El ojo. Primera parte
De niño nos llevaron de excursión a una casa museo que el ayuntamiento derribó pocos años después. A fin de cuentas hablamos de una salida programada por la escuela pública. Se iba a donde se podía.
El museo tenía obras, legajos, esculturas, vitrinas, alfombras y focos de todas las formas posibles en las modas de hasta quince o veinte años atrás. Era tétrico, viejo y se amontonaba, desde mi punto de vista, sin ningún tipo de control más allá de las indicaciones del señor con traje y cara de suela de zapato que nos guió durante la visita.
Al salir, como siempre, sentados en el parque y con el bocadillo en la mano, comentamos las cosas interesantes que encontramos entre las paredes del lugar. Todos vimos la estatua del marinero, despintada a la vez que majestuosa, las redes en todos los techos, el cuadro de la carrera de atunes contra delfines pero nadie más aparte de mí vio el ojo incrustado en la pared. Eso fue lo que más me llamó la atención.
Creí que se trataba de un artilugio de tramoya bastante elaborado, tanto que logró engañarme durante el rato en que me atreví a mirarlo de frente. Parecía el ojo inquietantemente real de un cefalópodo gigantesco observando al visitante desde la esquina. La gelatina viscosa que recubría ese enorme globo brillaba cada vez que cambiaba la orientación de su mirada, que mariposeaba por el lugar hasta que se posó en mí.
En ese instante, una mano invisible me agarró las tripas por dentro y tuve que desviar la vista. En ningún momento dejé de sentir la suya anclada en mi cogote hasta que salimos del edificio.
El resto de la clase me miró encogiéndose de hombros. Tampoco es que esté hablando de un suceso tan extraño. Veníamos de un lugar con un incontable número de detalles que reclamaron nuestra atención desde todos los ángulos posibles. No vimos la colección de muñecos de plomo que observaban desde la cresta del cabecero señalado por otra compañera, muchos ni nos enteramos del segundo guía más bajito que nos orientó al final del trayecto, vigilando a los rezagados.
Olvidamos muchas cosas de aquel lugar, y su posterior demolición nos demostró que posiblemente debían ser olvidadas. Al día siguiente, la mayor parte de la visita salió de nosotros igual que si nunca hubiésemos estado allí, pero algo de ese ojo quedó en mí para motivar un cambio en mi conducta que puso en peligro mi propia libertad.
Su imagen me empezó a asaltar en momentos, como poco, inoportunos: si parpadeaba muchas veces en clase, en uno de esos abrir y cerrar de ojos me lo encontraba observando con intensidad desde la oscuridad y el corazón se me ponía del revés. Entonces agitaba la cabeza y el ojo desaparecía, pero quedaba la impresión revolviéndome las tripas, además de generar un pavor a todo lo oscuro, ascendiendo exponencialmente en mi mente de infante.
Lo más horrendo de la situación llegó cuando ese ojo se deslizó entre mis sueños para mirarme con insistencia, lleno de sensaciones de urgencia, culpa, apremio, confusión y, sobre todo, miedo.
Despertaba y me volvía a dormir hasta confundir el sueño con la vigilia, intentando escapar de ese enorme ojo de pulpo que me acosaba entre las arenas de Morfeo, y lo intuía vigilando en la esquina del dormitorio hasta que la luz despejaba las tinieblas de la noche.
Al cabo de una semana me vi obligado a tapar las rendijas de la puerta del dormitorio para que cuando accionase el interruptor, la claridad no despertara al resto de la familia; al mes ya no podía pensar en otra cosa: se me aparecía en todo momento, mi familia empezó a valorar la posibilidad de internarme en algún lugar donde tratasen mi afección, dejé de asistir a clases…
Tenía ocho años y resistí todo lo que pude, pero al final cedí a la insistencia de ese ojo viscoso, celeste, cerúleo, de muerte… y le devolví la mirada para que hiciese de mí lo que tuviese el valor de hacer.
