El ojo. Primera parte
De niño nos llevaron de excursión a una casa museo que el ayuntamiento derribó pocos años después. A fin de cuentas hablamos de una salida programada por la escuela pública. Se iba a donde se podía.
El museo tenía obras, legajos, esculturas, vitrinas, alfombras y focos de todas las formas posibles en las modas de hasta quince o veinte años atrás. Era tétrico, viejo y se amontonaba, desde mi punto de vista, sin ningún tipo de control más allá de las indicaciones del señor con traje y cara de suela de zapato que nos guió durante la visita.
Al salir, como siempre, sentados en el parque y con el bocadillo en la mano, comentamos las cosas interesantes que encontramos entre las paredes del lugar. Todos vimos la estatua del marinero, despintada a la vez que majestuosa, las redes en todos los techos, el cuadro de la carrera de atunes contra delfines pero nadie más aparte de mí vio el ojo incrustado en la pared. Eso fue lo que más me llamó la atención.
Creí que se trataba de un artilugio de tramoya bastante elaborado, tanto que logró engañarme durante el rato en que me atreví a mirarlo de frente. Parecía el ojo inquietantemente real de un cefalópodo gigantesco observando al visitante desde la esquina. La gelatina viscosa que recubría ese enorme globo brillaba cada vez que cambiaba la orientación de su mirada, que mariposeaba por el lugar hasta que se posó en mí.
En ese instante, una mano invisible me agarró las tripas por dentro y tuve que desviar la vista. En ningún momento dejé de sentir la suya anclada en mi cogote hasta que salimos del edificio.
El resto de la clase me miró encogiéndose de hombros. Tampoco es que esté hablando de un suceso tan extraño. Veníamos de un lugar con un incontable número de detalles que reclamaron nuestra atención desde todos los ángulos posibles. No vimos la colección de muñecos de plomo que observaban desde la cresta del cabecero señalado por otra compañera, muchos ni nos enteramos del segundo guía más bajito que nos orientó al final del trayecto, vigilando a los rezagados.
Olvidamos muchas cosas de aquel lugar, y su posterior demolición nos demostró que posiblemente debían ser olvidadas. Al día siguiente, la mayor parte de la visita salió de nosotros igual que si nunca hubiésemos estado allí, pero algo de ese ojo quedó en mí para motivar un cambio en mi conducta que puso en peligro mi propia libertad.
Su imagen me empezó a asaltar en momentos, como poco, inoportunos: si parpadeaba muchas veces en clase, en uno de esos abrir y cerrar de ojos me lo encontraba observando con intensidad desde la oscuridad y el corazón se me ponía del revés. Entonces agitaba la cabeza y el ojo desaparecía, pero quedaba la impresión revolviéndome las tripas, además de generar un pavor a todo lo oscuro, ascendiendo exponencialmente en mi mente de infante.
Lo más horrendo de la situación llegó cuando ese ojo se deslizó entre mis sueños para mirarme con insistencia, lleno de sensaciones de urgencia, culpa, apremio, confusión y, sobre todo, miedo.
Despertaba y me volvía a dormir hasta confundir el sueño con la vigilia, intentando escapar de ese enorme ojo de pulpo que me acosaba entre las arenas de Morfeo, y lo intuía vigilando en la esquina del dormitorio hasta que la luz despejaba las tinieblas de la noche.
Al cabo de una semana me vi obligado a tapar las rendijas de la puerta del dormitorio para que cuando accionase el interruptor, la claridad no despertara al resto de la familia; al mes ya no podía pensar en otra cosa: se me aparecía en todo momento, mi familia empezó a valorar la posibilidad de internarme en algún lugar donde tratasen mi afección, dejé de asistir a clases…
Tenía ocho años y resistí todo lo que pude, pero al final cedí a la insistencia de ese ojo viscoso, celeste, cerúleo, de muerte… y le devolví la mirada para que hiciese de mí lo que tuviese el valor de hacer.
La intensidad del encuentro me tiró de la nuca para dirigir mi atención a la parte más oscura de su inmensa pupila. No me moví del sitio y, sin embargo, me fundía cada vez más con esa negrura. Los nervios de mi columna se estremecieron como millones de larvas batallando bajo la piel de un cadáver, arranqué a salivar sin control y dejé de respirar durante un rato que se me hizo eterno. Rocé la toga de la muerte con la punta de los dedos cuando en la oscuridad de la pupila empezaron a aparecer formas ondulantes que, al fondo, muy al fondo, describieron los límites de un ente agitándose sin control.
