Larry Porter, era un chaval de trece años, huérfano desde su más tierna infancia, fue criado por su abuela, que le inculcó un sano temor por el lago y en general por las grandes acumulaciones de agua.
Si de algo se encargó bien su abuela, fue de alimentarle, era bastante gordo, lo que le convertía en el hazme reír de la juventud de Merry Hills, por lo que no tenía demasiados amigos.
Asistía al instituto de Down Valley, compartiendo autobús con Cathy Barlow. Estaba colado por ella, aunque era mayor que él. Aún no se había atrevido ni a saludarla, sabía que era tan solitaria como él y que le gustaban los trastos electrónicos, tal vez, si se uniera al taller de audiovisuales podría acercarse a ella.
Timmy se encontraba vagabundeando cerca del lago. Estaba mirando si podría sacarle un par de dólares a algún turista que necesitara algo cuando vio a Lisa Forrester hablando con Joe Moreau junto a la barca de este. En ese momento, como un flashback, Timmy recordó aquel sueño extraño del día anterior y no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.
No sabía si debía acercarse más o quedarse donde estaba. Pero donde estaba no podía escuchar nada y debía saber y confirmar sus sospechas sobre la conversación que ambos estaban manteniendo de modo que intentando camuflarse entre los turistas se acercó lo justo para poder oírles:
Lisa, con la voz monótona de quien se ha inventado un discurso y piensa recitarlo como si de una apisonadora se tratase le respondió:
Joe miró a Lisa con detenimiento. No la conocía y exteriormente le parecía una muchacha bonita que sin duda podría conseguir cualquier cita con el chico que se propusiese, pero algo en su forma de actuar le hacía sospechar que no era de esas que se van a un lago en la noche para besarse con el capitán del equipo de fútbol. Finalmente se encogió de hombros; no era su problema lo que a esa mocosa le pasase en el lago. Además, podría traerle buenos beneficios en su investigación si lograba tener de su parte a la hija de alguien con tantos contactos en el pueblo como Frank Forrester.
Lisa lo miró con cara imperturbable. Sabía que la estaba timando pero no pensaba gastar la energía que implicaba un regateo. Abrió su mochila y sacó un billete que entregó a Joe.
Timmy, con cara de espanto, se tapó la boca con las manos para no delatar que lo había oído todo.
Unos metros más allá, con gafas oscuras y tumbada en una toalla tomando el sol, Cathy había visto el intercambio de dinero junto a la barca de Joe. No necesitó oír nada para saber que estaba pasando.
Timmy había estado todo el día muy raro. Hasta su madre que últimamente apenas era consciente de su presencia se dio cuenta que le pasaba algo. Durante toda la mañana se había quedado mirando fijamente su bol de cereales y saltaba asustado a cada ruido de la calle o de su madre dentro de la caravana.
Finalmente a principios de la tarde había tomado una decisión. Esperó a que su madre se fuera a trabajar y salió corriendo al lago. Vio la barca de Joe, en el mismo sitio donde estaba ayer cuando Lisa negoció con él poder usarla esa misma noche. Se metió en ella y se escondió entre unas viejas mantas que había en la popa.
Esperó a que anocheciera y el lago quedase vacío de turistas. Su estómago rugía, debería haberse acordado y haber traído algunos bocadillos.
...
Lisa estaba preparando todo para recoger el amarre cuando una voz a su espalda le increpó
Lisa ni se volvió ni dejó lo que estaba haciendo. Sin girarse siquiera le contestó a Cathy
Cathy se montó con ella y Lisa no pudo evitar soltar un suspiro de resignación.
Ambas permanecieron calladas mientras Lisa remaba adentrándose en el gigantesco lago. El lago era enorme y entre la oscuridad y la niebla nocturna no se veía el otro extremo.
Timmy seguía escondido entre las mantas. Entre los pliegues había descubierto una pequeña abertura por la que miraba en dirección a popa. De pronto, en la isla que hay en el centro del lago creyó ver unos lucerillos moviéndose. No sabía lo que era pero tenía mucho miedo. Unos tambores empezaron a sonar y Timmy soltó un grito histérico saliendo de las mantas.
Lisa y Cathy gritaron también del susto al pensarse solas en la barca y por un momento casi vuelcan cayendo todos al lago. Una linterna enfocó al polizón:
Antes de poder contestar nada, la niebla se hizo más espesa y un frío glacial pareció cubrir el lago. Timmy se sentó entre las chicas dejando que el calor que desprendían le calentara un poco. De sus bocas salía un vaho frío y nada se veía salvo los lucerillos en el islote acompañados por el sonido de los tambores.