La intensidad del encuentro me tiró de la nuca para dirigir mi atención a la parte más oscura de su inmensa pupila. No me moví del sitio y, sin embargo, me fundía cada vez más con esa negrura. Los nervios de mi columna se estremecieron como millones de larvas batallando bajo la piel de un cadáver, arranqué a salivar sin control y dejé de respirar durante un rato que se me hizo eterno. Rocé la toga de la muerte con la punta de los dedos cuando en la oscuridad de la pupila empezaron a aparecer formas ondulantes que, al fondo, muy al fondo, describieron los límites de un ente agitándose sin control.
La falta de aire me apremiaba haciendo que mi pecho ardiese. Necesitaba tomar aliento y a la vez saber qué era eso que llenaba mi alma de terror y me obligaba a entrar en el espacio ignoto que ocupa la pupila de un monstruo.
El instinto me obligó a obedecer la urgencia de mis pulmones y cogí un profundísimo trago de aire que me devolvió a la realidad del dormitorio, cubierto de babas, sudor y lágrimas saladas como el mar. Sentado en la cama, empapado como un recién nacido, pero solo, pude dormir una noche entera.
Desperté y no volví a ver el ojo en toda la jornada. Presentía que estaba por venir, que aparecería en algún momento, mas no ocurrió hasta que volví a sentarme en la cama y me preparé para dormir.
Levanté la mirada y allí estaba esperando, con esa viscosa sustancia resbalando sobre el celeste muerto del iris para perderse en la negrura infinita de su pupila.
Respiré hondo un par de veces para llenar mi pecho con un buen viaje de aire y hundí con atención la mirada en la del pulpo. Al fondo comenzó a dibujarse la silueta de un ser que se restregaba contra las paredes de pasillos descomunales. No percibía su presencia por medio de luces y sombras. Sentía su volumen y el de su entorno desde la distancia.
Segunda parte:
La presión de los pulmones aguijoneó desde dentro mi maxilar, los músculos del cuello y la parte de atrás de los ojos. Sumergido en su humor vítreo la presión me empujaba el vientre para robarme el aire. Volví a ceder ante la necesidad. Exhalé y de inmediato me sorprendieron cuajarones de fluidos que salieron de mi nariz y boca. Tuve que luchar con tosidos roncos y espasmos durante un buen rato para poder volver a respirar con normalidad. Volvía a estar empapado, pero satisfecho y cansado.
A día de hoy solo he podido reproducir esa sensación buceando muy profundo, entre las cavernas, allá donde la razón lo permite y la adrenalina me lleva hasta el límite.
A partir de ese momento, mi vida, para aquellos que me rodeaban, volvió a ser normal. A ojos del resto, la locura de mis visiones pasó a ser una fase del desarrollo que se me atascó en el pensamiento, pero volvía a estar bien. Dedicaba los días a mantener la apariencia de un ser humano normal, de mente estable y costumbres lógicas. Estudié como se esperaba de mí, me relacioné con el entorno desarrollándome como cualquier niño que esconde un oscuro secreto.
Pedí a mis padres apuntarme a clases de natación para aguantar mucho más tiempo sin respirar y descubrí el maravilloso mundo de la apnea voluntaria. Me sumé a los clubs de lectura e interpretación que encontraba a mi alcance, actividades que no requerían mayor compromiso de mí que la asistencia y colaboración. Me cuidé de intimar demasiado con nadie, pues, como dije, escondía, y hasta hoy sigo escondiendo, un oscuro secreto, negro como la noche.
Establecí una suerte de ritual nocturno para después de las correspondientes oraciones. Bien entrada la noche, cuando todos en casa dormían y en la soledad de mi habitación, cogía aire, me ponía cómodo y buscaba su presencia en la esquina. Ese ojo de pulpo falsamente muerto me esperaba cada noche para volver a meterme en las entrañas de ese otro lugar.
He descubierto muchas cosas a lo largo de los años. Entre ellas, que la realidad como la conocemos, no existe; que hay personas entre nosotros que no son personas aunque así lo parezcan; que por algún incomprensible motivo, existe un hilo de verdad que se asegura de permanecer a lo largo de las eras. Un hilo del que me considero una hebra.