La falta de aire me apremiaba haciendo que mi pecho ardiese. Necesitaba tomar aliento y a la vez saber qué era eso que llenaba mi alma de terror y me obligaba a entrar en el espacio ignoto que ocupa la pupila de un monstruo.
El instinto me obligó a obedecer la urgencia de mis pulmones y cogí un profundísimo trago de aire que me devolvió a la realidad del dormitorio, cubierto de babas, sudor y lágrimas saladas como el mar. Sentado en la cama, empapado como un recién nacido, pero solo, pude dormir una noche entera.
Desperté y no volví a ver el ojo en toda la jornada. Presentía que estaba por venir, que aparecería en algún momento, mas no ocurrió hasta que volví a sentarme en la cama y me preparé para dormir.
Levanté la mirada y allí estaba esperando, con esa viscosa sustancia resbalando sobre el celeste muerto del iris para perderse en la negrura infinita de su pupila.
Respiré hondo un par de veces para llenar mi pecho con un buen viaje de aire y hundí con atención la mirada en la del pulpo. Al fondo comenzó a dibujarse la silueta de un ser que se restregaba contra las paredes de pasillos descomunales. No percibía su presencia por medio de luces y sombras. Sentía su volumen y el de su entorno desde la distancia.
Segunda parte:
La presión de los pulmones aguijoneó desde dentro mi maxilar, los músculos del cuello y la parte de atrás de los ojos. Sumergido en su humor vítreo la presión me empujaba el vientre para robarme el aire. Volví a ceder ante la necesidad. Exhalé y de inmediato me sorprendieron cuajarones de fluidos que salieron de mi nariz y boca. Tuve que luchar con tosidos roncos y espasmos durante un buen rato para poder volver a respirar con normalidad. Volvía a estar empapado, pero satisfecho y cansado.
A día de hoy solo he podido reproducir esa sensación buceando muy profundo, entre las cavernas, allá donde la razón lo permite y la adrenalina me lleva hasta el límite.
A partir de ese momento, mi vida, para aquellos que me rodeaban, volvió a ser normal. A ojos del resto, la locura de mis visiones pasó a ser una fase del desarrollo que se me atascó en el pensamiento, pero volvía a estar bien. Dedicaba los días a mantener la apariencia de un ser humano normal, de mente estable y costumbres lógicas. Estudié como se esperaba de mí, me relacioné con el entorno desarrollándome como cualquier niño que esconde un oscuro secreto.
Pedí a mis padres apuntarme a clases de natación para aguantar mucho más tiempo sin respirar y descubrí el maravilloso mundo de la apnea voluntaria. Me sumé a los clubs de lectura e interpretación que encontraba a mi alcance, actividades que no requerían mayor compromiso de mí que la asistencia y colaboración. Me cuidé de intimar demasiado con nadie, pues, como dije, escondía, y hasta hoy sigo escondiendo, un oscuro secreto, negro como la noche.
Establecí una suerte de ritual nocturno para después de las correspondientes oraciones. Bien entrada la noche, cuando todos en casa dormían y en la soledad de mi habitación, cogía aire, me ponía cómodo y buscaba su presencia en la esquina. Ese ojo de pulpo falsamente muerto me esperaba cada noche para volver a meterme en las entrañas de ese otro lugar.
He descubierto muchas cosas a lo largo de los años. Entre ellas, que la realidad como la conocemos, no existe; que hay personas entre nosotros que no son personas aunque así lo parezcan; que por algún incomprensible motivo, existe un hilo de verdad que se asegura de permanecer a lo largo de las eras. Un hilo del que me considero una hebra.
En esos pasillos conocí de su existencia: ese que algún día vendrá y cuyo nombre se encuentra tallado en nuestra genética, aletargado y esperando para ser pronunciado en voz muy alta.
Un año después de entrar por primera vez en el mundo de la pupila, merodeaba por pasillos de paredes tan grandes como edificios de dos plantas, cubiertas por la palabra escrita que narra el origen de los tiempos. En ese lugar mi cuerpo cambiaba para poder acceder a la escritura y desplazarse con soltura por las estancias.
Su estructura no parecía pretender albergar objeto alguno. Más bien se desarrollaba en función de cómo lo hacía la historia escrita en sus paredes. De manera fortuita, el laberinto dejaba espacios que podrían ser interpretados como habitaciones, pero no había nada aparte del grabado en las paredes y otros viajeros como yo, que se adherían con sus tentáculos a las paredes para leer hasta que desaparecían de golpe.
