de la playa donde se amarraban las barcas, le asaltaba con alegría un cúmulo de rimas callejeras y risas de los clientes en las terrazas. Estos últimos reaccionaban a la sagacidad de dos grupitos de viejos armados con guitarras, timples y alguna güira o chácara eventual.
Desde fuera cualquiera diría que discutían entre sí. Se faltaban al respeto al son de seguidillas o puntos cubanos. Rimaban acoplando el nombre de los comensales en medio del verso para lanzar pullas a los viejos cantantes de las otras terrazas.
—Tiene usted cara de Antonio, pero viene aquí a tomal —se arranca uno de ellos arreando con fuerza la bandurria entre sus manos—.Va sé fiel espectadol de lo que le ví a cantal. Ni aunque su madre me dé las tuneras del barranco, no me caso con el Fefo porque tiene piojos blancos.
Las risas escandalosas de turistas y no tan turistas se hacían notar cada noche. Hasta quien los conocía de siempre, se desternillaba porque improvisaban como si llevasen haciéndolo toda la vida.
Cada tarde se reunían en el local La Tecla. Un rato antes de su apertura afinaban los instrumentos y formaban los dos grupos entre cafetitos adornados con nubes de coñac y pullas mordaces sobre la virilidad perdida.
Las agrupaciones eran cada noche distintas, e iban renqueando con una serenata in crescendo que animaba la playa entera al compás de la caída del sol. Al rato, se encontraban frente a la zona de las terrazas y, haciendo como que no se conocían, empezaban a insultarse a través de canciones y gestos absurdos impropios de gente tan vieja.
—Cállate, vete callando, que tú no sabes cantal —respondía Fefo, el aludido, el más viejo de todos ellos, de nombre Rodrigo, pero conocido como Fefo por ser hijo de la Fefa—. Debiera darte vergüenza nombrá el acto de mamal. Cállate, vete callando, que por la boca te cabe un burro sin destripal.
Más risas, vítores y monedas, chinitas y billetes para los sombreros de ambos grupos.
Eran tan amigos en la calle que contaban haberse conocido entre la seba de las Canteras cuando eran niños. Se trataba de esos grupos de amigos que habían encontrado su lugar en el puerto en el que envejecer siendo felices y haciendo lo que más les gusta.
Como decía, eran famosos por su capacidad de improvisación. No solo en la letra sino en el tempo e incluso en el estilo de canción. La música fluía entre sus dedos torcidos y gargantas ajadas como si fuese la lente necesaria para ver la vida perfecta a pesar de todo.
Te alegraban el puto día.
Durante la fiesta de las mareas del Carmen acordaron ilusionados que, en un momento dado de la noche, después de unas pocas canciones por La Avenida, entrarían cantando una seguidilla por la Plaza del Pilar y de ahí ya verían cómo seguirían con la fiesta.
Aquello fue tremendo espectáculo y el pique duró horas. Incluso cuando los cielos se abrieron y enfriaron a los congregados con baldazos de agua salada, los dos grupos de viejos siguieron soltando notas que eran correspondidas por todas las almas que alentaron sus canciones.
La mañana siguiente los músicos estaban internados en la misma planta del hospital Insular de Gran Canaria. Sí. Así es. Se pusieron malitos.
Joder, ¿qué esperaban? Todos tenían alrededor de setenta años. Muchos los superaban con creces. Es obvio que terminasen temblando como fulas fuera del agua. Resultó que eran tan amigos que para apoyarse entre ellos durante la convalecencia, comenzaron con una costumbre que los hizo famosos a nivel nacional. Se cantaban de habitación en habitación insultándose con rimas, rascando peines, tarareando la sinfonía de los instrumentos y la planta entera se partía de risa.
Los usuarios, músicos y no músicos, al mejorar sus ánimos, contaron la experiencia a todo el que encontraban en su camino. El tercer día, aquellos que tenían a sus familiares internados, lo aprovechaban como excusa para pasar un rato echando unas risas con las cantatas.
Llegó el momento de recibir el alta.
