A los cazadores del mundo de Yharnam
¡Teme a la vieja sangre!
Nos lo advirtió el maestro Willem, pero nosotros lo ignoramos… por nuestra ambición de conocimiento… por nuestra sed de poder…
Ahora todos son sus víctimas. Malogra su carne, pudre su entendimiento, corrompe su alma. Ya no pueden prescindir de la vieja sangre, son sus esclavos, destinados a consumirla en un vano intento de huir del inevitable final.
Muchos son l@s cazadores que moran Yharnam, del mismo modo que son muchos los grupos, sectas y ordenes que luchan por aglutinar todo, y a todos, bajo su potestad.
¿Eres un miembro de los Polvorillas en busca de la redención? ¿Un Sangrevil que ansía restaurar el poder de su linaje? ¿O puede que un miembro del Coro intentando vislumbrar una nueva deidad?
No importa.
Los aprendices de Caryll dedicamos nuestra vida a la búsqueda del conocimiento. Rebuscamos donde sea, indagamos del modo que sea necesario, cazamos cuando debemos hacerlo… pero, sobre todo, prestamos nuestro tiempo a quien desee contar su historia.
No dudes en escribir tu relato, cazador. Los aprendices de Caryll estaremos encantados de recibir tu testimonio.
Y recuerda…
¡Teme a la vieja sangre!
Aprendiz de Caryll
La carta, maltrecha por el paso del tiempo, está colgado en un viejo tablón de anuncios, a las afueras de la ciudad de Yharnam. Es una clara invitación para que otr@s cazadores cuenten sus historias, anécdotas o aquello que consideren digno de saberse. Siempre y cuando tenga que ver con Yharnam, la Cacería, las deidades que pueblan este cosmos y todo aquello relacionado con Bloodborne.
Una fría brisa amenaza con arrancar la marchita hoja, que resiste solitaria en el madero; donde el espacio por ocupar parece extenderse hacia el infinito.
A todo cazador
Me llamo Arnold Sangrevil. A pesar de mi orgulloso linaje, mis padres eran descendientes de una rama menor, muy lejos de la línea de Annalise, Reina de los Sangrevil. Esto supuso vender mis dotes, y mi hoja, al servicio del mejor postor. ¡He matado por la codicia de la plata, por las ínfulas de la gallardía y por el deber, para con mi linaje, de ascender en este asqueroso mundo!
Glorioso fue mi tiempo, dando caza a bestias y humanos por igual, bañando en sangre mi chikage desde las sombras de Cainhurst hasta los ponzoñosos cubiles de Yahar’gul.
Pero mis días de cazaría llegan a su fin, exiguo ya mi tiempo. Poco me queda ya, sin riqueza, ni garbo, ni ambición. Tan solo me queda hallar mi derecho, perdido por la ingratitud de quien la trajo al mundo.
Solamente deseo encontrar a mi hija.
Su nombre es Alise. Ahora, si todavía vive, debe tener veinte inviernos. Tiene mis ojos, dorados como un anochecer perpetuo. Los cabellos plateados de su madre…
Daré todo lo que tengo. ¡Daré todo lo que soy! Todo. ¡Todo! ¡Y mil veces todo! A quien me ayude a encontrarla. Cualquier pista sobre su paradero tendrá valor. ¡El más ínfimo susurro sobre su destino valdrá océanos de sangre!
Y quien ose engañarme... sabrá por qué mi nombre es temido en toda Yharnam.
Arnold Sangrevil, El Ejecutor Incauto
Una hoja se mece al viento en el tablón. Desgastada por el tiempo, calcinada por el sol y cubierta de manchas carmesí. Arnold Sangrevil se acerca, y con mirada turbia lee las runas que hay escritas.
A Arnold Sangrevil, El Ejecutor Incauto
“Lo que buscas me pertenece. Su vida sirve al verdadero credo”
Sin remitente
Al terminar de leer, su sed de sangre emerge como un vendaval sin fin. Sin contemplación alguna extiende la mano, dispuesto a destrozar la hoja con ciega furia. Pero al tocarla, justo en el mismo instante en que la piel de sus yemas entra en contacto con la materia del escrito, su mente y su consciencia se ven transportadas a otro lugar…
«Sus ojos ven una calleja, donde los ataúdes se apilan a ambos lados como funestos guardianes, con cadenas de plata estrangulándolos en carcelario abrazo. Al elevar la mirada, los féretros dan paso a las fachadas de largos edificios góticos, cuyos mugrientos muros sólo se ven interrumpidos por las volutas de los alfeizares y los salientes que sirven de atalaya a las pétreas gárgolas. Su vista apenas llega más allá, donde los elaborados capiteles y los arcos trilobulados sostienen torres derruidas.