Nuestro aspecto era similar por una única convergencia que eran los órganos que usábamos para leer: una probóscide de medio metro y cubierto de miles de filamentos que pasábamos sobre el texto para interpretar sus marcas. El resto de sus cuerpos variaban desde un cúmulo de tentáculos del tamaño de un perro, pasando por una estructura similar a la de las arañas pero con más de diez pares de patas, hasta conos contráctiles que se deslizaban sobre su base salpicados de micelios largos como látigos y dispersos desde el pie a la probóscide de lectura.
Las paredes y el suelo estaban bañadas por la suave luz de reflejos subacuáticos que difuminaba el contorno de unas paredes que se alejaban hacia un horizonte extraño.
No tardé en entender el significado de las palabras y siguiendo las indicaciones del limitado conocimiento que iba adquiriendo de mi entorno, llegué al principio de la historia.
En esas paredes negras como el basalto recién cortado, se describe un momento en que el caldo de todas las cosas bullía sin control, deshaciendo lo poco que la causalidad pudiese formar. En ese instante nada tenía sentido ni control, y oleadas de energía se precipitaban contra inconmensurables cantidades de materia hasta que, a fuerza de chocar, generaron un material denso y pesado, capaz de contener fuerzas, concentrarlas y dispersarlas a su alrededor para crear un entorno seguro, a cubierto del caos de la entropía. Un escudo perfecto.
Y la materia obtuvo refugio en el escudo para formarse y persistir, cubrir al nuevo objeto formando una cáscara de miles de capas de grosor que crecía con el vagar del nuevo material por el caldo de todas las cosas… Hasta que se abrió.
El material estaba vivo. Se agitaba, se estiraba en formas aleatorias y devoraba la cáscara de su envoltorio con cientos de bocas que surgían y desaparecían de su masa a conveniencia de por donde les apareciese el alimento.
Creció con cada dentellada hasta que terminó con la cáscara. Entonces extendió su cuerpo y se expuso al bullir de la materia y la energía hasta que consiguió concentrar a la una y repartir a la otra haciéndolas bailar en el inmenso vacío de su propio y descomunal cuerpo. Pasó a abarcarlo todo, a dominar hasta la última molécula del espacio para mantenerlas bailando al sol de las energías dispersas a su alrededor.
Ni más ni menos que esa fue la función de la entidad que dio forma al universo. Ahí sigue: estirando y contrayendo su cuerpo para marcar las pautas del baile cual director de orquesta.
Tercera parte:
De acuerdo con los fragmentos que he podido organizar en base a mis lecturas, lo que les cuento, es todo lo que he podido poner en orden de la historia narrada en ese otro lugar, pero antes de entender cuál era el comienzo, pude leer pasajes del devenir del universo que se adelantan incluso a nuestra época. Narran el nacimiento de sus vástagos, su función en cuanto al nacimiento de la conciencia y su posterior deformación hacia la vida consciente, el nacimiento y declive de civilizaciones después de expandirse por el universo.
Pude leer también el necesario exterminio de nuestro sol junto a toda la Vía Láctea cuando comience nuestra parte del baile de las estrellas, pero para ese entonces nuestra civilización habrá sido sustituída por otro tipo de seres, que a su vez cederán ante el desarrollo de otras civilizaciones más fuertes, más inteligentes o simplemente distintas.
A los dieciocho años, cuando pude valerme por mí mismo, invertí las noches después del trabajo en encontrar la forma de ser autosuficiente sin tener que salir de casa. Lo conseguí gracias a la literatura. Durante dos años y medio mi semblante era más el de un muerto viviente que el de una persona con esperanzas de futuro. Trabajaba en lo que podía durante una época en la que pocos te hacían un contrato, el resto del tiempo lo dedicaba a bucear en la lectura del laberinto de piedra negra, y en escribir relatos de terror que tuve la suerte de colocar en las revistas adecuadas. Llegó el momento en que pude dejar de buscar curritos y dedicarme tan solo a escribir. Recuperé la salud y volví a parecer un joven sano y respetable.
Estoy muy cómodo. Hace meses que no salgo de casa y no hablo más que con un señor al que no conozco en persona, pero dice ser mi agente. Me habla de contratos, de montañas de dinero. A mí no me importa nada más aparte de seguir aprendiendo las enseñanzas de las paredes, así que le digo que sí a todo y le mando lo que me pide.