Al salir por la puerta principal, las cámaras de las noticias autonómicas vieron su gozo en un pozo cuando, queriendo contar la entrañable noticia de los octogenarios que no dejaban de cantar ni bajo la lluvia, se encontraron con un grupo de caras largas y llenas de arrugas afectadas por la preocupación.
El Fefo seguía estando enfermo. Muy enfermo.
Entre los murmullos, y con la voz rota por la pena, uno de ellos rezó que necesitaba de su Isleta para ponerse bien. Otro insistió en que nunca le hizo falta la mano de un matasanos. Nada más que la brisa de la marea, gofio, mojo, papas y ron, pero lo tenían conectado a cientos de tubos y cables, muerto de frío. Parecía un pejín seco. Un tollo. Como si le estuviesen chupando la vida.
Alguien que lo oyó, lo repitió tal cual cuando volvió a reunirse con sus vecinos en los bares y, al poco, la fama del pobre viejo era tan grande como la indignación por su falta de libertad. El de Fefo pasó a ser el tema del que los habitantes de la Isleta y los Arenales hablaban cuando esperaban en la cola del mercado del Puerto.
Así llegó el momento de encontrar valientes que les apoyasen en un audaz acto de hermanadad: la panda de músicos urdió un plan para sacar a Fefo de allí.
—Cada segundo que pasa entre las sábanas frías y desconocidas del Insular, es un paso más hasta las puertas de San Pedro —dijo el más joven intentando convencer a su hijo, enfermero del hospital, para que les ayudase durante la aventura.
Llegaron a involucrar celadoras, doctores, enfermeros y enfermeras, personal de seguridad también. Uno de la cafetería, por donde finalmente sacaron la camilla engalanada de vías y drenajes, vivía puerta con puerta con la sobrina del Fefo y ardía en deseos de contarle su papel en el complot, con la esperanza de recibir algún tipo de recompensa sentimental. Las cámaras se estropearon al paso de la comitiva, se perdieron papeles de admisión y se tachonó el historial del enfermo de tal forma que podría decirse que nunca estuvo allí. Ni siquiera se activó la alarma de parada cuando desconectaron el control de constantes vitales del circuito.
Fefo sonreía durante la travesía con la mirada encandilada por saber que estaban haciendo una travesura de las que a él le gustaban.
—Montón de tollos secos—masculló entre dientes—. Ahora sí que salimos por la tele.
Esta vez el amanecer les lamió el sudor de la aventura aderezado por las sales del Atlántico. El grupo de amigos vio salir el sol desde la avenida de la puntilla donde les esperaban los vecinos con los instrumentos para tocar juntos por última vez. Porque en el fondo todos sabían que a Fefo se le acababa el fuelle de todos modos. Lo supieron al salir del hospital y durante los días posteriores hasta la llegada de este último concierto.
Tan solo quisieron que, si así tenía que ser, fuera marchándose contento y rodeado de los suyos. Repartieron las cuerdas y un par de claves hasta que el silencio de los congregados se rompió con el cantar de una melancólica Isa de despedida para una leyenda viva del pueblo.
Las folías de mi tierra
Arrullan mi canto añejo
Las folías,
Tiñen mis cabellos viejos
Que hace tiempo eran parejos
Y tú cantabas sin fin.
Las folías de mi tierra,
Arrorró de mi dormir
Las folías en mis venas
No quieren verte morir.
En esta ocasión no hubieron aplausos ni vítores ni carcajadas. Tan solo los últimos acordes de un timple que frente a la playa cerraba poco a poco los ojos de una luz que alegró siempre las calles de su pueblo.
Otra historia en dos partes: Bruja Maroya
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Por las calles del Puerto de la Luz, abundaron las brujas que te colocaban la madre o te pasaban un huevo para sacarte el mal de ojo, esteleros que lo mismo que te colocaba un hueso, te sacaban una calentura y agoreras que se te acercaban en las esquinas para darte el recado de tu madre muerta. Un jardín lleno de flores curiosas y urticantes al que venían a pasear los vecinos en tiempos de duda o necesidad.
