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Historias Del Extraño Oeste.

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Peich
(@peich)
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Mi primer recuerdo de aquel día es el brutal dolor de cabeza con el que me desperté… maldito Louis, lo que se te está ahorrando sirviendo ese mejunje casero en vez de whisky del bueno, si no fuera porque es el único barman del pueblo, le cosería a balazos.

Aparté a Betty de encima mía y la dejé durmiendo junto a Rainiero, no notaría mucha diferencia entre mis ronquidos y los relinchos de mi fiel jaco, está más que acostumbrada a yacer con animales como nosotros. Tras salir del establo y meter la cabeza en el abrevadero para despejarme, me acerqué al salón a ver si Louis me preparaba alguno de los remedios milagrosos de su abuela con el que poder quitarme la maldita resaca. 

 

El pueblo estaba extrañamente silencioso pero no le di importancia. Me crucé con dos damiselas que apretaron el paso después de dirigirme una mirada de desaprobación y taparse la cara con sus pañuelos, creo que se me olvidó acicalarme para la ocasión, no estoy acostumbrado a pasar mucho tiempo entre la gente "civilizada".

En el porche del salón, el viejo "Pete Pachorras" dormitaba en su mecedora. Cuando quise quitarle la pipa que amenazaba con caerse de su boca, el sonido de un revólver me hizo mirar abajo. ¡Pedazo de bastardo!, ya me tenía encañonado incluso con los ojos cerrados... no consigo quitarle esa condenada pipa ni aunque se haya bebido dos barriles del licor de Louis.

Tras saludarle y dejar que se durmiera de nuevo, llamó mi atención una figura que iba camino de entrar al pueblo, miré con curiosidad e intenté ver quién podía ser.

 

Se trataba de un jinete bastante harapiento, pero no podía distinguirle bien desde donde estaba. Las damiselas que anteriormente me dedicaron tan bonitos gestos corrieron a recibirle, así que supuse que se trataba de alguno de los trabajadores que habían partido días atrás para empezar los trabajos en la nueva mina.

Sin embargo, la alegría de aquellas mujeres se desvaneció rápidamente. Una de ellas empezó a correr en dirección contraria y la otra estaba paralizada mirando al recién llegado. El sheriff salió de su despacho rifle en mano, por lo que entendí que era buen momento para buscar un barril donde cubrirse. 

 

El jinete bajó de su montura… maldito Louis, ojalá aquella visión hubiese sido producto de tu licor; Varios tentáculos le salieron de la espalda y agarró con ellos a la aterrorizada mujer... He visto morir a mucha gente en el desierto pero, todavía no soy capaz de describir lo que la hizo sin sentir náuseas.

El sheriff y varios de los que deambulaban por allí empezaron a disparar, el desgraciado comió plomo por los cuatro costados pero no caía y otros nos acercamos a ayudar. Tras vaciar en él varias veces nuestras armas, por fin cayó al suelo y empezó a ahogarse en la sangre negra que manaba de su garganta... después de varios estertores, dejó de moverse.

 

Varias horas después, la hija del matasanos (ya que todos sabemos que su padre no suele estar en condiciones de curar a nadie) identificó al tipo. Se trataba de John Jackson, uno de los mineros de la nueva explotación… ya llevábamos varios días sin saber de los que se habían marchado en el convoy y esta fue la primera de varias noticias inquietantes.

¿Quién nos iba a decir que aquella mañana, empezaría nuestro viaje al más infernal de los horrores?

https://www.deviantart.com/mig-05/art/Lovecraft-Cowboy-899432299

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Velkan53
(@velkan53)
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Otra noche más durmiendo a la intemperie. Otra noche más que, de no haber sido por mi fiel montura, a saber dónde me habría despertado. Seguramente entre el infierno y ninguna parte, más concretamente, entre aquella mina y el desierto.

Ningún trabajo se merece lo que queda grabado en el cerebro, a fuego, como hacen los rancheros con las reses nuevas. Así fue como dejó su imprenta en mi cerebro. Grotesco. Inexplicable. De pesadilla. Y con el torrente de imágenes en la cabeza, conseguí abrir los ojos. El trote de mi caballo apenas me traía de nuevo al mundo real. ¿Dónde estaba? Quién pudiera darme una respuesta, el desierto de piedra y tierra seca entre la mina y el pueblo más cercano es exactamente igual. Sofocante y baldío.

 

Comprobé con mi mano temblorosa todo mi cuerpo. La chaqueta intacta. El chaleco sucio. Solo el pañuelo de mi cuello estaba retorcido. ¿Cómo era posible?

Mi mano izquierda parecía no querer soltar las riendas de mi caballo, me aferraba a ellas como si fuera el único punto de unión con la realidad. Busqué mi arma en el cinturón y la encontré, ¿por qué me dejó armado? Debía dejar de hacerme esa clase de preguntas, nada de este trabajo tiene sentido. Si en la oficina de los Pinkerton me hubiesen dicho que algo así podría suceder, ni siquiera me habría aventurado a empezar mi carrera con ellos. Nada de esto tiene sentido. Absolutamente nada.

 

Pero aún así seguía en mi cabeza aquel minero, su nombre no podía recordarlo en ese instante, pero algo dentro de mí me decía que debía encontrarlo, aunque la cordura me gritase al oído que debía pedirle más de los míseros veinticinco dólares que decían en el cartel. Una persona que descuartiza a más de veinte mineros valía al menos quinientos. Y después de haberle visto cara a cara, quizá mil.

Mi mano temblorosa sacó mi bolsillo interior el cartel, deshice los dobleces y volví a ver la cara, entre los mareos y las nubes de la propia inconsciencia que se resistía a irse de mi cabeza. La mirada era lo único que era fiel a la orden de captura, el resto, por mi experiencia, no era ni por asomo, parecido. No encontré barbas cerradas en el rostro de aquel tipo, no había cejas que mostrasen el cansancio de cavar en una mina, y juraría que tampoco había nariz que romperle de un puñetazo para noquearlo y llevarlo ante un sheriff o el juez del condado.

Alguien como ese minero, merecía una bala. O seis. En la cabeza, para asegurarse de que no volviera a levantarse pues ya comprobé en mis propias carnes cómo los seis cartuchos de mi Pacificador no habían hecho ni la más mínima mella en su cuerpo. ¿Cómo es posible que un hombre aguante seis disparos de la bala más potente fabricada en este país? En aquel momento, dudaba que mi vieja Winchester hubiera tenido oportunidad contra ese minero.

 

 

Mi caballo me llevó al pueblo más cercano. Todos parecen iguales, una calle ancha central, llena de mierda de caballo, pisadas y huellas de diligencia. Casas de dos plantas, el salón, la oficina del sheriff y, seguramente, la botica del matasanos del pueblo. Qué asco da este país, pensaba hasta que me percaté de que no había ni una sola dama de arriendo en el porche del salón.

Demasiado extraño, tanto que ni escuché a aquel imberbe virgen ayudante de sheriff pedirme que me identificase. Algo raro pasaba en ese pueblo, quedaba el aroma de la pólvora de demasiadas armas en el ambiente y, mientras le daba mi licencia de Pinkerton, reparé en la marca de sangre que había bajo los cascos de mi caballo. Parecía oro negro recién ordeñado de la tierra. Volví en mí cuando le dio en la manga de la chaqueta.

 

"¿Qué trae a un Pinkerton a este pueblo?", preguntó el ayudante.

"Agente autorizado por el juzgado de Texas, Kentucky, Arkansas y Mississippi", refuté con un gruñido. "Estoy buscando a este hombre."

Al entregarle el cartel, abrió los ojos como si estuviera viendo los ligueros de una furcia y levantó la cara hasta mi altura. Me devolvió la orden temblando como un trozo de tocino, señaló el salón y sin decir más, corrió a la oficina. 

 

Até el caballo en el abrevadero de la entrada, subí los dos peldaños hasta la puerta y pasé. Había una atmósfera muy extraña, demasiado silencio. Necesitaba un whisky, quizá un moonshine para volver a centrarme. El sheriff estaba allí, lo supe por su chaqueta cara y el sombrero que había dejado en la barra. Algo no iba bien, el único que me miraba de reojo, con sospecha y cierto temor era un hombre que había olvidado acicalarse esa mañana. En esos momentos, era más fácil conseguir información con el sexo opuesto.