En esos pasillos conocí de su existencia: ese que algún día vendrá y cuyo nombre se encuentra tallado en nuestra genética, aletargado y esperando para ser pronunciado en voz muy alta.
Un año después de entrar por primera vez en el mundo de la pupila, merodeaba por pasillos de paredes tan grandes como edificios de dos plantas, cubiertas por la palabra escrita que narra el origen de los tiempos. En ese lugar mi cuerpo cambiaba para poder acceder a la escritura y desplazarse con soltura por las estancias.
Su estructura no parecía pretender albergar objeto alguno. Más bien se desarrollaba en función de cómo lo hacía la historia escrita en sus paredes. De manera fortuita, el laberinto dejaba espacios que podrían ser interpretados como habitaciones, pero no había nada aparte del grabado en las paredes y otros viajeros como yo, que se adherían con sus tentáculos a las paredes para leer hasta que desaparecían de golpe.
Nuestro aspecto era similar por una única convergencia que eran los órganos que usábamos para leer: una probóscide de medio metro y cubierto de miles de filamentos que pasábamos sobre el texto para interpretar sus marcas. El resto de sus cuerpos variaban desde un cúmulo de tentáculos del tamaño de un perro, pasando por una estructura similar a la de las arañas pero con más de diez pares de patas, hasta conos contráctiles que se deslizaban sobre su base salpicados de micelios largos como látigos y dispersos desde el pie a la probóscide de lectura.
Las paredes y el suelo estaban bañadas por la suave luz de reflejos subacuáticos que difuminaba el contorno de unas paredes que se alejaban hacia un horizonte extraño.
No tardé en entender el significado de las palabras y siguiendo las indicaciones del limitado conocimiento que iba adquiriendo de mi entorno, llegué al principio de la historia.
En esas paredes negras como el basalto recién cortado, se describe un momento en que el caldo de todas las cosas bullía sin control, deshaciendo lo poco que la causalidad pudiese formar. En ese instante nada tenía sentido ni control, y oleadas de energía se precipitaban contra inconmensurables cantidades de materia hasta que, a fuerza de chocar, generaron un material denso y pesado, capaz de contener fuerzas, concentrarlas y dispersarlas a su alrededor para crear un entorno seguro, a cubierto del caos de la entropía. Un escudo perfecto.
Y la materia obtuvo refugio en el escudo para formarse y persistir, cubrir al nuevo objeto formando una cáscara de miles de capas de grosor que crecía con el vagar del nuevo material por el caldo de todas las cosas… Hasta que se abrió.
El material estaba vivo. Se agitaba, se estiraba en formas aleatorias y devoraba la cáscara de su envoltorio con cientos de bocas que surgían y desaparecían de su masa a conveniencia de por donde les apareciese el alimento.
Creció con cada dentellada hasta que terminó con la cáscara. Entonces extendió su cuerpo y se expuso al bullir de la materia y la energía hasta que consiguió concentrar a la una y repartir a la otra haciéndolas bailar en el inmenso vacío de su propio y descomunal cuerpo. Pasó a abarcarlo todo, a dominar hasta la última molécula del espacio para mantenerlas bailando al sol de las energías dispersas a su alrededor.
Ni más ni menos que esa fue la función de la entidad que dio forma al universo. Ahí sigue: estirando y contrayendo su cuerpo para marcar las pautas del baile cual director de orquesta.
Tercera parte:
De acuerdo con los fragmentos que he podido organizar en base a mis lecturas, lo que les cuento, es todo lo que he podido poner en orden de la historia narrada en ese otro lugar, pero antes de entender cuál era el comienzo, pude leer pasajes del devenir del universo que se adelantan incluso a nuestra época. Narran el nacimiento de sus vástagos, su función en cuanto al nacimiento de la conciencia y su posterior deformación hacia la vida consciente, el nacimiento y declive de civilizaciones después de expandirse por el universo.