Hoy ha llegado un sobre reptando bajo la puerta de mi apartamento. Algo de una sociedad o un culto de nosequé cosa relacionada con alguna parte de mi obra. Me invitan a un acto (evento, lo llaman). No quise ni molestarme en apuntar cuando lo tiré a la papelera, hasta que vi el símbolo grabado en su reverso: lo que parecía ser una probóscide de lectura entre dos enormes paredes negras que se alejaban hacia una bruma en el horizonte.
Sorprendente.
A lo largo de los años habré entrado cientos de miles de veces a través de la pupila y he tenido la suerte de poder compartir información con seres de todo tipo de condición. Nunca con otros humanos. Por otro lado, jamás pretendí hablar de mi otro mundo en ninguna de mis historias, pero era evidente lo que significaba ese anagrama. Volví a leer el nombre de la entidad anunciante: La comuna del Artefacto.
Era evidente que se referían a una serie de novelas de aventuras: Ryuk Art, donde un viajero entre dimensiones usa su vehículo para exiliar a los restos de la civilización humana en su huída de una entidad que devora universos enteros. La comuna del artefacto era el nombre que le daba en la historia a estos últimos supervivientes… Aparte de tener un nombre curioso, no me hizo prever nada más allá que una discreta reunión de fans, y eso, sumado a que en la letra pequeña avisaban de un aforo limitado a dieciséis personas, me terminó de convencer para retrasar mi lectura de esta noche a cambio de unas pocas horas de socialización y misterio… ese símbolo…
Este lugar tiene todas las características necesarias para una convención del misterio. Hasta la luz roja de puticlub, al filtrarse entre las volutas de humo de los cigarros, desdibuja los contornos de las cosas, llenándolas de misterio.
Se accede por un pasillo hecho en bloques de piedra de cantera y alrededor de una docena de estalactitas de escayola pintada cuelgan por todo el camino hasta la sala principal. Puedo verla a través de la abertura. Ahí me esperan sentadas en círculo quince personas tan normales como las que uno se podría encontrar cada día en un supermercado. Las marcas en el suelo desnudo me dan a entender que han despejado la estancia para la ocasión. Cada uno reposa en su sofá, junto a una mesilla con lamparita sobre la que descansan sus bebidas y ceniceros. Las paredes, llenas de estanterías con juegos de mesa, rol y libros en general, observan desde la penumbra cómo las cabezas de los presentes se giran al compás cuando abro el portón y asomo el hocico.
Se levantan y se presentan intentando mantener un cierto orden. No retengo ni un solo nombre. Son muy amables, me invitan a beber y a fumar, sonríen cuando hacen referencias a elementos de la obra del viajero. Por el momento, ninguna alusión al dibujo de la probóscide de lectura ni a las paredes. Me señalan el asiento de honor que cierra el círculo y después de un rato de charla banal acerca del mundo editorial y la creatividad literaria, la que parece ser la organizadora anuncia que el evento está a punto de empezar.
Nunca me han hecho una entrevista. No tengo ni idea de qué decir, pero no debe ser muy difícil y somos pocos. Por mucho que meta la pata, no tendrá gran trascendencia, y además me importa muy poco.
Se hace el silencio, se apagan las luces y miro hacia el techo como el resto de los asistentes.
Ahí está, el ojo ha venido con su enorme pupila a llevarnos a todos de excursión.
La caja negra:
Llegó a su vida hace relativamente poco. Muy poco para la influencia que ha ejercido en su mente desde que la rescató de un basurero. Es una caja de lo más normal: de madera negra y firme. Su tapa no tiene asa, ni cerradura que guarde sus secretos. Eso y que carece totalmente de adornos , la convierten en un pésimo joyero, por eso resulta aún más extraño que Marina guarde mejores momentos con lo que ha podido ver en su interior durante estos tres últimos meses, que en 20 años de relación. Se maravilla con exageración al contemplar lo que contiene y hasta cuando descansa cerrada sobre su mesilla de noche, requiere más atención que su propia hija recién nacida.
Sí, la puta caja llegó en el mejor momento.
Cuando sus caminos se encontraron, vagaba desorientada y llena de dolores por el extrarradio de Mariot. Pidió como un favor a su madre, abuela orgullosa de la recién llegada criatura, que la cuidase un rato mientras ella se tomaba un respiro para poder ir a tirarse por un puente, pero a mitad del camino dio con la caja yacente en el suelo, llena de suciedad. Nadie diría que quisiese ser encontrada y aún así, Marina la encontró, se arrodilló con dolor frente a ella y abrió la tapa. Como resultado, volvió tarde, sucia, con la caja y viva. Sobre todo, viva.