Sobre el grupo cada vez más abundante de vehículos del poder que se medio anunciaban de boca en boca por las calles, una sobresalió sobre el resto por su efectividad.
Se llamaba María y te lo curaba todo. Eso sí, cuando se dejaba ver. El barrio entero sabía que su casa estaba pegada al colegio Generalísimo. Tanto que los nuevos pensaban que la suya era la casa del portero. Los vecinos la llamaban Maroya y cómo no, vivía en “la casa de la bruja”.
Cuando se le preguntaba, ponía cara de extasiada y decía que era devota de la diosa de los mares. Diosa, sí. No virgen. Era tan buena que no tenía por qué ocultar el origen de unas creencias que a muchos no terminaban de cuadrar pero no importaba porque nunca sabías cuándo la ibas a necesitar. Además ¿Quién sabe si no son sus buenas artes las únicas de las que se hacía servir? Ser tan conocida le supuso salir en todas las conversaciones donde el mal de ojo tuvo llorando a un bebé durante la noche, o la marea se había llevado a alguien del vecindario.
Llevaba siempre un perfil muy bajo. Casi nunca salía y cuando llamaban a su puerta para una urgencia, corrías el riesgo de pillarla en una de sus escapadas de semanas sin dar señales de vida.
—Hasta que no salga peste a muerto de debajo de la puerta —comentaba a su compañero el agente en su ronda—, nosotros no tenemos ná que ver con esa casa.
Su manera de proceder era como la de las viejas misteriosas de los cuentos: un buen día te encontrabas bajándote un cortado y un mixto en la barra del bar, y se te acercaba diciendo que te conocía, que eras la hija de la Paca, o la Sagrario o la que fuese en ese momento tu madre. Acertaba en todo incluso en que tenías este o aquel problema de salud en la familia y ella te podía ayudar.
Nunca cobraba nada, sólo hacía cosas que te arreglaban la vida y eso molestaba a un montón de curanderías emergentes que llevaban la imagen de la magia trenzada entre sus rosarios.
—Esa es hija de Yemayá y no le hace altares—rezongaba sabionda Paca la Rabona—.En la marea solo reina la Virgen del Carmen. Ella sabrá. En su día le traerá problemas porque a los muertos se les respeta.
Nadie sabía qué quería decir pero sonaba a acusación.
—A mi cuñada le bajó la madre con unas hierbas que le dio pal agua guisá—dijo Felipina la del Chache vaciando las perras chicas de la talega para tapar los números del cartón—. Al menos que yo sepa, no la he oído nombrar en ninguna historia de amarres aunque, vete tú a saber. De pequeña no era tan rarita. Fue cuando volvió de mayor que se puso a curarle las cosas a la gente.
El resto de las viejas en el bingo se hicieron sus cálculos mentales mientras tachaban sus números. Al fondo subía el volumen del rosario que rezaban las de siempre.
—Ameríaerseñó—sentenció la rabona—. Ameríaerseñó—remató el resto.
—¡Veintidós! ¡Los dos patitos! —cantó la dueña de la casa.
De este modo, a Maroya le resultó sencillo pasar desapercibida y sin problemas durante los años en que atendió a represaliados de la dictadura en los sótanos de su vieja casa. Siempre húmedos, siempre en silencio y sin embargo, el lugar más seguro en el que estar cuando te movías lo suficiente como para no salir en la foto del franquismo.
Nació y se crió en una zona que no pertenecía ni a la Isla Grande ni a La Isleta llamada el refugio. Siendo muy joven partió a Venezuela donde se formó como doctora en medicina para volver con la boca callada a colaborar con la clandestinidad en lo que fuese posible.
Los sótanos de Maroya tenían una entrada justo en la calle de atrás. La que a día de hoy se conoce como Calle Mary Sánchez donde vivía una rica extranjera tan fina que no trataba con nadie.
Así fue que en una de éstas conoció a Juan García: el Corredera. Llevaba escapado quince años de la justicia por rajarle las tripas a un guardia que intentó violar a su hermana. Nunca habría podido salir adelante de no ser por personas como ella para mantenerlos en el anonimato.