Pude leer también el necesario exterminio de nuestro sol junto a toda la Vía Láctea cuando comience nuestra parte del baile de las estrellas, pero para ese entonces nuestra civilización habrá sido sustituída por otro tipo de seres, que a su vez cederán ante el desarrollo de otras civilizaciones más fuertes, más inteligentes o simplemente distintas.
A los dieciocho años, cuando pude valerme por mí mismo, invertí las noches después del trabajo en encontrar la forma de ser autosuficiente sin tener que salir de casa. Lo conseguí gracias a la literatura. Durante dos años y medio mi semblante era más el de un muerto viviente que el de una persona con esperanzas de futuro. Trabajaba en lo que podía durante una época en la que pocos te hacían un contrato, el resto del tiempo lo dedicaba a bucear en la lectura del laberinto de piedra negra, y en escribir relatos de terror que tuve la suerte de colocar en las revistas adecuadas. Llegó el momento en que pude dejar de buscar curritos y dedicarme tan solo a escribir. Recuperé la salud y volví a parecer un joven sano y respetable.
Estoy muy cómodo. Hace meses que no salgo de casa y no hablo más que con un señor al que no conozco en persona, pero dice ser mi agente. Me habla de contratos, de montañas de dinero. A mí no me importa nada más aparte de seguir aprendiendo las enseñanzas de las paredes, así que le digo que sí a todo y le mando lo que me pide.
Hoy ha llegado un sobre reptando bajo la puerta de mi apartamento. Algo de una sociedad o un culto de nosequé cosa relacionada con alguna parte de mi obra. Me invitan a un acto (evento, lo llaman). No quise ni molestarme en apuntar cuando lo tiré a la papelera, hasta que vi el símbolo grabado en su reverso: lo que parecía ser una probóscide de lectura entre dos enormes paredes negras que se alejaban hacia una bruma en el horizonte.
Sorprendente.
A lo largo de los años habré entrado cientos de miles de veces a través de la pupila y he tenido la suerte de poder compartir información con seres de todo tipo de condición. Nunca con otros humanos. Por otro lado, jamás pretendí hablar de mi otro mundo en ninguna de mis historias, pero era evidente lo que significaba ese anagrama. Volví a leer el nombre de la entidad anunciante: La comuna del Artefacto.
Era evidente que se referían a una serie de novelas de aventuras: Ryuk Art, donde un viajero entre dimensiones usa su vehículo para exiliar a los restos de la civilización humana en su huída de una entidad que devora universos enteros. La comuna del artefacto era el nombre que le daba en la historia a estos últimos supervivientes… Aparte de tener un nombre curioso, no me hizo prever nada más allá que una discreta reunión de fans, y eso, sumado a que en la letra pequeña avisaban de un aforo limitado a dieciséis personas, me terminó de convencer para retrasar mi lectura de esta noche a cambio de unas pocas horas de socialización y misterio… ese símbolo…
Este lugar tiene todas las características necesarias para una convención del misterio. Hasta la luz roja de puticlub, al filtrarse entre las volutas de humo de los cigarros, desdibuja los contornos de las cosas, llenándolas de misterio.
Se accede por un pasillo hecho en bloques de piedra de cantera y alrededor de una docena de estalactitas de escayola pintada cuelgan por todo el camino hasta la sala principal. Puedo verla a través de la abertura. Ahí me esperan sentadas en círculo quince personas tan normales como las que uno se podría encontrar cada día en un supermercado. Las marcas en el suelo desnudo me dan a entender que han despejado la estancia para la ocasión. Cada uno reposa en su sofá, junto a una mesilla con lamparita sobre la que descansan sus bebidas y ceniceros. Las paredes, llenas de estanterías con juegos de mesa, rol y libros en general, observan desde la penumbra cómo las cabezas de los presentes se giran al compás cuando abro el portón y asomo el hocico.