Es normal que se pregunten qué carajo podía haber allí, yo también lo hacía. Aún lo hago.
Desde fuera lo único apreciable era la sonrisa de felicidad desmedida de Marina que de tanto sonreír se le estaba deformando la expresión hasta crear un abismo entre cuando miraba y no miraba la caja negra.
Ni siquiera se percató del momento en que su marido Salió de la casa con la criatura en brazos y el beneplácito de su propia madre. Su mundo se había vuelto un cúmulo de gritos de fondo, llantos y reproches como un runrún que sonaba sin sentido hasta que se hacía la hora de volver a engancharse a las maravillas que un mal día encontró en la basura.
Ya no es capaz de distinguir entre estar dentro o fuera de la caja. Cuando levanta la mirada y nota que en el exterior, la noche se ha hecho con todo, tan solo deja resbalar el amago de una carcajada sin ganas y vuelve a sumergirse en la dulcísima depresión de un descanso, en el que solo puede soñar con una cosa: la caja negra.
La echaron a la calle por falta de pago. ¿Quién sabe si hace un día o dos? llevaba un tiempo sin luz, posiblemente sin agua también. Al entrar la encontraron sentada en una silla de madera, a oscuras, mirando fijamente una cajita de madera con un ligero destello en su interior que nadie comprende: la única pertenencia que llevó consigo. Eso, la ropa que llevaba puesta y un abrigo que le servirá para pasar las primeras noches.
Hoy, sin darse cuenta dirige sus pasos hacia el vertedero donde, en el suelo, junto a un abrigo raído por el clima y las alimañas, encontró el tesoro que ahora controla su día a día. Le parece bien sentarse un rato a descansar, ver qué tal sienta volver a repetir la sensación de la primera ojeada. "Justicia poética", piensa.
No hará falta fijarse en las puñaladas que sus huesos dan desde dentro al abrigo para saber que la caja, en breve encontrará otro dueño al que enseñar las maravillas que oculta entre sus tripas: un secreto por el que merece la pena conservar la vida y volver a morir.
Mamá, esta va por ti. Me parece justo porque es la última carta que escribo ¿A quién si no a mi madre que siempre ha estado ahí?
No te preocupes por mí. Sé que suena a despedida y en realidad, así es, pero no es una de esas que estás pensando. Ya no puedo morir joven ni dejar un bonito cadáver, no voy a buscar la manera más efectiva de quitarme de en medio para huir de los males terrenales, las dolencias y aflicciones de la mente y de la carne: esto va mucho más allá.
Voy a otro lugar del que dudo que algún día pueda volver. Sí, te hablo de ese otro lugar que veo en los espejos. No hace falta que me repitas lo que todos se han cansado de decirme. Preferiría que no te lo planteases como una posible realidad y terminases asimilándolo como una realidad que simplemente es, en la que me gustaría decirte que estaré mejor. Lo desconozco… te digo con sinceridad que no sé si allí mi existencia mejorará, pues solo sé que tengo que ir.
Ya te hablé de los pasillos, de los símbolos en las paredes de ese extrañísimo lugar en el que todo parece flotar sumergido en aire muy denso. Ahora, por fin he visto cosas con sentido que me hacen tomar esta decisión que, por muy drástica que pueda parecerte, que pueda parecer a todo el mundo, recuerden que es mi decisión.
Respondo a tu reclamo de información: querías saber por qué tú no podías ver lo que yo y te respondo que lo que cambia no es el espejo en sí, ocurre en prácticamente cualquier superficie reflectante. Lo que cambia es la forma de mirar.
Tienes que mirar con la intención de querer ver lo que hay detrás. Como si para pasar de una habitación a otra tuvieses que apartar un velo que enmascara lo que hay al otro lado. La máscara, el velo en sí es el reflejo, pero si lo ignoras, poco a poco empiezan a aparecer cosas.
¿Recuerdas la primera vez que te hablé de ese lugar? No era más que un adolescente que creía saberlo todo hasta que descubrí que nunca podría saber gran cosa de nada hasta que no descubriese a dónde daban esos pasillos.
Está claro que lo que hay al otro lado son pasillos enormes, galerías que casi llegan al cielo o se pierden en la difusión de la bruma. Mientras más te fijas, más detalles encuentras; mientras más detalles encuentras, más quieres encontrar. Es como un vicio.