El hombre se había convertido en una leyenda entre los vecinos y pocos conocían realmente cuál era su rostro. Al menos de manera oficial. Trabajó bajo otro nombre en la fábrica de conservas de la Cícer .
En el momento adecuado de la historia, Juan García se encontraba oculto y convaleciente en los sótanos de la casa de la bruja. Se daba la circunstancia de, al estar pegado a un colegio pequeño para tanto alumno, podía escuchar claramente cuando salían al recreo, celebrado en la azotea del mismo. Una explanada donde jugaban sin pelotas por miedo a que pasase lo que finalmente pasó.
Uno de los niños, nuevo en el barrio y por lo tanto en la escuela, en sus pesquisas por el edificio, terminó saliendo al tejado y mientras pateaba una pelota de papel y sopladera, resbaló y se despeñó en el techo de Maroya. Juan García sintió el taponazo y los gemidos del menor semi-inconsciente. Sabía que tarde o temprano habría que sacarlo de ahí y estaría solo en la casa durante al menos varios días pues, María estaría fuera organizando la distribución de antibióticos en la clandestinidad. Si no sacaba a ese mocoso del techo de su casa vendrían por la puerta principal a rescatarlo. No importaría el aura de malfario que pudiese desprender Maroya.
Tenía que sacarlo de allí. Por supuesto, lo sacó.
Como era de suponer, la extranjera del otro lado de la galería y Maroya eran la misma persona, así que tampoco iba a estar durante algún tiempo en la casa. La única opción medianamente humanitaria que se le ocurrió fue la de prestar los primeros auxilios necesarios y cruzar los dedos para que nadie se diese cuenta de que el niño faltaba.
El corredera había pasado a través de una semana de convalecencia por pisar mal mientras cogía lapas cerca de la costa de San Felipe, en las piedras de la playa de Vagabundo. No podía ir a un hospital a curar las heridas provocadas por el revolcón de las olas contra las piedras. Por eso permanecía oculto y en silencio hasta el punto de no encender ni un cigarro.
Le costó un infierno sacar el cuerpo flácido del chiquillo. El fugitivo estaba lleno de vendas y apósitos y aún le dolía hasta respirar. Lo peor era el estado del niño, que se había roto el brazo torciéndose como un acordeón bajo el peso de su cuerpo.
En un primer momento y de cara a la discreción, fue una suerte que no generase herida abiertas al caer. No resultaba del todo conveniente tener el techo manchado de sangre en el tejado de la casa donde te escondes. Menos junto a un colegio en el que se ha perdido un niño. Después se dio cuenta de que posiblemente estaría sangrando por dentro y se asustó. Se le llenaron las venas de adrenalina, las vendas empezaron a sobrarle y se las arrancó para secarse el sudor mientras veía el cuerpo del niño, respirando a duras penas sobre el suelo del sótano.
Debía actuar con prisa. Inspeccionó su cabeza buscando posibles hinchazones, entablilló el brazo como pudo, buscó hematomas crecientes bajo la piel, algún atisbo de respiración accidentada, sangrado por nariz, boca u orejas… aparte del brazo y el apagón era como si estuviese durmiendo. Podía despertar en cualquier momento.
La sirena del recreo se hizo notar por los pasillos de la casa de la bruja hasta llegar al sótano. Las voces de los niños no se hicieron esperar. Como por instinto, tapó sus orejas y se quedó mirando al techo durante al menos diez minutos esperando el caótico alboroto de una urgencia.
Al bajar la vista, el niño le miraba sorprendido con los ojos como un pez martillo.
Continuará
Al caer la noche, Maroya fue interceptada en plena calle por un coche de la policía local. Sin mediar palabra, el Venancio, un hombre retorcido, cruelmente psicopático se bajó del vehículo y alisándose el uniforme la llamó bruja y la invitó con malas formas a entrar.
—Vamos a tener que llegar a un acuerdo —le decía el Venancio ya en su oficina del cuartelillo acercando su cara justo hasta los límites de lo demasiado—, para que no tengas que explicarme qué carajo hace una mujer… como tú, en posesión de tanto antibiótico sin receta.