Mirando a las barandillas del piso superior, di con una mujer de cabellos negros, la señalé y gesticulé con la cabeza. Me dio tiempo a subir las escaleras hasta el piso superior, habiendo pedido mi agua de fuego de Kentucky a un barman que se había quedado mudo, y llegar hasta ella, ni se había movido un ápice. Llevándomela a un cuarto vacío, noté que necesitaba el alcohol más que yo.

 

Conformándome con un sorbo, le tendí el vaso. Solo me dijo su nombre, Alice. Se bebió el trago y, sentándome a su lado, le enseñé la orden. Mataría a quien fuera por saber de qué tenía tanto miedo. Giré su cara por el mentón y alcé las cejas.

"¿Has visto a este hombre? Este es el pueblo más próximo a la vieja mina, debió venir por aquí."

Alice, simplemente, dejó caer el vaso, haciéndose añicos, y me miró llorando.

"John Jackson está muerto... Lo mataron esta mañana", dijo con un hilo de voz nerviosa. "Asesinó a una mujer... La... Hizo pedazos..."


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Peich
(@peich)
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No soy de los que pasan mucho tiempo en un solo lugar. Si tuviese que decir cuál es el primero de mis recuerdos, diría sin duda que es cuando intentaba agarrar pájaros con las manos mientras mi madre, me porteaba en una cuna a su espalda. 

Nunca nos quedábamos parados en el mismo sitio, ella me solía decir que éramos hijos del viento.

 

Sin embargo, este pueblo tiene algo que me embrujó desde el principio, y es que un desconocido sentimiento de hermandad, me había unido a los miembros de la caravana con la que llegué, habiéndome quedado aquí desde entonces.

Siempre hay algún trabajo que hacer, ya sea cuidar caballos, construir una casa o echar a algún indeseable, pero aunque para todo hay una primera vez, nunca se había dado que un monstruo segase la vida de una de nuestras conciudadanas.

 

Después del tiroteo de la mañana, la hermana Lucía, que cuidaba de la vieja misión española dedicada a San Perico, se hizo cargo de dar digna sepultura a la pobre mujer asesinada. 

Sin embargo, el cuerpo del malnacido minero, fue llevado al consultorio médico a petición del Doctor McAngus, ya que su hija Rachel, lo quería para poder llevar a cabo sus estudios de anatomía 

Aunque no nos hacía gracia que ese engendro se mantuviera en el pueblo, pocos se negaron a la mórbida petición de la joven, después de todo, estábamos agradecidos de tener una médica que usaba el whisky para aliviarnos el dolor, no como su padre, que prefería echar unos cuantos tragos mientras nos ponía las tripas en su sitio, con no muy buenos resultados...

 

Ya por la tarde, intentábamos recomponernos a golpe de póker y bebida en el salón. Mientras el sheriff discutía con sus hombres y maldecía al alcalde por no haber aparecido en todo el día, un forastero entró y pidió whisky a Louis. 

Crucé una mirada con el recién llegado, pero este, se fue directo con una de las chicas al piso de arriba y no habló con nadie. 

No puedo decir que en aquel momento nos hiciese gracia la llegada de un extraño, pero antes de que pudiéramos reaccionar, Rachel McAngus entró gritando en el local, sangrando y pidiendo ayuda desesperadamente. 

Aquel minero no estaba tan muerto como pensábamos. Rachel farfullaba entre lágrimas que este se había levantado de la mesa de disección, atacándolos a ella y a su padre, sin mediar palabra.

Pete Pachorras, que dormitaba tranquilo en la barra, arrancó de las manos de un estupefacto Louis la botella con la que servía las copas, se la bebió de un trago, me agarró por la pechera y me dijo: "saca tu revólver chico, es hora de ganarse el pan".

 

Varios hombres armados nos dirigimos al consultorio, donde a pesar del revuelo, reinaba un silencio sepulcral. Al cruzar la puerta, el hedor de la muerte invadió nuestras fosas nasales, dándonos la bienvenida a un espectáculo dantesco que difícilmente olvidaremos. 

Entre los muebles destrozados y los útiles médicos, manchados con una extraña gelatina negra, encontramos el cuerpo devorado del doctor… mejor dicho, lo que quedaba de él.

 

Mientras tanto, el sol se escondía en el horizonte y de pronto, un alarido inhumano que surgió de la lejanía, llenó nuestros corazones con un terror antinatural. No era posible que aquel sonido, pudiese ser emitido por una criatura de este mundo. 

Lo que quiera que fuese aquello en lo que se había convertido Jackson… había huido del pueblo y campaba a sus anchas por las llanuras, dispuesto a cazar a cualquiera que osara cruzarse en su camino.

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Velkan53
(@velkan53)
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Alice me entregó la botella a la que había intentando darle un trago, pero que apenas llegó a inclinar tras el primer sorbo, demasiado afectada estaba como para tan siquiera naciera de ella el querer olvidarlo con whisky. Temblando aún, pareció volver ligeramente en sí y me miró.

"¿Qué han hecho con el cuerpo de Jackson?", pregunté antes de acabarme el agua de fuego de Kentucky.

"La hija del doctor, Rachel, es una mujer rara. Dice que estudia usando los cuerpos de los muertos."

Aquello me dejó frío por partida doble. Ya en Europa había tenido contacto con pioneros en aquello de descuartizar cuerpos muertos, hurgar en sus entrañas y fascinarse con lo que encontraban, otra más de aquella secta. Por otro lado, tenía a Alice. Además de puta, temerosa de Dios. Menudo cóctel de costumbres. 

 

Dejando la botella en la mesilla de al lado de la cama, me puse en pie y me acerqué a la ventana.

"¿Hay más testigos de que el pobre diablo era Jackson?", pregunté. Conociendo a los palurdos de esta parte del desierto, era posible que mi presa siguiera viva.

"¡Claro que los hay! ¡Todos vimos cómo lo mataban a tiros y cómo lo llevaban a la botica del doctor!", se enervó Alice.

 

Entonces, mientas ella seguía gritándome, nerviosa; me fijé en la marabunta de hombres que fueron tras una mujer, en tropel, hacia la casa del matasanos. Todos armados, con sus revólveres en las manos. Pude entreoír a alguno alzar la voz al grito de "Hijo del demonio, ¡a por él!"

¿Qué había pasado para que hubiese tanto revuelo en la clínica del buen doctor? Creí identificar a aquella mujer que les guiaba como la tal Rachel de la que me habló Alice. Les vi pasar como si fueran una tropa de soldados, poco más y a golpes entre ellos. Suspiré de incomprensión y volví a girarme hacia la cortesana.

"Jackson era minero, ¿lleva mucho tiempo abierta esa mina?"

Alice negó, acomodándose la falda para encararse un poco mejor, se limpió las lágrimas y le tendí mi pañuelo. Ella, cogiéndolo, empezó a contarme la historia.

El título de Vieja Mina no era cosa de la coincidencia. Desde la guerra contra los botas rojas, aquella mina de salitre para pólvora se había clausurado, muy peligrosa al parecer. Pero un ricachón apareció y aseguró que esos mismos túneles llegaban a un yacimiento de oro, carbón o hierro, Alice no supo especificarlo, decía tener apenas unos pocos añitos por aquellos días.

Todo cuanto había escuchado eran rumores de antiguos mineros y los más ancianos del pueblo, pero lo que sí recordaba de mejor forma, al ser ya ella una mujer, eran los episodios de los últimos pioneros. Algo no cuadraba en todo aquello.

"¿Vinieron forasteros a trabajar en esa mina?", ella me asintió. "Parece que lo del oro es cierto."

"No estoy segura, pero la vida de cavar la tierra se restauró en los últimos años."

 

Debía ser verdad, el vestido de Alice no parecía demasiado viejo. Con tanto minero habría tenido trabajo de sobra, lo extraño era que no hubiera cogido la tisis. Me confirmó que John Jackson había sido de los últimos en llegar, que al principio era el típico muchacho entusiasta, creyente de ser el futuro nuevo rico al dar con el filón de oro de la vieja mina, y bastante dado a dejarse la paga entre las piernas de una mujer.

Al menos no se dio a la bebida...

Pero, según Alice, fue cambiando a medida que pasaban los meses. Cuando más profundo cavaban, menos quería fornicar y más quería el consuelo de la señora botella "triple X". No sacaría mucho más de ella cortesana. Tirándole una moneda, me dirigí a la puerta.

"Tómate algo. Gracias por todo."

"¡¿A dónde va?!", se levantó ella de pronto.

