I.
Era una antigua ciudad, tan antigua que se sentía en sus piedras y adoquines. En sus acueductos y murales.
En su escala, colosal y orientada hacia el sol. Hacia el ocaso y el amanecer. Dentro de un valle profundo, donde las
sombras geométricas atrapaban la vista y el equilibrio.
Caminábamos por una gran avenida, subiendo hacia las murallas y los palacios en lo alto. Una gran procesión festiva, un
carnaval de multitudes más allá de donde alcazaba la vista. Carruajes y decorados rodantes, borrachos y danzarines.
Fuego y música..
Nos desviamos, nos adentramos en las callejas hacia el interior de la ciudad. Allí, entre multitudes de viandantes, hay
mercados callejeros, puestos y mercancías. Animales y objetos extraños. Conforme se estrechan los callejones los
comercios se llevan a cabo en las casas, en tiendas oscuras y profundas. En bares pequeños con mesas bajas y
banquetas.
Nos cruzamos con muchos desconocidos, que nos asombran con sus historias o nos perturban con sus problemas.
Después llegamos al palacio. Con sus propias murallas, pero con lagos y jardines abiertos a la ciudad. Aves y flores
exóticas habitan el lugar. Se ven grandes cúpulas y columnas decoradas en oro y mármol y marfil.
El ruido de la urbe se funde antes de llegar a sus estancias.
II.
En el palacio, el príncipe soñaba con el amor.
Soñó que estaba en un prado, bajo un sol deslumbrante. Pero aquel cielo y aquel prado, y aquella luz, eran su amada.
Otra vez soñó que intentaba tocar a su amada, pero su cuerpo se agrietaba como arcilla, y una mancha oscura y
líquida surgía de su vientre.
Otra vez soñó que su amada volvía con sus hijos, ya crecidos y desconocidos.
III.
El tiempo fluye extraño en la antigua ciudad. Los días pasan despacio y se olvidan pronto. Pero los sueños
permanecen, como vívidos fantasmas, en la ilusión y la esperanza de sus gentes.