Maroya, manteniéndose en el papel de señora de bien, mantuvo silencio y le sostuvo la mirada. Intentaba no expresar emoción alguna, como si todo eso no fuese con ella mientras cavilaba alguna excusa que lo cuadrase todo. Podría comprometer el nombre de algún otro médico con licencia que, en un momento de apuro pudo haberle hecho un encargo extraoficial.
Sin embargo, mantuvo silencio pues sabía que si aún no le habían lanzado la pregunta en cuestión, era porque aún guardaban algo con lo que chantajearle. ¿Se habrían enterado de a quién escondía en casa? ¿Querrían acaso que vendiese a alguien? ¿Sabrían al menos quién podía ser?
—Encuéntrame a mi niño y aquí no ha pasado nada. Ya me ocuparé yo mismo de poner en su sitio las medicinas esas —. Ordenó el Venancio sin dejar de mirarle a la cara.
En agente trabajaba en la zona desde hacía ya varios años pero solo vivía allí desde unos meses atrás. Su hijo, al que gustaba en llamar el hijo de su mujer, era un chico más bien rarito: miraba raro, hablaba de una forma muy retorcida y elaborada. No para cualquier niño de su edad sino, para cualquier persona. Como si hubiese aprendido a hacerlo viendo películas de Sherlock Holmes y así se lo describió a nuestra bruja. Decía que su mujer lo estaba volviendo loco y no se atrevía a volver sin noticias del chiquillo.
Se suponía que volvería pronto del colegio, pero los profesores ni siquiera lo vieron aparecer. Lo mandó de una palmada en el cogote bien temprano en la mañana.
—A veces le cuesta arrancar —se justificó Venancio—. De alguna forma tiene que conocer la zona. Joder, que está a cuatro calles y va con un montón de niños ¿Qué le iba a pasar?
Ella no dejaba de pensar en que al final terminarían entrando en su casa y encontrarían al Corredera oculto en el sótano. Tenía acordado un sistema de aviso para estos casos. Nunca antes tuvo necesidad de hacerlo: una forma concreta de abrir los pestillos de la puerta avisaba de que venía con compañía no deseada. Para salvarl al Corredera debería huír hacia delante.
—No estoy segura de poder hacer nada sin mis herramientas —acertó a decir Maroya en un segundo de lucidez—. Tirar las conchas y esas cosas. ¿Sabes dónde queda mi casa?
—Por supuesto —Respondió el policía—. Llevo rondando la zona del colegio desde que notamos que no llegaba el cabrón.
En su tono, Maroya distinguía con claridad el poco cariño que el agente la pudiese tener a un niño que le había salido distinto a como esperaba. Pensarlo le quitaba un poco de peso a lo que tenía que hacer para salir de esa situación.
En la puerta de la casa de la bruja, la buena mujer empezó a abrir pestillos y cambiar de llaves varias veces para que a Juan García le dise tiempo de salir por el otro lado de la calle sin ser visto.
Por su parte, Roque, el hijo raro del policía, se sentía muy mareado por tener que soportar el dolor del brazo que fluctuaba con intensidad. Como hemos dicho y por suerte para el Corredera, ese niño no era como los otros niños. Al despertar de la inconsciencia y ver que le habían entablillado el brazo comprendió que estaba en un lugar extraño pero a salvo. roto y dolorido pero en mejores manos que las de su padre.
Desde que despertó de la inconsciencia, pasó la tarde oculto con Juan García compartiendo impresiones acerca de la vida. Contándole los pormenores de su filosofía, lo mucho que le gustaba la marea y las formas que describen las ondas cuando el agua está en calma, compararon ambas relaciones paternofiliares como adultos y la conclusión de que el Venancio no debería haber nacido.