Las chicas que habían acabado compartiendo remos dirigieron la barca hacia el islote en el centro del lago.
Marta Mac Donald
Los rizos rubios siempre bailaban al son de sus melodías, que tarareaba mientras daba brincos a lo largo y ancho de Merry Hills. Marta no era una niña, pues ya tenía ocho años y medio. Tampoco era tonta, sobre todo si la comparaban con los demás habitantes de aquel pueblucho. Sus padres decidieron mudarse allí tres años atrás, desde Providence; en un vano intento por huir de su mundanal vida. Al final, como recompensa, su padre había muerto. Su madre, después de esta traumática desgracia, se había encerrado en casa; sentada delante de la ventana, en una vieja mecedora, apenas se podía distinguir su forma cabizbaja detrás de unas viejas cortinas. Pero a pesar de este desafortunado hecho, Marta seguía a lo suyo, como si la muerte de su padre no la hubiese afectado en lo más mínimo. Siempre disfrutaba con el curiosear aquí y allá, y en especial, cuando saciaba sus ansias por saber qué hacían los demás. Al parecer nadie se daba cuenta de su presencia; seguramente porque nadie daba importancia a que una chica de ocho años y medio, huérfana, estuviera por los alrededores jugando. Pero Marta, desde que tenía uso de razón, nunca había jugado. Ella no juega.
Aquel día era especialmente bueno. Había seguido al asqueroso de Andy Brown todo el día. El muy pervertido se pasaba todo el tiempo acechando a las demás chicas, sin importar su edad, para después sacudírsela como un mandril. Lo que no esperaba Marta era que, durante su espionaje de aquel maldito degenerado, se encontraría con el premio gordo del mes. Con sus ojos azules observó como Andy hacia lo suyo, mientras él, concentrado a más no poder, se fijaba en Chad metiéndosela a Tamara por detrás en el callejón al lado del bar de Carla.
Mientras aquellos tres disfrutaban de la vida, Marta sonreía. «¿Cómo podré utilizar esto en mi propio beneficio?» pensó Marta, al tiempo que se alejaba tarareando una nueva canción.
Cathy se giró para ver a Lisa en estado catatónico mientras miraba a Timmy.
Mañana de deducciones:
Tras prestar declaración, Lisa Forrester comprendió que la policía no les iba a servir de demasiada ayuda, les tomaron por locos y tampoco quería llamar demasiado la atención, ya que con la cantidad de gente que se hallaba en el islote la noche pasada, era más que probable que algún agente estuviera implicado, de hecho, se dieron bastante prisa en atribuir las "alucinaciones" a la ingesta de hongos, tres chavales en fin de semana tonteando entre ellos y con drogas de por medio, el caso fue archivado tan rápido que no creía que ni siquiera lo hubieran llegado a abrir...
Muchas cosas daban vueltas en su cabeza, el monolito sólo aparecía por la noche, no sabía si ciertas noches o todas, en caso de ser algunas, tenía que descifrar el patrón. ¿Existía un monstruo en el lago? En caso afirmativo, no había aparecido anoche, quizás protegiera el islote cuando no surgía el monolito, porque el hecho de que Jake instalara el arpón le inquietaba, daba la impresión de que sí vio algo, tendría que hacer otro viaje nocturno, pero tras el revuelo causado anoche, iba a ser complicado hacerse con otra barca de nuevo, quizás explicando a Jacob lo ocurrido... sabía que estaba recavando información como ella, podrían sacar algo en claro, quién sabe...
Lo que iba a investigar ahora mismo es el tatuaje de la serpiente, lo había visto antes, una mañana cuando iba a la escuela, uno de los pandilleros del bar de Carla creo que era un tal Chad, el peor de todos ellos, estaba tirado en mitad de la calle, hubo gente que creyó que había muerto de sobredosis, ya que le salía espuma por la boca, ellos no solían aparecer por la zona residencial al igual que la gente de bien no asomaba por el territorio de los pandilleros, ese día lo vió, estaba segura, el tatuaje de una serpiente parecida a la de las farmacias, asomaba la boca del ofidio por la solapa de la chaqueta, pero en lugar de estar enroscada en un cáliz, parecía vislumbrarse la punta de lo que podría ser... ¡un monolito!
Marta cortaba cada letra con precisión de cirujano. La carta no podía escribirla ella, pues su letra podría ser reconocida; pero si usaba las letras impresas de periódicos viejos. Bueno. Cualquiera podía hacerlo ¿No?