Su hambre se dirige al final de la calleja, donde las sombras son rotas por la luz de una enorme hoguera. Pero no es él quien siente hambre.
Nota que camina, pero no son sus piernas las que lo portan. No son las suyas. Siente el frescor de la noche, pero no es su piel la que lo siente. No es la suya. Oye unos cánticos, pero no entiende su significado, a pesar de oírlos sin traba. Pero de nuevo, no son sus sentidos los que perciben. En su boca saborea la fragancia de la sangre, fresca y cálida, dispuesta para ser cazada. Pero él no es el cazador. No en aquella noche. No en aquel lugar.
Según avanza, un mundo diáfano se abre ante él. El intenso rojo del fuego, los reflejos dorados de la luz, la rosada piel de las presas… Pero no se lanza a su deseo, no salta con garras y dientes; espera, agazapado en la sombra. Y observa. Pero, no es él quien acecha.
Ve cada detalle, desde la más ínfima mota hasta el resquicio más estrecho. Ve como unas figuras vestidas con andrajos entonando cánticos. Pues ajados son sus ropajes, cuyos negros no se distinguen de los azules, y cuyos descoloridos cintos y herrumbrosas cadenas compiten en su desgaste con los ornamentados yelmos sobre sus cabezas. Bastones de haya, roble y nogal se alzan al cielo nocturno, danzando en el aire al tiempo que acarician las llamas. Siente como se relame, como crece una sanguinolenta ansia dentro de sí. Pero, a pesar de ello, espera. Aunque no sea su boca la que se relame. Aunque no sea su cuerpo el que espera. El ritual continua, girando los congregados al son de más cánticos. Entones, desde un portal de hierro negro que se abre, entre símbolos de una olvidada fe impía, aparecen una comitiva. Dos enormes siervos, cuyos rasgos humanos se diluyen en la brutalidad de sus cuerpos, arrastran a una joven.
Sus ojos son dorados, como los suyos, y sus cabellos plateados… como los de ella…
Al llegar donde el fuego abrasa y destruye todo, la joven cae de rodillas. Su cuerpo es joven y tierno, sin rastro alguno de la malograda edad. Ella alza la vista al cielo, y con una voz cristalina se une a los cánticos. Así continua aquel festejo, entre giros, ensalmos y necedad. Cuando está a punto de abalanzarse sobre la presa, lo que ven sus ojos lo detienen. A pesar de que no es él el que desea, a pesar de no ser sus ojos los que lo frenan. Los fieles atan a la joven, uniendo su desnudo cuerpo a una escala. Los mismos engendros que la trajeron, ahora se disponen a alzarla. Desean sacrificarla a uno de los Grandes. Ella desea ser uno con los Grandes.
Pero nadie le robará su presa…
Todo ahora se vuelve vertiginoso. Luz, aire, grito, sangre, agonía, miedo, fuerza, lucha, muerte, sed, reminiscencia… hambre. Un rostro desgarrado, donde el yelmo de umbroso bronce se derrite con la carne. Un cuerpo mutilado, donde había extremidades sólo queda el vacío dolor. Dos gigantes, ahora empequeñecidos en trozos de carne. Un afilado estoque, se lanza en furiosa acometida, y como víbora busca clavar su veneno. Pero una garra de hueso lo aparta, lo dobla y lo quiebra. El brazo que lo empuña duda, pero por poco tiempo. Un destello carmesí, y ahora danza por el aire, girando y girando, sin gravedad que lo pare. Cuando alcanza el cenit de su vuelo, se detiene, meditando unos instantes. Al final cae, donde las llamas y las cenizas crepitan, abrazándolo y cebándose con el regalo. Alimentándose de la ofrenda. El crepitar continua, la nueva danza se agita. Al final solamente dos respiran, caminando uno sobre un fino espejo de sangre, que se extiende como un profundo océano hasta las lejanas costas que rodean la plaza.