Roquito, a pesar de ser víctima de un accidente, tenía la impresión de que además del dolor del brazo, le iba a caer una buena por haberse salido de los planes del padre. Juan García urdió un plan con él para de alguna forma capear el temporal que se les venía encima. Le tuvo que confesar algo parecido a la realidad de la situación: por qué podía estar en casa de Maroya, lo que le iba a contar el niño a la policía cuando en medio de la noche saliese de la casa y un juramento de honor entre el hombre y el niño de no contar nunca la verdad. No se sentía del todo orgulloso pues el niño, tendría que mentir.
El sonido de las llaves en la puerta les pilló por sorpresa y desbarató lo poco que pudieron formar de su escuálido plan. No se la esperaba por allí hasta dentro de dos días más, por eso corrieron a esconderse en el rincón más profundo de la casa al otro lado de las galerías.
En la entrada de su casa, Maroya empezó con los aspavientos encendiendo sahumerios e improvisando rezos en voz muy alta con evidente doble intención. El Venancio, cada vez se mostraba más y más escéptico. La bruja nombraba santos incomprensibles, alegorías a la marea, gestos más parecidos a un improvisado conjunto de convulsiones que a un rito más o menos serio.
En ese momento a ella lo que más le importaba era la seguridad de su protegido. Darle la oportunidad de salir antes de que al agente se le acabase la paciencia y se terminase dando cuenta de que perdía el tiempo con cara de tonto.
En un momento dado del rezo, el agente se puso en pie y agarró por el brazo a la isletera como si hacer ese tipo de cosas no tuviese consecuencia alguna. Ella era una mujer de mundo y con más recursos de los que cualquiera pudiese imaginar. Por eso se dejó tironear hasta la entrada sin oponer gran resistencia para que no notase cómo agarraba el estilete que tenía colgado entre las telas de la entrada.
—Señor Venancio, haga el favor —acertó a decir Maroya sin salirse del papel—, que estas cosas no se deben dejar a mitad. Ya casi estamos.
—Me estás bailando la cabra, puta loca —contestó el policía dirigiéndose a la entrada con el brazo de la bruja en ristre.
En toda situación siempre existe un punto de No-retorno. Un lugar de inflexión donde todo se rompe y salta por los aires si no haces nada para remediarlo.
En el instante en que Venancio, sin soltarla del brazo, dio la espalda a la mujer para con la otra mano abrir la puerta de la calle, ella tiró de su brazo hacia atrás para en el siguiente movimiento poderle enterrar el estilete en los riñones. Ya casi podía ver cómo se estiraba como una tabla y se le cortaba la respiración por la sorpresa cuando tocaron al otro lado de la puerta. Un llamar sin fuerza, indeciso. Como el de un niño.
Al abrir vieron a Roquito con el brazo entablillado y los ojos en blanco orientados a ninguna parte. El silencio y la quietud se volvieron densas como el mármol por unos instantes hasta que Venancio gritó de repente.
—Hijo de puuuuta…. ¡Ja jajaja! ¿Dónde coño estabas? ¿qué ta pasao, niño er diablo?
La pobre mujer no salía de su asombro. El niño hizo el paripé de volver en sí y miró a su padre sorprendido y obnubilado. — ¿Padre? — Preguntó para caer sin fuerzas a sus pies.
Una vez en comisaría, el pequeño Roque contó una historia acerca de unos hombres raros que lo arrastraron a un coche y despertó confuso bajo una de las barcas de la puntilla, escuchando una voz que dirigió sus pasos hasta la casa de la bruja.
—Creí que era la casa del portero —. Dejó caer en una de esas.
El chaval seguía teniendo el brazo partido. Aparte de eso parecía estar bien. Por mucho que investigaron su historia, no pudieron ir más allá de lo que el chaval les contó. Maroya y el Corredera salieron airosos de la situación pero a cambio, la leyenda del poder de la mujer se hizo famosa en todo el puerto. Tanto, que no tuvo más opción que mudarse a Lanzarote y vender su casa a la extranjera de la calle Mary Sánchez.
En cuanto a cómo pudo terminar el viaje de Juan García el Corredera, podríamos decir que esa, es otra de las crónicas ocultas y debe ser contada en otro momento.
Hasta entonces no lo olviden: algo oscuro se oculta en las aguas del Puerto de la Luz.