"A preguntar a la hija del médico. Quiero ver a ese asesino con mis propios ojos", respondí contando las balas de mi Pacificador.

 

Pero entonces, se escuchó un rugido. Alice y yo miramos hacia la ventana, hasta los vidrios habían retumbado. Noté sus brazos y pechos en mi abrigo.

"¡¿Qué ha sido eso?!", me preguntó temblando.

Claro estaba que no era un jaguar del tamaño de un tren. Aquel eco que se quedó en mi cabeza me era familiar.

Giré una última vez el tambor de mi arma, metí la sexta bala y lo armé. Ese rugido también estuvo en la mina.

 

 

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Peich
(@peich)
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Pasé la infancia vagando de un sitio a otro hasta que... no recuerdo la razón, nos quedamos a vivir en una pequeña comunidad religiosa. Esa vida monástica no era lo mío, así que me marché en cuanto vi oportunidad de ganarme la vida por mi cuenta.

Si he sobrevivido en el desierto, ha sido gracias a lo que me enseñó la familia de mi madre, sin embargo, no puedo negar todo lo que aprendí en la pequeña biblioteca de aquel sacerdote que me enseñó a leer. Siempre supe que era mi padre, a pesar de que él nunca me lo dijera.

En los cuentos que leía y en las historias que me contaban junto a la hoguera, aparecían espíritus y extrañas criaturas que viajaban entre mundos, pero por mucho que me gustase imaginar cómo podía ser el encontrarse con alguna de ellas, nunca pensé que realmente se cruzarían en mi camino.

 

Al final de aquel día tan agitado, dejamos que el enterrador se encargase de lo que quedaba del médico, Rachel fue consolada por la hermana Lucía, y los demás, nos reunimos en asamblea para intentar decidir lo que hacer.

El alcalde seguía sin dar señales de vida y el sheriff se estaba poniendo muy nervioso, el recién llegado hablaba con él y sus chicos de una forma nada amistosa, es más, les estaba dando órdenes y nadie parecía dispuesto a ceder a sus exigencias.

Yo desconfiaba de ese forastero, tenía algo que me daba mala espina… he visto a demasiados hombres como él, escudándose en un contrato de trabajo para justificar sus asesinatos a sangre fría.

 

Entonces, la lideresa de "las chicas", famosa en todo el pueblo, apareció de pronto para la sorpresa de todos. Muy pocas veces salía de su dormitorio y a más de uno de los allí presentes, casi se le parte el cuello siguiendo el contoneo de sus caderas.

Su belleza siempre me pareció inquietante, me atrevería incluso a decir que no se trataba de una mujer normal, sino de un espíritu hecho carne, ¿Cómo alguien puede mantener la piel tan blanca con este sol y embelesar a todos con su mera presencia?.

Una mujer de armas tomar, desde luego... creo que la única persona a la que he visto capaz de pararla los pies, es la hermana Lucía. No querría verme en medio de una pelea entre esas dos.

 

Ya bien entrada la noche, decidimos que al día siguiente un grupo de nosotros partiría a la mina. No teníamos noticias de nadie desde hace días, de nadie claro está, salvo de... Jackson.

Queríamos salir de cacería en busca de venganza, sin embargo, cuando me fui a dormir, no pude evitar preguntármelo: ¿acaso...no éramos nosotros la presa?

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JohnClare
(@johnclare)
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El chico se pasó la mano por el cabello rubio, sucio, mientras contemplaba las moscas revolotear sobre el cadáver, enredado en la sotana polvorienta. Devolvió el Colt a la funda en la cadera, con el cañón todavía caliente. Era la primera vez que se había visto obligado a disparar, que había luchado contra el retroceso del metal con cada una de las seis balas que el tambor había escupido en una nube de pólvora. Y, aunque todavía no le había abandonado la impresión de ver el cuerpo del viejo sacerdote caer como una pesa de plomo, desmadejado, sabía que no le había quedado otra opción.

Se agachó, rebuscando en la faltriquera del difunto hasta que sus dedos temblorosos encontraron un cigarrillo arrugado y una cajetilla de fósforos. El humo llenó sus pulmones y calmó su ánimo. Cuando era niño solía aspirar los efluvios de la pipa de su padre, fantaseando con el día en el que tendría otra igual. Pero su padre estaba enterrado, con su madre y sus hermanas; él mismo había cavado una fosa bien profunda el día que el cabronazo de Butch Taffin y sus perros le habían prendido fuego a la granja. Solo le había quedado el viejo revólver, la ropa que llevaba puesta, el cuchillo de caza que le habían regalado al cumplir catorce y un agujero tan grande en el pecho que a veces le costaba respirar, aunque esa última parte nunca la confesaría en voz alta.

Volvió a ponerse en pie, sacudiendo la suciedad de su camisa mientras un sol abrasador lo castigaba en aquel secarral dejado de la mano de cualquier divinidad. El sacerdote, en el caso de que el anciano no fuera un impostor como sospechaba, había mostrado una piedad con él demasiado desinteresada como para ser decente. El muchacho estaba famélico cuando se encontraron, así que no le importó que el viejo se pegara a él cuando cabalgaban sobre ese jamelgo decrépito en el que viajaba, ni que lo contemplara por las noches con aquella expresión asquerosa cuando pensaba que dormía. Le había dado comida, le había dado agua, y hasta algo de conversación. Por eso, cuando el cura empezó con aquella tos estruendosa que le dejaba el pañuelo preñado de flemas negras, intentó ignorarlo. Y cuando la piel del viejo comenzó a sudar profusamente, haciendo que las riendas se le escurrieran entre los dedos, las sujetó a escondidas para que el caballo no errara su rumbo.

No obstante, al final, el hombre se había escurrido de la silla, y el chico supo lo que tenía que hacer. Su padre nunca le había dejado probar su puntería con una lata siquiera, aunque él lo había visto cientos de veces tirar del percutor y apuntar con aquellos ojos fríos como el acero. Cuando una de las vacas se hería y ya no podía caminar, había que darle paz. Y eso iba a hacer con el viejo: regalarle un poco de descanso como agradecimiento a su misericordia.

Disparó dos veces: una en el pecho y otra en el estómago. El Colt se había deslizado hasta su mano con naturalidad, y los disparos habían errado por escasos milímetros de los puntos que había fijado como blanco. El viejo dejó de respirar en cuestión de segundos, y él se felicitó por haber sido tan diestro pese a no haber encañonado a nadie en su vida, por poco mérito que tuviera enfrentar a un moribundo. Por eso, cuando el hombre se incorporó de súbito con un quejido ronco, casi se caga encima del susto. Su dedo accionó el gatillo por instinto, y la bala rozó la mandíbula del cura. La sangre manó negra como petróleo sobre la tierra, pegajosa, así que no se lo pensó dos veces y volvió a disparar, esta vez entre los ojos. Los tres proyectiles que restaban se hundieron en la frente del hombre deformando su rostro, formando un pozo gelatinoso que no tardó en derramarse por su barbilla, impregnando la sotana; él no volvió a respirar hasta que el cuerpo yació de nuevo inerte en el suelo. Incluso lo pateó varias veces para asegurarse que esta vez estaba muerto por fin. Solo entonces pensó en que quizás la enfermedad del cura era contagiosa, y llevaba casi una semana soplando detrás de su oreja y restregando el pañuelo infecto con el que se cubría la boca por todas partes.

–Mierda –susurró, dejando caer el cigarrillo y aplastándolo con el tacón de la bota, asqueado. Necesitaba que un matasanos le echara un vistazo. Se hizo sombra con la mano, oteando la distancia para tratar de discernir dónde se encontraba. El viejo había dicho que había un pueblo cerca, junto a las minas; si era cierto tal vez tuviera una oportunidad. Estudió el cadáver un rato más, pensativo, decidiendo qué era lo que debía hacer.

Cuando retomó la marcha hacia el pueblo, cerca del crepúsculo, el brazo cercenado del cura colgaba de la silla de montar con un balanceo lento, al ritmo errático del caballo muerto de hambre. No se había tomado la molestia de enterrar al viejo; no le tenía tanto aprecio. Pero aquel miembro enviaba un mensaje, estaba seguro. Así no tendría que preocuparse de que solo le quedaran veinte balas. Además, era probable que el médico quisiera echar un vistazo a aquella sangre que parecía brea. Al final decidió quedarse con el alijo del viejo: el tabaco, las cerillas, una pequeña petaca llena de alguna suerte de whiskey casero, unos cuantos centavos, que tal vez bastaran para una comida caliente, y el destartalado sombrero de ala ancha del cura, de un negro descolorido, que le daba un aspecto peculiar, incluso cómico. Si aquello era contagioso, casi seguro que él estaba tan jodido como el viejo. Y, si tenía que morirse, mejor que fuera borracho y con la barriga llena.