Mientras redactaba su collage, sonreía, al ritmo de una pegadiza cancioncilla del especial de Radio MHK: All Heads Are Gonna Roll de Vomitory. Su madre, cabizbaja en la butaca, se balanceaba por pura inercia. En el último mes había perdido mucho peso, tanto que apenas la reconocía. Tendría que cambiarle la ropa por unas más adecuadas, que ayudaran a disimular su menguada figura. A pesar del engorro, Marta no debía quejarse, por lo menos la peste había remitido; era agradable que la casa volviera a oler a lilas silvestres, y no al dulce e infecto olor de su madre.
Cuando terminó su misiva, la leyó en voz alta.
“Tamara. Lo sé todo. Las drogas, el alijo de armas detrás de la caravana y cómo te la mete Chad por detrás. Quiero cincuenta mil en efectivo. Billetes pequeños. Déjalos en una bolsa, dentro de contenedor que hay detrás de la bolera. Tienes tres días, zorra. Si no está el dinero, el Sheriff Jacob recibirá una carta mía. La otra será para Carla.”
Al terminar, la puso dentro de un sobre blanco y lo cerró. Esta noche iría a entregarla, a la cochambrosa caravana de Tamara. La pondría por debajo de la puerta. Eso debería bastar… por ahora.
Al tercer día, después de estar casi todo el tiempo vigilando desde que dejara la carta, Marta vio cómo Tamara colocaba, a primera hora de la mañana, una bolsa en el contenedor que hay detrás de la bolera. Ahora lo único que tenía que hacer era esperar a que el imbécil de Andy Brown fuera a tirar la basura. Solía hacerlo a última hora del día, así que se mentalizó, respiró hondo, e imaginó lo maravilloso que iba a ser ver cómo le partían las putas piernas al degenerado de Merry Hills; pues Marta también había visto a los Lobos del Valle, ocultos en una furgoneta en el aparcamiento contiguo. Ed, Clarence y Chad la compartían con un cuarto individuo, al que no reconoció: llevaba la cabeza rapada y varios tatuajes de cruces llameantes.
Mientras devoraba un sándwich de pollo con tomate, vio como la puerta trasera de la bolera se abría. Era demasiado temprano, el pajero de Andy se había adelantado en sus obligaciones con la basura. Para sorpresa de todos, el que salió por la puerta no era el hijo del sheriff: se trataba del pastor Murphy Chorus, el encargado de la iglesia pentecostal que había a las afueras de Down Valley.
«¡Joder! Esto no…» pensó Marta mientras el pastor Murphy se acercaba al contenedor. El tío, después de estar unos segundos reclinado contra uno de los laterales, empezó a vomitar como un puñetero geiser. Al parecer se lo había estado pasado bien en la bolera. ¡A saber qué coño habría estado haciendo allí dentro con el pervertido de Andy Brown!
En el mismo instante que el pastor amante del góspel se inclinaba para regurgitar la papilla, los Lobos del Valle salieron disparados de la furgoneta en la que estaban metidos. Llevaban los bates y cadenas reglamentarios para dar una buena paliza, al estilo motero. A excepción del calvo tatuado, ese no llevaba nada en las manos, solo un montón de anillos…
—¡Eh! ¡Tu! ¡Puto negro! —le increpó el tatuado al pastor— ¿Vienes a muestra patria para jodernos? ¿A nosotros? ¿Crees que somos una de esas putas ratas negras que te follas?
La primera ostia dejó tirado en su propio vomito al pastor Murphy, que entre el golpe y la borrachera apenas podía balbucear media palabra.
—Yo te voy a enseñar, puto negro. Te voy recordar quién manda. Vas a aprender qué pasa cuando una asquerosa alimaña me intenta joder.
Mientras Ed, Clarence y Chad veían como aquel adalid de la raza aria le propinaba una brutal paliza al desafortunado pastor Murphy, Marta no podía más que liberar su frustración con la manta que había llevado para su acampada. «¡Vaya mierda!» pensó «Quería que le partiesen la cara al asqueroso ese, así, el sheriff tendría una excusa para cargárselos…»
Cuando terminaron de hostiar al pastor Murphy, él, entre gorgojeos de sangre, soltó algún tipo de rezo a Dios y sobre la salvación eterna. El mismo que le había dado la paliza lo remató partiéndole el cuello de un pisotón. Después de aquello, Chad acercó la furgoneta, metieron el cadáver en la parte trasera, y se largaron de allí.