Se levantan y se presentan intentando mantener un cierto orden. No retengo ni un solo nombre. Son muy amables, me invitan a beber y a fumar, sonríen cuando hacen referencias a elementos de la obra del viajero. Por el momento, ninguna alusión al dibujo de la probóscide de lectura ni a las paredes. Me señalan el asiento de honor que cierra el círculo y después de un rato de charla banal acerca del mundo editorial y la creatividad literaria, la que parece ser la organizadora anuncia que el evento está a punto de empezar.
Nunca me han hecho una entrevista. No tengo ni idea de qué decir, pero no debe ser muy difícil y somos pocos. Por mucho que meta la pata, no tendrá gran trascendencia, y además me importa muy poco.
Se hace el silencio, se apagan las luces y miro hacia el techo como el resto de los asistentes.
Ahí está, el ojo ha venido con su enorme pupila a llevarnos a todos de excursión.
La caja negra:
Llegó a su vida hace relativamente poco. Muy poco para la influencia que ha ejercido en su mente desde que la rescató de un basurero. Es una caja de lo más normal: de madera negra y firme. Su tapa no tiene asa, ni cerradura que guarde sus secretos. Eso y que carece totalmente de adornos , la convierten en un pésimo joyero, por eso resulta aún más extraño que Marina guarde mejores momentos con lo que ha podido ver en su interior durante estos tres últimos meses, que en 20 años de relación. Se maravilla con exageración al contemplar lo que contiene y hasta cuando descansa cerrada sobre su mesilla de noche, requiere más atención que su propia hija recién nacida.
Sí, la puta caja llegó en el mejor momento.
Cuando sus caminos se encontraron, vagaba desorientada y llena de dolores por el extrarradio de Mariot. Pidió como un favor a su madre, abuela orgullosa de la recién llegada criatura, que la cuidase un rato mientras ella se tomaba un respiro para poder ir a tirarse por un puente, pero a mitad del camino dio con la caja yacente en el suelo, llena de suciedad. Nadie diría que quisiese ser encontrada y aún así, Marina la encontró, se arrodilló con dolor frente a ella y abrió la tapa. Como resultado, volvió tarde, sucia, con la caja y viva. Sobre todo, viva.
Es normal que se pregunten qué carajo podía haber allí, yo también lo hacía. Aún lo hago.
Desde fuera lo único apreciable era la sonrisa de felicidad desmedida de Marina que de tanto sonreír se le estaba deformando la expresión hasta crear un abismo entre cuando miraba y no miraba la caja negra.
Ni siquiera se percató del momento en que su marido Salió de la casa con la criatura en brazos y el beneplácito de su propia madre. Su mundo se había vuelto un cúmulo de gritos de fondo, llantos y reproches como un runrún que sonaba sin sentido hasta que se hacía la hora de volver a engancharse a las maravillas que un mal día encontró en la basura.
Ya no es capaz de distinguir entre estar dentro o fuera de la caja. Cuando levanta la mirada y nota que en el exterior, la noche se ha hecho con todo, tan solo deja resbalar el amago de una carcajada sin ganas y vuelve a sumergirse en la dulcísima depresión de un descanso, en el que solo puede soñar con una cosa: la caja negra.
La echaron a la calle por falta de pago. ¿Quién sabe si hace un día o dos? llevaba un tiempo sin luz, posiblemente sin agua también. Al entrar la encontraron sentada en una silla de madera, a oscuras, mirando fijamente una cajita de madera con un ligero destello en su interior que nadie comprende: la única pertenencia que llevó consigo. Eso, la ropa que llevaba puesta y un abrigo que le servirá para pasar las primeras noches.
Hoy, sin darse cuenta dirige sus pasos hacia el vertedero donde, en el suelo, junto a un abrigo raído por el clima y las alimañas, encontró el tesoro que ahora controla su día a día. Le parece bien sentarse un rato a descansar, ver qué tal sienta volver a repetir la sensación de la primera ojeada. "Justicia poética", piensa.
No hará falta fijarse en las puñaladas que sus huesos dan desde dentro al abrigo para saber que la caja, en breve encontrará otro dueño al que enseñar las maravillas que oculta entre sus tripas: un secreto por el que merece la pena conservar la vida y volver a morir.