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shadow_rokhan
(@shadow_rokhan)
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Esos malditos Diné Bizaad (hombres blancos) lo han hecho de nuevo, la codicia que los caracteriza les ha hecho perforar aun mas profundo en la tierra en busca de oro y otros metales en esa mina de salitre, pero esta vez han despertado un profundo mal que yacía bajo la tierra de ese maldito valle.

Solo un necio pondría un pie en ese valle, las tribus nativas siempre hemos advertido a los foráneos de los peligros que se esconden en los valles y desiertos de Texas, pero siempre nos tachan de supersticiosos e ignorantes, sin embargo esta vez la ambición desmedida les ha cobrado muy caro y lo que han despertado los matara y consumirá a todos sin ningún tipo de piedad.

el hombre medicina de nuestra tribu Onawa, nos relato que durante una epifanía recibió el llamado de los espíritus. Los espíritus estaban inquietos porque los Diné Bizaad estaban profanando la tierra en busca de riqueza, pero donde estaban ellos solo encontrarían muerte y desolación.

Estas visiones perturbadoras hicieron al hombre medicina ir a los poblados cercanos en busca de información que nos diga si esos estúpidos hombres blancos ya han desatado el mal sobre ellos, por lo que me relato el sabio hombre medicina, en un poblado cercano hubo un ataque de un engendro grotesco con tentáculos mato a una mujer y fue cosido a tiros hasta que lo derribaron.

Pero en su ingenuidad lo llevaron hasta un botica para examinar las entrañas de aquel abominable ser y eso también les cobro un alto precio, el medico de aquel pueblo murió a manos de la aberrante creatura.

Ahora ese engendro ronda las llanuras esperando para cazar y despedazar a su siguiente victima, ahora nuestra tribu se encuentra amenazada nuevamente.

El hombre medicina cree que debemos irnos a otro lugar para escapar de la abominación, pero la tribu quiere luchar por sus tierras, tal como lo hemos hechos por siglos en contra de los españoles, los mexicanos o los ingleses.

también creo que debemos combatir contra esa creatura, pero aun no sabemos la magnitud de su poder, pero si entramos en una batalla que no podemos ganar, solo nos quedaría una opción pero para esa salida el hombre medicina tendría que sacrificar su humanidad y principios tribales para obtener el poder suficiente para matar a un engendro salido de las profundidades de la tierra.

Pero pedirle algo así a un hombre medicina es algo que me reusó a hacer si no hay un motivo suficiente para ello, mientras la tribu no corra ningún peligro de desaparecer no pienso pedirle al hombre medicina que haga ese ritual prohibido para obtener ese poder tan siniestro.

 

 

 


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Peich
(@peich)
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Partimos al alba; Ocho almas que no creían en nada salvo en sí mismas, ocho vagabundos que no confiaban en quien iba a su lado ni aunque la vida dependiera de ello, pero… no parecía que tuviéramos otra opción, dados los acontecimientos recientes.

Yo hacía de guía del grupo y empezamos a cabalgar mientras el sol asomaba por el horizonte, augurándonos un funesto día de incertidumbre. 

No me fue difícil encontrar el rastro de la bestia que tantos problemas nos estaba causando, ya que todos los indicios, nos llevaban directos hacia la explotación minera donde todos sabíamos ya que algo horrible había ocurrido.

 

No tuvimos ningún percance durante el viaje, hasta que al atardecer, hallamos los restos de una caravana perteneciente al ejército de los EEUU.

Me acerqué sigilosamente mientras los demás me cubrían. no encontré nada más que los cadáveres despiezados de los soldados y varias armas y cajas de munición desperdigadas por el suelo, pero notaba que algo no me quitaba el ojo de encima. Sabía que algo me acechaba, agarré mi puñal e intenté localizar el mal que intentaba darme caza. 

Mis compañeros no pudieron controlar a mi caballo, que acudió galopando a mí encuentro, rompiendo el silencio que reinaba en la zona, por desgracia, esa fue la distracción que aprovechó el bastardo endemoniado que se escondía para atacarme.

Casi no lo vi venir, esquivé como pude el aguijón gigante que iba directo a mi corazón y caí rodando por el pedregal, golpeándome todo el cuerpo. El pobre jaco, relinchaba furioso y asustado mientras peleaba contra el escorpión que le igualaba en tamaño, sin embargo… mi pobre Rainiero no pudo esquivar su mortal látigo venenoso y cayó paralizado, agonizando entre espumarajos mientras la bestia se disponía a devorarlo.

 

Mi mano temblaba demasiado para apuntar bien, los demás me gritaban a la vez que disparaban pero yo no era capaz de reaccionar, de repente, un zumbido insoportable hizo que todos nos protegiéramos los oídos. Un avispón gigante, atacó al escorpión, cortándole el aguijón mientras estaba entretenido con el caballo y le picó varias veces hasta que dejó de moverse.

Corrí como nunca lo había hecho y una luz chisporroteante, pasó volando sobre mi cabeza. Alguien se abalanzó sobre mí, me hizo caer de nuevo al suelo y se puso encima mía mientras me gritaba: "¡Cúbrete imbécil!". Escuchamos una primera explosión, que fue seguida de otra más fuerte y un sonido viscoso como nunca había oído. 

Cuando pude abrir los ojos, la mujer de piel blanca  que me había placado, me dio una bofetada y me preguntó si estaba bien. Tras recuperarme de la conmoción, miré hacia donde estaban aquellos engendros, encontrando un cráter humeante en su lugar.

 

Pachorras había salvado el día, sigo sin entender cómo tiene tan buena puntería con la dinamita estando todo el día borracho… ¡bendito sea el asqueroso licor de Louis!

Los demás se acercaron a nuestro encuentro, el ayudante del sheriff iba el último, intentando ocultar que se había meado en los pantalones, y la hermana Lucía, hacía por controlar el temblor de su ojo derecho a la vez que recitaba un padrenuestro; siempre he sentido dos espíritus en lucha habitando el cuerpo de esta mujer y parecía que en aquel momento, le costaba controlarlos más que nunca

 

Nadie entendía de dónde habían salido esas criaturas enormes. Decidimos llevar con nosotros unos de los carromatos cargado con armas y nos alejamos de la zona, hasta encontrar un lugar donde poder pasar la noche. 

Cuando acampamos, todos estaban exhaustos pero yo no podía dormir, así que me aparté de la hoguera y busqué un lugar tranquilo. Ya en la oscuridad y al abrigo de las estrellas, masqué un poco de hierba sagrada para intentar hablar con los espíritus y pedirles guía. 

Al poco, unas melodiosas flautas espectrales inundaron mis sentidos, dejándome sentir todo lo que se encontraba a mi alrededor mientras las voces del otro mundo, me susurraban.

 

Sorprendido, me di cuenta de que mis primos maternos, estaban cerca.

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¿Qué parte de"Cthulhu R'lyeh Ph'nglui mglw'nafh wgah'nagl fhtagn" no has entendido?


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shadow_rokhan
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Me temo que algo horrible le ha sucedido a una tribu vecina de nosotros, todos están muertos, fueron masacrados durante la noche aparentemente.

Los cazadores de nuestra tribu me han dicho que esta mañana mientras cazaban búfalos en los pastizales , decidieron pasar a intercambiar algunas pieles y cabelleras con la tribu Cherokee, pero encontraron una escena de horror, las tiendas estaban destrozadas  y marcadas por fuego, los caballos habían huido en estampida y los establos estaban totalmente abandonados; había cuerpos esparcidos por el suelo cubiertos de una especie de brea viscosa y maloliente, algunos cuerpos habían sido parcialmente devorados, lo mas extraño es que no encontraron el cadaver de ningún niño o niña, pero los cazadores me dijeron que en ese asentamiento había muchos niños.

los cazadores hicieron lo posible por encontrar algún superviviente entre los escombros, pero no tuvieron éxito. Dejaron el asentamiento tribal luego de darle digna sepultura a los muertos.

Mientras cabalgan hacia nuestro asentamiento trataron de explicar de algún modo todo lo que habían presenciado pero simplemente no pudieron.