Se escucha una liviana respiración. Pero no es él el que respira. Siente el viscoso pisar sobre sangre, vísceras y caos. Pero no es él el que pisa.
Ve a la joven, saborea en sus fauces el olor de su dulce carne. Ahora es él el que la reconoce. Es él quien la busca. Pero no es él quien la halla. La muerte se lanza imparable. No hay gritos, no hay sollozos. Tan sólo el masticar de la ansiada presa.
Al terminar el festín, siente el gozo y la alegría dentro de sí. Pero no es él el del gozo y la alegría. No… En él sólo queda lugar al odio y la venganza.
Antes de desvanecerse la lucidez del sueño, él ve. Ve en el reflejo de la sangre de su sangre a su enemigo. Ve allí la sonrisa lobuna de la bestia. Más allá del bermellón de sus fauces vislumbra el plateado pelaje, el bestial cuerpo corrompido por la vieja sangre.
Él ve los profundos ojos verdes que le han robado el derecho de su linaje.»
De nuevo en la realidad de su tiempo, Arnold comprende… Arnold sabe. Deberá adentrarse en lo profundo de Yahar’gul, pues en la Aldea Invisible le han robado lo que le pertenecía.
Allí le aguarda su venganza.
Chikage. El símbolo de la dinastía de los Sangrevil. Una dormita a las afueras de Yharnam, al lado del tablón de anuncios. Su hoja está mellada cientos por miles de veces, y, a pesar de ello, todavía reluce con la fuerza de la sangre que la alimentó.
Quién se acerque a ella, verá. Verá el destino acontecido de su dueño. Quien la roce lo más mínimo…
«Las brumas del destino dejan paso a la visión de un Sangrevil. Aquel que llaman El Ejecutor Incauto. Está ante las puertas de Yahar’gul, la Aldea Invisible, pues es allí donde busca su venganza.
Un paso tras de otro camina, avanzando entre edificios, carromatos, hogueras y cadáveres. Algo se ha cebado con aquellos malditos infieles endogámicos. Su blasfema fe ha tenido justa recompensa. Pero a Arnold eso no le importa. Lo único que desea es alcanzar su venganza.
Tarda poco en encontrarla. Donde se aúnan los oscuros callejones y los caminos de las congregaciones hay una enorme hoguera. Arde larga como el tiempo, sobre un lago de sangre y miles de reflejos. Tiemblo, al tiempo que siento crecer la ira de mi amo. Ansío, del mismo modo que él lo hace; pues su venganza también es la mía. Su mano roza mi aceroso cuerpo, insuflándome nueva vida. Dando lugar a un nuevo pacto. Dos que son uno. Uno que son más que dos.
Su vida a cambio de otra vida.
Él ve la sonrisa lobuna. Una profunda mirada verde. Odio. Rencor. Abominación. La que en su día le otorgó un regalo para su casa, concediéndole una bendición para su linaje, ahora se jacta de arrebatársela. No hay lugar para la misericordia. No hay espacio alguno para el perdón. Donde fueron dos, al final no quedará ninguno.
Ella es rápida, y con rauda agilidad salta de su nido. Los carromatos derribados son su trinchera, el negro humo de los fuegos la cortina que la oculta. Pero donde él no ve, donde él no percibe, yo si lo hago. Ella siente la calidez de su sangre, que hierve con la ira; pero yo siento el frenesí de su voracidad, emponzoñada por la traición.
No hay miedo. No hay duda. No hay piedad.
La garra desgarra, su brazo responde y mi voluntad raja. Las fauces se clavan, su finta me acompaña, y mi furia se clava. Sangre, carne, tendón, nervio, víscera y hueso. La danza que empieza, con el tiempo, termina…
En el final, donde él se alza moribundo, ella suplica clemencia de rodillas. Pero poco importa lo que ellos deseen. Soy yo quien decide.
Una vida a cambio de otra vida.»
El gélido viento sopla, permitiendo que las cintas carmesíes atadas a la guardia de la chikage dancen. Las runas grabadas en su hoja brillan con la luna roja que se alza en lo alto, pues aquella noche es noche de cacería. No se oye nada, no se puede escuchar a nadie.
Pero el tablón de anuncios a las afueras de Yharnam prosigue con su vigilia.