He llegado a pasar días enteros mirando por encima de mis hombros en el espejo del salón hasta que hace poco descubrí que cada espejo que encuentre en el mundo representa un lugar distinto de esa inmensa y laberíntica galería de cientos de pisos de altura, quizá miles, todos ellos llenos hasta arriba de símbolos que en un principio no supe descifrar.
Ahora lo veo todo mucho más claro. Tanto, que ya no percibo el velo cuando me miro a un espejo. El reflejo de las cosas: de todo lo que camina, todo lo que vuela, todo lo que se arrastra, todo lo que nada… todo lo que eternamente permanece ha perdido su copia.
Mi siguiente paso ha sido el de forrar paredes, suelo y techo de mi dormitorio con espejos. Ahora solo estamos ese lugar y yo en comunión todo el día, todos los días descubriendo maravillas difíciles de verbalizar.
Esto es muy importante, mamá: ese lugar me llama, tiene un sitio para mí y pronto, muy pronto descubriré cuál es.
Para entonces, querida madre, ya no estaré aquí, lo sé…
Lo sé.
No es una creencia, no es un arrebato, mamá… es la mayor de las certezas y al menos tú, espero que lo sepas respetar.
¿Puedo decirte que te quiero?
(Click)
(Sonido de grabadora funcionando)
Siempre me ha interesado la magia negra. Invertí gran parte de mi juventud gastando la herencia que había heredado de mis padres viajando por el mundo y entrevistándome con chamanes y supuestos hechiceros de toda índole. La mayor parte de las veces resultaban ser un timo y acercarme a ellos solo sirvió para menguar mi hacienda. Sin embargo, era un riesgo que muy gustosamente estaba dispuesto a correr, ya que las pocas veces en las que logré atisbar mínimamente algo de lo que se escondía al otro lado del Velo valían por todos los charlatanes y timadores con los que me había codeado.
Por fin encontré algo interesante. Me encontraba en Nueva Inglaterra, tierra con una gran tradición de brujas y aquelarres donde, en un mugriento bar de carretera, un viejo desdentado me habló por primera vez de Marie Laveau, la gran reina del Vudú. Heredera de un gran saber oculto, Marie Laveau había muerto en su Nueva Orleans querida. Sin embargo, sus restos mortales no reposaban en el cementerio de la ciudad como pensaban todos los turistas que iban a visitarla a diario. La gran mambo sabía perfectamente que su cuerpo no podía quedar a merced de cualquiera y sus propios seguidores muy gustosamente cumplieron su última voluntad, enterrándola en lo profundo del pantano donde solo ellos pudieran acceder a su último secreto cuando fuese necesario.
Desde aquel momento, encontrar la tumba de Marie Laveau se convirtió en mi obsesión. Gasté gran parte de mis, ya menguados ahorros, en dar con el enclave del lugar donde se hallaba y tuve que vender mi apartamento y mudarme a un infecto sótano para asegurarme la fidelidad del único guía que se atrevió a llevarme hasta allí.
Viajamos durante días hasta lo más profundo del pantano. Por fin llegamos al lugar y ¡Oh benditos dioses del universo! Hasta el último penique que había invertido dejándome casi en la ruina había merecido la pena. Junto al cuerpo de la mambo pude hacerme con el gran secreto de su sabiduría: un muñeco Vudú hecho de tela y paja.
Recogí el hallazgo y volví a casa lo más rápido posible. Una vez allí decidí empezar la primera fase del ritual. Cogí un alfiler y atravesé la boca del muñeco. A partir de ese momento, cualquier comida que tomase, hasta la más simple o insulsa me permitía descubrir un nuevo universo. Era capaz de apreciar hasta el último ingrediente y descomponer los más complejos en partículas más simples hasta el punto de que si me lo hubiese propuesto podría haber dejado escrita la composición molecular del mismo universo.
Deseando saber más, al día siguiente clavé otro alfiler en la nariz del monigote y de pronto fui consciente de todos los olores que me rodeaban. El olor a hierba mojada me permitió acceder a los secretos de la vida en la Tierra.
Envalentonado, pase a la siguiente fase de mi plan y clave un nuevo alfiler en las orejas del muñeco. El sonido del viento me traía noticias de todo el mundo y tal era su intensidad que tuve que ponerme unos tapones para dormir. Acostado en la cama, sin oír más ruido que el mío propio, empezaron a retumbar en mis oídos los latidos de mi propio corazón. Entonces fui consciente de todas mis vidas pasadas hasta la primera molécula, ancestro de toda la humanidad, que había vivido en la sopa primordial.