Mis sospechas están casi confirmadas, me temo que él o los engendros que nacieron de las entrañas de la tierra están cazando y alimentándose de la vida de los hombres y mujeres que se cruzan en su camino.

Me reuniré con el hombre medicina, para que intentemos encontrar la manera de defender a nuestra gente y nuestras tierras de esas abominaciones oscuras.

Aun no considero que sea tiempo de pedirle al hombre medicina, que conjure el poder de los espíritus oscuros y se entregue a ellos, para obtener mas poder y así combatir a los adefesios.

Las circunstancias me orillan a pedirle ase hombre tan sabio abandonar sus principios tribales para combatir a un enemigo tan ignoto y evasivo, pero aun me resisto a ello.

Esta noche montare guardia junto con mis hermanos para estar prevenidos en caso de que algún ataque se suscite contra nosotros, debemos estar listos. Pero dudo que las flechas o Tomahawks o incluso las armas de fuego de los hombres blancos puedan dañar a las creaturas.

 

 


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Peich
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En su ancestral sabiduría, los espíritus decidieron mostrarme las entrañas de la Madre Tierra y como ésta, había sido profanada por unos seres de lo más extraño.

Durante mi visión, pude sentir que no estaba solo. Nancy caminaba a mi lado y los dos pudimos ver algo parecido a una colmena, pero hecha de metal, que descansaba en el interior de la mina. 

Ni siquiera en las historias que leía de niño, había criaturas tan grotescas como las que habitaban en el interior de ese artefacto; eran una mezcla de mosquito y escorpión, algunos rosáceos y otros verdosos, de sus cabezas salían antenas como las de las hormigas y parecían comportarse como un enjambre de abejas, en el que cada individuo, tenía designada su tarea.

Habían levantado un campamento en las galerías de la mina y acumulaban, a modo de ganado, no sólo a animales, sino a hombres, mujeres y niños. Además, algunos de aquellos engendros, estaban usando máquinas que disparaban rayos para cavar en los túneles, tuve la corazonada de que buscaban algo en las profundidades de la tierra, pero... no fui capaz de adivinar qué podía ser.

 

Al amanecer, el señor Olesson preparaba salchichas y café, mientras el resto del grupo se iba despertando. 

Pachorras y el sheriff se sentaron junto al fuego con ganas de desayunar. El joven ayudante llegó después, nos dijo que la monja estaba rezando "o algo así", ya que no conocía esas oraciones que recitaba dentro de la caravana. El único que permanecía apartado de los demás, era Velkan, ese agente de la Pinkerton, además… parecía muy nervioso aquella mañana.

Nancy y yo, nos dirigimos una mirada cómplice, queríamos contar a los demás lo que habíamos visto pero, apenas habíamos probado un bocado del desayuno, cuando un sonido en la lejanía, hizo que todos nos pusiéramos alerta. No conseguíamos encontrar de dónde venía, así que preferimos recoger el campamento lo antes posible.

De pronto, algo pasó sobre nosotros, fue tan rápido que no pudimos siquiera distinguir una sombra. Entonces, vimos patidifusos, cómo uno de los seres de mi visión, elevaba a Velkan por los aires delante de nuestras narices.

El monstruo insectoide atrapó al desgraciado mercenario por la espalda, él pataleaba impotente en el aire luchando por zafarse, pero por desgracia, no pudimos hacer nada para evitar que se lo llevara volando y observamos impotentes, cómo desaparecía en el horizonte, batiendo sus alas membranosas con un zumbido ensordecedor.

 

Antes de que pudiéramos si quiera entender qué estaba pasando, vimos con horror como un grupo de varios hombres, venía hacía nosotros en actitud amenazante. Sin embargo, avanzaban de forma torpe y lastimera, emitían gruñidos ininteligibles a cada paso que daban y de sus bocas, caía una saliva viscosa y negruzca. Nos dimos cuenta que eran algunos mineros de nuestro pueblo… pero algo los había cambiado, al igual que a Jackson.

Sin mediar palabra, el sheriff disparó con su Winchester al que iba primero, reventando la mitad de su cabeza cuando la bala le impactó de lleno entre los ojos. Para nuestro asombro, un tentáculo brotó desde la herida del destrozado cráneo, y este empezó a retorcerse sin control mientras el resto del cuerpo, seguía caminando.

 

Empezamos a disparar como locos, pero ellos avanzaban hacia nosotros sin inmutarse. Desesperado, grité a Pachorras que soltase la botella de licor y sacara la dinamita de una maldita vez.

Antes de que le diera tiempo a encender un barreno, la hermana Lucía corrió la lona del carromato donde rezaba, emergiendo majestuosa al mando de una ametralladora gatling con la que apuntó a los mineros. Nunca olvidaré el fuego de su mirada al girar la manivela del arma a la vez que gritaba como una posesa "¡MORID PENDENCIEROS HIJOS DE SATÁN!", y descargaba sobre ellos la ira de sus dios, en forma de plomo candente.

Cuando el humo se disipó, los cuerpos agujereados de aquellos hombres, se retorcían en el suelo de forma agónica y de sus heridas, salía sangre negra a borbotones.

Por fin, Pachorras encendió el cartucho de dinamita, se prendió un cigarro con la mecha y lo lanzó hacia ese montón de escoria maldita. La explosión terminó de desmembrar los cuerpos de los mineros y un peculiar olor a carne quemada, quedó perfumando el aire del desierto.

 

Tras recuperar el aliento, nos apresuramos a recoger todo lo que pudimos, pero realmente no sabíamos dónde ir...

¿Debíamos seguir adelante o volver por dónde habíamos venido?. Solo los espíritus, conocían la respuesta...

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shadow_rokhan
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El manto de la noche nos cubrió rápidamente, la penumbra de la noche sin luna nos dejo con un sentimiento de vulnerabilidad gigantesco.

para atenuar esa sensación de vulnerabilidad encendimos antorchas alrededor de todo el asentamiento tribal, para iluminar la oscuridad que nos embarga.

las primeras horas de la noche estuvieron tranquilas. Quizá demasiado tranquilas, ni siquiera podía escucharse el ruido de los insectos que normalmente a esa hora suelen hacerse escuchar.

mientras mis hermanos patrullaban a pie las inmediaciones del asentamiento a pie, yo y otro grupo nos asegurábamos de que nuestros animales de cría y transporte se encontraran a salvo en sus establos.

una vez que terminamos de patrullar y hacer la comprobación de los animales, nos reunimos en el centro del poblado, para intercambiar la información acerca de lo que encontramos en nuestras labores.

Todo parecía tranquilo así que decidimos mantener la guarda alerta.

aproximadamente a la media noche, comenzó a esparcirse por la llanura cercana un ruido persistente, ese sonido me recordaba el batir de las alas de los insectos, pero el ruido me hizo pensar que los insectos de los que provenía ese ruido eran enormes.

después de unos minutos en lo que nos mantuvimos escuchando ese sonido, repentinamente se detuvo de golpe como si un depredador se abalanzara sobre su presa.

En medio de aquel sepulcral silencio otro ruido súbito nos alcanzo como si un costal o barril muy pesado cayera sobre el suelo, cerca de nosotros. Cuando iluminamos con las antorchas hacia donde cayo el objeto, pudimos ver un insecto similar a una mantis de color negro, pero de un tamaño descomunal, la creatura estaba en posición de  ataque batiendo sus alas y agitaba sus antenas de manera agresiva, mientras de su boca caía un liquido similar a brea pegajosa .

Antes de que pudiéramos reaccionar a esa aberración se abalanzo sobre topanga, el pobre no tuvo tiempo de hacer nada antes de que la mantis clavara sus afiladas garras sobre ese pobre desdichado. 

cuando espabilamos, dejamos caer todos las flechas y disparos que pudimos sobre la creatura, pero su caparazón era muy duro, resistió mucho castigo.

cuando logramos derribar al insecto, ya era tarde los gritos de topanga se habían apagado y su cuerpo cayo al suelo y quedo exánime.

ahora entiendo porque la tribu vecina fue destruida.

Mientras recargábamos nuestras armas y preparábamos nuestros arcos, comenzó a escucharse nuevo ese sonido de alas batientes en la lejanía, parece ser que la creatura que matamos solo era un explorador, ahora probablemente tendríamos que enfrentarnos a un enjambre completo.

nos mantuvimos unidos, esperando el golpeteo contra el suelo, lo que sucedió a los pocos minutos, primero fueron algunos cuentos insectos, pero rápidamente el golpeteo comenzó a ser mas rápido y mas numeroso, pronto nos vimos abrumados y murieron 6 hermanos.