Marta aprovechó para bajar de su escondite, acercarse al contenedor donde estaba la bolsa, y ver que podría sacar en limpio de todo aquello. Cuando abrió el pago prometido, solamente encontró un montón de recortes, casi todos de revistas porno. Cabreada como nunca antes lo había estado, comenzó a lanzar los recortes por todos lados al tiempo que pateaba la bolsa: los trozos de pezones, sonrisas y pollas volaban por el aire, para aterrizar con suavidad sobre la mierda acumulada en el suelo, el vómito reciente y la sangre todavía fresca.
Entonces se dio cuenta que Andy Brown estaba allí, a su lado, de pie, mirando todo lo que hacía Marta. En su mano había una cuerda.
—Hola, Marta. Que mayor estas… ya eres toda una mujer… —le dijo con una siniestra sonrisa.
NOTA PARA EL LECTOR: recordar que Marta MacDonald tiene ocho años de edad.
Un aire viciado inundaba el sótano. La escasa luz del lugar procedía de unas pocas bombillas, que se balanceaban colgadas del techo como si fueran ahorcados. El ruido de las vísceras de la bolera apenas permitía que la propia voz se oyese. Aquel sitio era idóneo, perfecto, para la práctica de los placeres furtivos que la sociedad denominaba “vicios repugnantes”.
Marta estaba atada a una silla al fondo de la sala. Podía ver los entresijos de la bolera, encargados de recoger, ordenar y recolocar los bolos. Lo hacían de forma constante, en un desfile que resultaba hipnótico. Aquello la tranquilizaba, pues mientras las máquinas trabajaran significaba que Andy seguía ocupado; que todavía mantenía su mente alejada de ella; del hecho de tenerla allí encerrada, a su merced, dispuesta para su uso y disfrute.
Ignoraba cuanto tiempo llevaba secuestrada: ¿días? ¿semanas?; cada segundo parecía una eternidad. Intentar liberarse y escapar ya era un recuerdo del pasado. Gritar era un acto baladí. Aquel cabrón se aseguró de ello, atándola firmemente a la silla; al menos había hecho eso bien.
Las máquinas se detuvieron. Marta ya sabía que venía a continuación.
La puerta del fondo de la sala se abrió, dando paso a un Andy sonriente: seguro de sí mismo. Traía una revista en la mano, enrollada como un pequeño garrote provisional. Cuando estuvo a un par de pasos de Marta, la desplegó, pasando las páginas de la revista al tiempo que se la enseñaba a Marta.
—Esta es una de las que tenías guardadas en la bolsa. ¡Está de puta madre! ¡Fíjate bien!
Acercó la revista a un palmo de la cara de Marta. En la página por la cual estaba abierta había dos enormes negros manteniendo relaciones con una escuálida chica pelirroja; varias partes de la piel de los hombres, y de la chica, estaban decoloradas, como si hubieran frotado su superficie intentando eliminar algún tipo de mancha; aquellas blancas cicatrices les hacían parecer enfermos y putrefactos.
—¿A ti también te gusta? ¿Verdad? Joder… nunca pensé que en este sitio de mierda encontraría a mi alma gemela…
Marta, a pesar de su aplomo, se apartó todo lo que pudo, intentado imponer todo el espacio posible entre Andy y ella.
—¡Estás jodidamente loco! ¡Degenerado de mierda! Suéltame ahora mismo, o… —la amenaza de Marta se vio interrumpida por quien la tenía cautiva.
—¿O qué? —fue la simple respuesta de Andy Brown.
Marta ya se daba por bien jodida. Lo más probable era que, una vez se hartase de ella, la matara… puede que incluso se le ocurriese tirar el cadáver al lago para deshacerse del cuerpo. Entonces Marta comenzó a sentir verdadero pánico… «Joder, el lago no, donde sea, pero el lago no» las palabras se repetían en su cabeza una y otra vez ante aquella posibilidad.
Andy, por su parte, se dedicó a lo suyo. Antes de empezar a sacudírsela con la visión del cuerpo desnudo de Marta, apagó todas las luces menos la más cercana a la puerta; eso dejaba a ambos envueltos en una tétrica y sombría atmosfera. Por muy extraño que pareciera, al maldito pervertido le daba pudor que lo vieran pajearse: «Inútil pichafloja» pensó Marta: ese pensamiento era la única oposición que podía ofrecer, pues expresar sus protestas en voz alta nunca le sirvió para mejorar la incómoda situación.