Como aquello era para lo que había trabajado toda mi vida no dudé en clavar un par de alfileres en cada una de las pequeñas manos de paja. En ese mismo instante pude notar como contra mi piel se rozaban extraños apéndices. Algunos parecían tentáculos, largos y viscosos. Otros, eran fríos y metálicos. Todo aquello me hizo comprender que junto a nosotros habitan extrañas criaturas que aunque no podamos verlas o sentirlas normalmente son nuestras compañeras de dimensión.
Ya no podía esperar más y cómo comprenderán, ansiosamente clave las últimas dos agujas en los ojos del muñeco. En ese momento pude verlo todo. Aquellas entidades y muchas más que no había aún notado aparecieron ante mí. Verlas por fin casi me hizo perder la cordura pero me contuve y pronto me recuperé haciéndome nuevamente dueño de mí mismo.
Han pasado tres días desde aquello y siento que queda una última frontera que cruzar para acceder al verdadero saber universal, para traspasar el Velo. En mi mano tengo un alfiler dorado y mientras hablo lo clavo en la cabeza del muñeco.
…
¡Oh! ¿Qué ve mi mente? ¡Todo absolutamente todo a mi alrededor ha desaparecido y un dique parece que se ha abierto dentro de mi! ¡LO VEO TODO! ¡LO SÉ TODO! Navego al hasta el centro mismo del universo en el espacio y el tiempo y allí veo, allí veo… ¡AHHHHH!
El paquete
Siempre había odiado el pueblo. Sus casas construidas con pizarra negra, las viejas vestidas de negro y esos enormes perros, por supuesto, negros tambien, habian formado parte de las peores pesadillas de mi infancia.
En una de esas casas negras vivían mis abuelos y como en un par de semanas iba a cumplir mi sueño y marchaba a París para trabajar como asistente de decoración en una de las firmas más importantes del país, mi madre, entre lloros y lamentos, me hizo prometer que antes de partir pasaría unos días con ellos por si la parca decidía visitarlos en mi ausencia.
Sin internet y sin cobertura móvil, poco me había durado la mediocre novela de bolsillo que había comprado en el Relay de la estación de autobuses. Se me presentaba, por lo tanto, la difícil decisión de pasar la tarde acorralado entre alguna de las soporíferas novelas de mi abuelo o con mi abuela y su televisor atascado en Tele Galicia desde 1986. Decidí, por lo tanto, dirigirme al cobertizo e investigar los trastos y cachivaches que mis abuelos y varias generaciones antes que ellos, habían guardado allí. He de reconocer que aquel cobertizo, congelado en tiempos pretéritos, atrajo mi atención como decorador de interiores. Dentro había innumerables trastos que si bien ya no servían para nada por estar oxidados, rotos e inservibles, despertaron mi creatividad. Me pregunté si podría hacerme con alguna cosa interesante para mostrarla en mi nuevo trabajo. Dicen que en el arte los extremos se tocan y mi cabeza bullía con combinaciones donde lo vetusto se unía a lo más moderno para crear el ambiente del último restaurante de moda de París.
A la mañana siguiente, abrigado con una chaqueta vaquera en pleno verano, salí al único punto del pueblo con la mínima cobertura móvil que permitiera la transacción de paquetes por la red. Curiosamente, ese único punto era el mojón que daba la bienvenida al pueblo. Junto a él, un banco de madera húmedo y ajado, sin duda, puesto allí para facilitar un poco la comunicación con el exterior. Abrí la aplicación de compra-venta de segunda mano que solía usar en mi apartamento de Madrid y activé el filtro por localización. No me sorprendió que frente a los cientos de usuarios que encontraba en la capital, en ese pueblo, poniendo un rango de 50 kilómetros, me aparecieran sólo una docena de usuarios, la mitad de ellos vendiendo discos y cómics antiguos que en ese momento no me importaban. Buceando entre el contenido encontré dos objetos que llamaron mi atención: un espejo de principios del siglo XX y un ajado candil de hierro del siglo XIX o anterior. Mandé un mensaje a los dos usuarios y me fui a dar un paseo por los alrededores.