Rápidamente nos vimos rodeados en el centro del asentamiento, eran muchísimos insectos, pensé que vería mi final en se lugar.

Repentinamente apareció el hombre medicina Tala, él agitaba violentamente una especie de tótem contra los insectos, lo que para mi sorpresa les hizo emprender el vuelo y alejarse rápidamente.

Me sentí inmensamente agradecido con el, pero también preocupado, esos malditos insectos no son nada que la naturaleza haya creado.

Lo que sea que hayan desatado los hombres blancos esta corrompiendo a las creaturas de la madre tierra. Por ahora nos hemos salvado pero no se si podamos resistir otra ataque.

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Anónimo 19
 Anónimo 19
(@Anónimo 19)
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Diario de Nancy.

Teníamos que tomar una decisión.

Enterramos allí mismo al pobre Paul McCartney —así se llamaba el agente de la Pinkerton— o eso ponía en la documentación que había en su cartera junto a la autorización de cazarrecompensas y el pasquín de «Se Busca» del minero John Jackson. Pete Pachorras se quedó con sus botas nuevecitas y el ayudante del sheriff con su chaqueta, al fin y al cabo él ya no necesitaría estas cosas. Nadie puso objeciones al reparto.

Hice café y nos sentamos en corro para degustarlo y dejar que el mágico líquido hiciera efecto en nuestras agotadas mentes; yo me conformé con disfrutar del aroma, pues es de las pocas cosas que podría echar de menos de las costumbres de esta gente. Y tras algunos minutos de silencio casi religioso, comenzamos a hablar.

Abrió fuego el señor Olesson. Nos dijo que por su parte ya había cumplido con la tarea impuesta, que le perdonásemos su cobardía, pero tenía que volver al pueblo, recoger a su familia y largarse de este horrendo lugar. Que no estaba en su naturaleza ir matando bichos monstruosos o a ninguna otra cosa, que estaba allí porque se lo había suplicado su mujer, aterrorizada como estaba por el brutal asesinato de sus mejores amigas por parte del minero Jackson.

Luego fue el sheriff el que se unió al éxodo. Tenía buenas razones, pero no dejaba de ser cierto que nos abandonaba a nuestra suerte. Se quedó con los papeles del agente McCartney y dijo que tenía que volver al pueblo para telegrafiar a la Agencia Pinkerton’s y avisar del deceso de su agente, y que avisaría al ejército también para que interviniera en el extraño asunto de la mina. Y el muchacho imberbe que hacía de su ayudante, llamado «¡Eh, Muchacho!» por todos, se iría con él.

Atrás quedamos Sundance Kid, Sor Lucía, Pete Pachorras y yo: cuatro patas para un banco.

Se fueron en sus caballos, con la ración de un día y las cantimploras llenas del agua del arroyo que encontré. Les deseamos la mejor de las suertes y nosotros nos quedamos desolados alrededor del fuego buscando consuelo en una segunda ronda de café.

Apenas habíamos comenzado a hacer nuestros propios planes cuando oímos disparos y un gran tumulto en la dirección por la que se habían ido nuestros compañeros. Ni siquiera ensillé a Cuatro y salí cabalgando a toda velocidad hacia allí. No tuve tiempo para intervenir y creo que eso fue una suerte. Nuestros amigos habían caído en una trampa: quienquiera que manejara a aquellas criaturas ya sabía de nosotros y nos había cortado la retirada. Esperé hasta que los enormes avispones, las mantis y los escorpiones se retirasen para inspeccionar el lugar.

Ni sor Lucía con sus exabruptos impíos y su Gatlin hubieran podido detener aquella masacre. Encontré trozos esparcidos del sheriff y del señor Olesson mezclados con las tripas y los huesos de los tres caballos, pero no vi ni rastro de ¡Eh, Muchacho! por allí. Solo espero que haya sobrevivido, que haya sabido esconderse y que el ánimo le alcance para llegar al pueblo y pedir la ayuda necesaria.

De vuelta en nuestro extraño campamento les conté lo que había visto. Kid nos animó a ir en busca de los Onawa, sor Lucía propuso ir al siguiente pueblo minero de la zona, Noname’s City dijo que se llamaba, y formar una nueva patrulla allí. A Pete Pachorras le daba todo igual y vendría con nosotros donde quiera que fuésemos, y yo propuse  dejar el equipamiento militar y buscar otra entrada, o salida, de la mina para colarnos dentro e intentar conocer mejor a nuestro enemigo y así elaborar una estrategia adecuada, en vez de ir a ciegas como lo habíamos hecho hasta ahora.

Como una votación sería inútil en este caso, decidimos usar el método del palito más corto; Kid se hizo con la victoria: iríamos al campamento de los Onawa.

El sol caía ya por el horizonte uniforme del desierto cuando divisé una figura a caballo en mi ronda de exploración. Azucé a Cuatro para alcanzarlo, y cuanto más me acercaba, más me recordaba al Quijote. Aquella figura larguilucha con un sombrero de ala ancha calzado hasta las orejas a modo de bacinilla, encogido bajo una manta apolillada y montando un caballo raquítico que hacía su mejor esfuerzo por no caer desplomado. Caminaban hacia el horizonte como en trance, sin siquiera mirar el terreno que pisaban, parecían ir buscando su muerte de forma maquinal. Eran una visión hipnótica, irreal.

No me costó ningún esfuerzo detener aquel caballo, y esperé junto al muchacho de mirada perdida a que llegasen los demás para continuar juntos la marcha hasta el campamento.

Fuimos recibidos con cierta desconfianza y no se lo podíamos reprochar. Las cosas se habían vuelto demasiado peligrosas de un tiempo a esta parte: la mina y sus alrededores eran una fuente constante de horrores y muerte y ellos no eran inmunes a estas desgracias.

Kid habló con el jefe y los ancianos en la tienda principal. Los demás fuimos observados atentamente por el resto de la tribu y los más atrevidos nos tocaban y daban vueltas a nuestro alrededor, pues debíamos tener pinta de ser un grupo desastroso por demás. Kid y los onawa se entendían en español, idioma que los mayores conocían de haber ido a la escuela religiosa de la Misión de San Perico cuando aquellas tierras aún estaban en paz, y muchos de ellos eran cristianos a su extraña manera.

El jefe de la tribu le pidió a Kid que nos presentase, y mientras él nos señalaba e iba diciendo nuestros nombres, el jefe nos iba rebautizando a la manera nativa con lo más destacado de nuestra persona. Aquello era un honor para nosotros pues era signo de que habíamos sido adoptados como hermanos. Pete Pachorras pasó a llamarse Ojos de Comadreja, sor Lucía fue rebautizada como Hombre por Dentro, a mí me dieron la gracia de Pantalones Tiesos y al muchacho, del que ni siquiera sabíamos su auténtico nombre, lo bautizaron como Fantasma que Camina. Desde luego esta gente tiene una mirada penetrante y un sentido del humor muy agudo.

Terminada la ceremonia de nuestra adopción ellos hicieron sus propias presentaciones, más informales si cabe, y tras ello nos sentamos todos alrededor de un gran fuego que duraría toda la noche. Los niños se iban quedando dormidos y las mujeres se los llevaron a las tiendas. Se llevaron también a Fantasma que Camina y se quedaron cuidando de él. Fue entonces cuando el hombre medicina de la tribu hizo su aparición. Nos fue presentado como Águila que Chilla y se sentó entre el jefe y Kid que hacía las veces de jefe de nuestra propia tribu.

Estuvieron hablando en español por lo que pude entenderles. De ese modo supe que ese año habían pasado muchas cosas inexplicables en la pradera, como la desaparición de manadas de búfalos y ciervos de sus lugares de pasto habituales, lo que les había obligado a acampar en sitios poco propicios siguiendo a los restos de las grandes manadas. También empezaron a escuchar sonidos extraños procedentes de la tierra, zumbidos ensordecedores, cambios bruscos de los cursos de agua y del comportamiento de los insectos y muchas otras cosas.

Creíamos que ya nos lo habían contado todo, cuando Águila que Chilla y el jefe Pie Ligero se miraron y se hicieron una señal. Entonces llamaron a Mano Fuerte. Salió de una tienda un hombre chino que se acercó a nosotros, los nuevos integrantes de la tribu, y nos mostró a qué se debía su nombre. Ante nuestros atónitos ojos Mano Fuerte se quitó la piel de su brazo izquierdo, desde el codo hasta los dedos, para mostrarnos su brazo artificial, conformado de diminutos engranajes metálicos y ruedecillas plateadas.

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JohnClare
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Fantasma alzó los ojos vacíos hacia la muchacha Onawa que le tendía el cuenco, sin alcanzar a ver del todo su piel de cobre. Parecía que la enfermedad del viejo cura no se había adueñado de él, pero el hambre lo tenía desesperado, como un animal moribundo dispuesto a saltar sobre la presa de otro carroñero. Le quitó el caldo de las manos con un gañido y dio buena cuenta de él; no le gustaba la extraña mujer que lo había recogido, esa que lo miraba como si fuera un cachorro abandonado atado a un poste, y mucho menos los que la acompañaban. Tampoco le entusiasmaba el nombre que esa gente le había dado, pero el que había estado usando antes hacía que se le encogieran las tripas de asco, y en realidad tampoco era el que le había dado su padre. Dejó el cuenco en el suelo, sobre las esteras trenzadas de la tienda en la que lo retenían sin mucho esfuerzo, y rebuscó en su camisa el último de los cigarrillos del sacerdote: un pequeño tesoro que había estado guardando para el momento en el que el Diablo viniera a llevárselo. Pero, como en principio eso no iba a suceder, no había podido evitar sucumbir a la tentación.

El humo se elevó sobre el chico, que se recostó contra el poste de madera, mareado por el ansia de la primera calada. Oía los susurros a su alrededor, los cuchicheos suspicaces pues, aunque no podía entender su contenido, su entonación desaprobadora era innegable. Por lo menos no se había tenido que comer al maldito caballo. Por lo menos no se había tenido que pegar un tiro en la sien para que la sed no lo enloqueciera. Acarició la culata del Colt mientras el sueño lo iba conquistando. Siendo justos, acompañar a la mujer y su séquito era la mejor opción que tenía de llegar a alguna ciudad

 

– ¡Noisy! ¡Noisy, cariño!

La voz de Sally resonó contra las paredes de roca de la vieja mina; Fantasma no recordaba cómo había llegado allí, pero sí tenía la certeza de que su hermana jamás lo habría llamado por ese nombre maldito. Corría, sin saber cuándo había comenzado a hacerlo, sin saber qué dirección tenía que tomar; solo conocía la oscuridad infinita, que se abría ante él como un abismo que lo envolvía, tan denso que enrarecía el aire.

Tropezó con un viejo raíl oxidado. Los pantalones se rasgaron a la altura de sus rodillas y se golpeó la mandíbula con una vagoneta que hacía mucho que se había salido de las vías. Sabía que tenía que ponerse en pie, que era vital huir… ¿Pero de qué? ¿De quién? Sally volvía a llamarle, y aquella voz se clavaba en su espinazo como agujas calientes, haciendo que se estremeciera de pavor. Esta vez había sonado muy cerca… demasiado cerca.

– Joder, Noisy, no me hagas sacar la correa a paseo. Compórtate como es debido y ven aquí de una puñetera vez.

La silueta de Butch Taffin se recortaba en la penumbra; Fantasma había reconocido aquel sombrero torcido, el abrigo cuajado de manchas que acababa en jirones ondeantes. Se puso en pie a trompicones, alzando la barbilla lleno de furia mientras sus dedos tanteaban el cinturón; la funda del revólver estaba vacía. Quiso retroceder, pero la pared estaba a su espalda, tan cerca que su nuca chocó contra ella con un sonoro repiqueteo. Taffin avanzaba hacia él, pero el abrigo había comenzado a desdibujarse en una larga sotana llena de polvo. La tela parecía casi líquida, negra como la sangre que se había escurrido de entre los labios del sacerdote.

– Deja de corretear, joven. Tu camino acaba ahí abajo; el Amo lleva demasiado tiempo esperando.

 

Despertó macerado en su propio sudor, revolviéndose para huir de las mantas que algún alma piadosa le había echado por encima la noche antes. Ni siquiera bajo la poderosa luz del sol, que hería sus pupilas como dagas, Fantasma era capaz de desprenderse del frío pánico que pesaba como un plomo en la boca de su estómago. Jamás había tenido una pesadilla tan terrible, tan real… ni siquiera después de lo de sus padres. Pero al menos había sacado en claro que necesitaba ir a ver a un médico; sin lugar a dudas, estaba perdiendo la cabeza. Se desabrochó un par de botones de la camisa, sacudiéndola para que el aire se colara en su interior y aliviase el sofoco que aún lo recorría.

“A la mierda, si tengo que seguir a esa lunática y a su pandilla de cabrones para que me dejen en un lugar seguro, espero que al menos me den bien de comer”

Pero en realidad, su estómago estaba hecho un nudo, y sabía que tardaría en deshacerse los inquietantes retazos de ese sueño.


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Anónimo 19
 Anónimo 19
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El que un día fuera el gigantón emigrante del Imperio Austro-Húngaro, Arnie, The Killer, acaba de despertar de su letargo. Ya no necesita volver al pueblo ni disimular ante nadie pues hace mucho que perdió a su familia y ninguno de los actuales habitantes se acuerda de él; quizás el párroco de San Perico, pero el buen hombre debe tener como cien años, y Arnie duda que tenga algún interés por acordarse de los primeros colonos llegados del centro de Europa como él.

Sabe lo que debe hacer, solo tiene que respetar la rutina que le han implantado en los circuitos impresos que articulan su cerebro. Se cubre el armazón metálico con la piel sintética, y esta con la ropa de minero que usa habitualmente para pasar desapercibido ante los pocos mineros auténticamente humanos que aún quedan por allí. Esos que siguen con la extracción de minerales en las galerías externas, la tapadera de la "Rockefeller's Book of Eibon".

Pero él tiene asignadas otras tareas más misteriosas.

Hace poco más de un año que Arnie recibe órdenes de no sabe quién a través de los tubos neumáticos que recorren el laberinto de túneles de la vieja mina. Y sospecha que hace muchos más años que esos tubos están allí. Que son algún tipo de remanente de las antiguas civilizaciones que desaparecieron hace cientos, o miles de años, como los Pueblo o los Clovis. Las antiguas leyendas nativas cuentan que fueron refugiados por el pueblo hormiga en las guerras de los reptiles, y Arnie está dispuesto a creerse cualquier cosa teniendo en cuenta la tarea que le han ordenado cumplir.

Pero este pensamiento recurrente se está volviendo muy molesto. Arnie intuye que todavía queda algo del hombre que un día fue: aguerrido, aventurero, salvaje..., y que por más artificial que sean ahora su cuerpo y su mente hay un reducto humano que no han logrado extirpar y que aún piensa por su cuenta. Y para ser sincero, le gustaría que desapareciera, pues le resulta demasiado doloroso recordar que un día fue una persona de verdad.

Enciende la luz infrarroja de su ojo izquierdo para poder ver las señales dibujadas en la parte baja de los corredores que le llevarán a la sala del lago. Varios niveles por debajo de la superficie, han sido desviadas todas las corrientes de agua subterráneas a una inmensa laguna, a un reservorio lacustre que bastaría para proveer de agua a todo el estado de Texas durante una década sin agotarse: «eso no ha sido trabajo de un día...», es el pensamiento recurrente de Arnie. Pero lo peor está por llegar.

Tendrá que extraer la sangre de un ser primigenio que ha sido apresado allí. Arnie no sabe cuánto tiempo lleva aquel ser gigantesco en este sitio, ni quién ni cómo lo apresó, ni para qué utiliza la negra y espesa sangre de esa bestia. Sabe que el ser debe vivir en el agua, y que los alaridos agónicos que lanza aquel monstruo cuando Arnie le clava las inmensas agujas en el pecho —para extraer el líquido directamente de su corazón— recorren los túneles como un tornado infernal, acongojando a cualquiera que tenga oídos. Ni la matanza simultánea de mil cerdos se le puede comparar. Y Arnie está seguro de que se puede escuchar a kilómetros de distancia en la superficie.