Cuando volví un par de horas después, comprobé con alegría que había recibido respuesta a uno de mis mensajes. El propietario del candil aceptaba venderlo incluso aplicando la rebaja que le había solicitado. Me citaba esa tarde en el bar de un pueblo que se encontraba a unos diez kilómetros de distancia. Si quería, podíamos vernos esa misma tarde. Por supuesto acepté, en parte por hacerme con el objeto, en parte por vencer el aburrimiento tomando algo y hablando con alguien a volumen normal.
Cuando llegó el momento, intenté resucitar la motillo vieja de mi primo. Llevaba años encerrada en el cobertizo y tras cambiarle el aceite, llegué a la conclusión de que perdía combustible, aunque no demasiado. Decidí arriesgarme, y tras llenar el depósito a tope gracias a una garrafa que me vendió un vecino, me dirigí al lugar del encuentro.
Pese a ser agosto, la tarde era fría y la niebla me acompañó todo el camino. El antro se encontraba bajando unas viejas escaleras, en un sótano oscuro. Dentro, algunos parroquianos echaban la tarde jugando al dominó o viendo en la televisión autonómica un concurso donde se votaba a la vaca más bonita de la temporada.
En una mesa apartada vi a un chico que tomaba una cerveza. Parecía tener mi edad y por el paquete que tenía sobre la mesa, deduje que era mi contacto. Cuando me acerqué, el joven aceptó de buen grado mi compañía y pronto iniciamos una animada conversación. Sobre la mesa, tenía el paquete que no paraba de mirar con curiosidad. Me di cuenta de que en ningún momento desviaba la conversación al verdadero motivo que nos había reunido allí, que no era otro que nuestra pequeña transacción comercial pero por prudencia no quise meterle prisa. Pasaron las horas y tras varias cervezas la naturaleza me obligó a pasarme por el baño para evacuar. Al volver, la mesa estaba vacía, mi nuevo amigo se había marchado sin despedirse, dejándose el paquete olvidado en la mesa. Me extrañaba que se hubiera ido así de pronto, más aún cuando todavía no le había pagado. De pronto caí en la cuenta de que no me había dicho ni cómo se llamaba ni dónde vivía. Solo tenía el nombre de un usuario de internet con todo el anonimato que eso supone. Pregunté al tabernero que se limitó a encogerse de hombros y decirme en una mezcla de gallego y castellano que no conocía al chico y estaba seguro de que no era de la zona.
Pedí otra cerveza y me la bebí sin apartar mi vista del extraño paquete. Por fin, me decidí a abrirlo. Dentro estaba mi candil. Era tal y como se mostraba en la foto, algo oxidado pero en bastante buen estado. No me sería complicado restaurarlo y estaba seguro que una vez terminado ganaría puntos ante mis nuevos jefes. Como su dueño no volvía, le di mi dirección al camarero por si regresaba a buscarlo y me volví para casa. Más tarde intentaría volver a ponerme en contacto con él mandándole un mensaje desde la aplicación.
Llevo el paquete en la fiambrera de la moto, sin darme cuenta se ha hecho de noche y la niebla apenas me deja ver a dónde me dirijo. La moto se ha quedado sin combustible. No recuerdo haber atravesado ningún bosque cuando salí unas horas antes. Sin duda, por culpa de la niebla, me he pasado la entrada de la autovía. No veo nada ni delante ni detrás y no tengo cobertura para llamar a la Guardia Civil y que vengan a buscarme.
Han pasado varias horas, estoy aterido de frío en medio del camino y debe ser ya medianoche. Delante mío veo luces que se acercan con lentitud. Por unos instantes doy gracias a Dios por encontrar a alguien que va a poder ayudarme, pero pronto mi alegría se torna en terror cuando comprendo qué es lo que se acerca. Una procesión de muertos viene hacia mí y de pronto lo veo todo claro, el bosque, la condenada niebla, el camino y el paquete que llevo en la fiambrera: el candil. He caído en una trampa, tengo que pensar rápido pues aunque al principio creía que las luces se movían lentamente cada vez se acercan a más velocidad. Si hubiera un cruceiro bajo el que resguardarme…, pero no veo ninguno, el miedo ha congelado mis miembros y solo puedo llorar. Una comitiva de fallecidos me rodea, he perdido el control de mi cuerpo que ahora solo obedece a la receta de una maldición. Desenvuelvo el paquete y tomo el candil que se ha prendido solo con una luz tan antinatural como la de los cirios que me rodean. El círculo se abre ante mí, quieren que me ponga el primero para que les guíe por el resto de la eternidad, el vivo que guía la procesión de muertos, la Santa Compaña que vaga por los bosques de Galicia para toda la eternidad.