 


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JohnClare
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La brisa del crepúsculo levantó remolinos de tierra e hizo temblar la tímida hoguera que marcaba el centro del pequeño campamento. Fantasma entornó los ojos para que el polvo no le hiciera lagrimear, envuelto en la vieja chaqueta que Pete Pachorras le había prestado cuando comenzó a tiritar al final de la tarde. No se sentía febril, pero tal vez el hambre y el agotamiento le habían pasado más factura de la que deseaba admitir; habían partido del campamento de los Onawa poco rato después de que se despertase de sus turbios sueños, y llevaban un par de días vagando por la estepa. Hasta donde el muchacho sabía Nancy, que lo miraba de vez en cuando con aquellas extrañas pupilas diminutas por debajo de su parasol de encaje negro, había tomado las riendas de la comitiva: había decidido regresar al pueblo para buscar refuerzos con los que descender de nuevo a la mina abandonada. Fantasma no estaba dispuesto a cuestionar las motivaciones de esa decisión demencial, pero tenía claro que no lo iban a meter en ese agujero infecto por nada del mundo. Había cabalgado inmutable sobre el viejo corcel del cura, que parecía dispuesto a vivir hasta el fin de los tiempos, en la gélida compañía del hombre al que habían llamado Mano Fuerte.

En otro tiempo, una versión de Fantasma mucho más ingenua le habría preguntado a cada uno de ellos quién era, a dónde iba, qué lugares había visitado, y se habría dejado fascinar por las historias de sus aventuras. Ahora se conformaba con los retazos inconexos de conversación entre el mestizo, la mujer y la monja, y con las sonrisas amigables del viejo Pachorras. Poco a poco iba uniendo las piezas en sus silencios, y todas señalaban en la misma dirección: el cura padecía una enfermedad similar a la del muerto redivivo que se había levantado en el pueblo, y sus oscuros pasos acababan en el fondo de la mina. Justo donde quería llevarlo la criatura que lo había acosado en su pesadilla. Razón de más para no ir.

Fantasma se dejó caer sobre el sombrero con las manos tras la nuca; fingía dormir, aunque en realidad pasaba la noche acariciando el Colt de su padre, oculto bajo el antebrazo. No se repartían las guardias; Nancy parecía tener una energía eterna, y sus ojos oscuros escrutaban el horizonte con una vehemencia extenuante, solo rivalizada por la férrea determinación de Sor Lucía por acompañarla. No confiaba en ninguno de sus compañeros de infortunio, pero Nancy y el joven, Sundance Kid, despertaban en el muchacho una inusual sensación de peligro. Mano Fuerte, sin embargo, se había abandonado al sueño sin dedicarles siquiera una palabra, y los ronquidos de Pete pronto le llegaron como el suave ronroneo de una locomotora.

Los párpados habían comenzado a cerrársele, pesados y calientes, cuando notó algo que le acariciaba la mejilla. Fantasma se restregó la cara contra el hombro, molesto, y entonces un fuerte aguijonazo le atravesó la mitad izquierda del rostro. Se incorporó con un chillido agudo, llevándose la mano hacia la carne dolorida, y apartó de un manotazo lo que parecía ser una mosca tan grande como su propio puño. Un reguero de sangre cálida se derramó sobre su camisa; la mosca revoloteó con pereza hasta posarse encima de una de las alforjas de Pete, brillante como un escarabajo bajo el resplandor carmesí de las llamas. Todos habían reaccionado al grito del chico, pero los ojos del pequeño grupo se posaron en el revólver plateado que tenía entre los temblorosos dedos antes que en cualquier cosa. Solo después siguieron la trayectoria del cañón para encontrarse con el insecto que, ajeno al revuelo provocado, se afanaba en frotar sus patas delanteras.

– Otra vez no –masculló Pete Pachorras mientras se ponía en pie, remetiendo la camisa por dentro de sus pantalones abiertos–. Mierda, Nancy, otra vez no.

Fantasma, sin saber muy bien a que se referían, tiró del percutor del revólver, gobernado por una profunda sensación de asco que había llenado el hueco en el que segundos antes había estado su miedo. Sundance Kid le dedicó una mueca de desaprobación antes de echar la manta sobre el lomo de su caballo; Nancy agarró al chico por la muñeca y lo obligó a bajar el arma.

– No seas idiota, niño. Salgamos de aquí.

Una segunda mosca, igual de repugnante que la primera, comenzó a revolotear en torno al fuego con un zumbido bajo. Sor Lucía ya se había sentado en el pescante del carro, y Nancy se subió con un salto lleno de elegancia. Fantasma atinó con el estribo de la silla y arreó al caballo, confuso, sin entender a qué venían las prisas. Tuvo el tiempo justo para unirse a la comitiva, que había iniciado una carrera salvaje por la polvorienta estepa, antes de que el enjambre ocultara la luna creciente con un zumbido infernal. Fantasma se tensó sobre el caballo al darse cuenta de que las moscas se dirigían hacia ellos a toda velocidad, entrechocando unas con otras en una vorágine negra dispuesta a devorarlos. El sombrero del cura salió despedido y se perdió en la tormenta de patas y alas centelleantes; Fantasma apretó los muslos contra la montura para estabilizarse, pero el animal no daba más de sí. Aguantó la carrera con estoicidad hasta que sus fatigadas patas se doblaron contra la grava; el caballo se fue de bruces y Fantasma salió despedido por encima de su cuello, aterrizando sobre la tierra. Había puesto el brazo izquierdo antes de que su cara impactase contra la arena; el chasquido del hueso quedó amortiguado por la punzada lacerante que le subió desde el hombro hasta la coronilla. Sobre él cayeron los insectos como metralla, golpeando su cuerpo tendido al desamparo de la noche.

Se le hizo eterno el repiquetear contra su espalda, como si una tormenta de granizo estuviera dispuesta a acabar con él. Cerró los ojos con fuerza para huir de las patas que lo recorrían, de los mordiscos de aquellas mandíbulas quitinosas hendidas en su carne. Entonces algo lo sujetó por el cuello de la camisa y lo puso en pie sin delicadeza; estuvo a punto de sentir gratitud, pese al estallido de dolor al cambiar de postura, hasta que encontró los ojos inexpresivos de Mano Fuerte frente a él. Y el chico se dio cuenta de que eran tan brillantes, tan abisales, como los caparazones de las moscas que los rodeaban.

El brazo de Mano Fuerte zumbó con el enjambre, despidiendo bajo la carne macilenta una fría luz azul. Fantasma pataleó, intentando zafarse, y luego escupió a la cara impasible del hombre mientras le regalaba hasta el más absurdo de los insultos que conocía. Mano Fuerte cerró los dedos sobre su nuca, y el muchacho sintió como se erizaba cada vello de su cuerpo mientras una corriente gélida lo atravesaba.

Y, como después de cada relámpago, el sonido del trueno no se hizo esperar. Solo que no había surgido de los dedos de Mano Fuerte, sino del rifle con el que Sundance Kid le había dibujado un agujero en la frente al hombre chino. El caballo del mestizo se abalanzó sobre ellos con la fuerza de un huracán, y Fantasma no dudó ni un segundo en coger la mano que Kid le ofrecía para salir del infierno. Horas más tarde, bajo la despiadada mirada de una extenuada Sor Lucía, que examinaba con desaprobación cada una de sus heridas, amén del brazo que colgaba inerte junto a su costado, negaría cualquier insinuación de que se había pegado a la espalda de Sundance Kid aterrorizado, o que incluso le había clavado las uñas rotas en el torso de tan desesperado como estaba por que lo sacara de allí.

Tampoco reconocería lo que había visto en la tormenta la única vez que había reunido valor suficiente para mirar atrás. Incluso a él le parecería salido de un sueño. Y cuando Nancy le colocó la petaca de Pete Pachorras en la mano buena, invitándolo a beber para que la Hermana Lucía le alinease el brazo, se aferraría a ese recuerdo para no perder el conocimiento. La imagen de Mano Fuerte en el corazón del enjambre, con ese hueco en la cara que dejaba escapar chispas brillantes y que se iba haciendo cada vez más y más pequeño, arrodillado ante la sombra negra cuya silueta era tan oscura que incluso se recortaba contra la noche, que absorbía el brillo de las moscas gigantescas como un agujero negro. Y ese ser de cabeza lampiña y mandíbula orgullosa se había vuelto hacia ellos como si los conociera de un viejo sueño.

“Ojalá se me hubiera llevado el Demonio cuando tuvo la oportunidad.”

– Cierra los ojos, niño.

La voz de Nancy fue lo último que percibió antes de sucumbir doblegado al dolor.


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