Lo que ninguno de los dos pudo prever fue lo acontecido al sheriff Jacob Brown, padre de Andy; este sospechaba que su hijo andaba metido en algo. La última semana siempre llegaba muy tarde a casa, siempre demasiado excitado… siempre desbordante de aquella infecta alegría nacida de su asqueroso vicio… Su padre ignoraba que cojones podría estar haciendo, pero sabía que no podía ser nada bueno. Aquella noche, casi al cierre, decidió acercarse a la bolera después del trabajo. Aparcó en la parte trasera, cerca del contenedor. Vio algunos recortes, también se dio cuenta de la sangre seca que todavía pintaba el suelo. Desenfundó el arma, y con mucho cuidado de no hacer el más mínimo ruido, entró. Poco tardó en llegar al sótano donde estaba la sala de máquinas. Marta, que hasta entonces contemplaba cómo el pajero de Andy ponía los ojos en blanco, e intentaba finalizar su única razón para existir, se fijó en cómo el sheriff Jacob entraba por la puerta, arma en mano, y se percataba de lo que sucedía. Andy eyaculó sobre Marta justo en el mismo instante que su padre lo agarraba de la nuca con una mano de acero.
—¡Puto degenerado! ¡Maldito animal! ¡¿Qué cojones has hecho?!
El padre comenzó a golpear al hijo con una violencia desenfrenada. Marta contemplaba la escena, maravillada y radiante ante tal despliegue de violencia. La venganza contra Andy había pasado a un segundo plano, poco importaba la repulsiva sensación que le causaba el semen resbalando por su vientre. En un momento dado, sin saber cómo, Andy le arrebató el arma al sheriff. Ambos forcejearon. Un disparo restalló por las paredes del sótano.
Andy, en el suelo, comenzó a sangrar. Era extraño ver cómo su camisa blanca se teñía de rojo al tiempo que su pollita se mantenía erecta. La herida era mortal. Marta lo sabía. El sheriff también lo sabía. Andy no tardaría en saberlo.
—¡Dios! —fueron las palabras de Jacob Brown, mientras presionaba la sangrante herida que tenía su hijo en el pecho.
Marta observaba atentamente. No podía creer lo bien que había acabado aquello. Era perfecto. El inútil de Andy le había regalado, sin saberlo, el siguiente elemento del ritual: “corazón arrebatado del hijo asesinado por el padre”.
Andy murmuraba entre lloros y quejidos. La muerte ya cernía su guadaña sobre él.
—… ¡no!… lago… en… ¡fue eso!… —escupió antes de morir.
Tanto Marta como Jacob lo escucharon. Ella procuró disimular, mientras él, claramente confundido por la muerte de su hijo y aquella aberrante situación, se preguntaba a qué se refería su hijo con sus últimas palabras. ¿Qué cojones pasaba con el lago de Merry Hills?
Cuando Jacob Brown volvió a casa y vio que su mujer Amanda se había ido abandonándolo no se sorprendió. Al menos tuvo el detalle de dejarle una nota diciéndole que se iba a vivir con su hermana a Down Valley.
Jacob se había pasado los últimos tres días en un calabozo y aunque las pruebas y el testimonio de Marta lo habían absuelto, estaba suspendido de empleo y sueldo hasta que Asuntos Internos dictara sentencia. Se había perdido el entierro de su hijo y lo peor es que no lo lamentaba.
Los siguientes dos días los pasó sin salir de casa. Sin querer enfrentarse a las miradas y cuchicheos de los vecinos.
Siempre había sido un hombre de hábitos saludables y no vio la necesidad de darse a la bebida para superar nada. La verdad es que dentro de lo que cabe se sentía liberado, como si se hubiera sacado un peso de encima. Se sentía un poco culpable por no estar triste por su hijo, por su matrimonio roto. Quizás se sentía un poco nostálgico.
Pasaba las horas revisando fotos antiguas de cuando Andy era pequeño. ¡Era un niño tan cariñoso! ¡Incluso de adolescente y en su primera juventud había sido un chico tan amable y cordial! ¿Cuándo se había convertido en un degenerado? ¿Por qué él no había hecho nada para impedirlo? Sumido en esos pensamientos se quedó mirando la puerta cerrada de la habitación de Andy. Sabía que si entraba allí y rebuscaba entre las cosas de su hijo encontraría la respuesta o al menos algún indicio.
Tenía delante, tras esa puerta cerrada, el escenario de un crimen que podía revisar y analizar sin necesidad de pedir permisos ni órdenes judiciales. Pero Jacob Brown tenía miedo.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y Jacob sumido en pensamientos oscuros pegó un respingo y sin saber por qué un escalofrío recorrió su espalda.
Abrió la puerta y allí se encontraba un hombre de unos cuarenta y poco años con ropa de cura que lo miraba con cara sonriente.
En la cafetería de Rossie
Joe se quedó sorprendido por la reacción. Y más sabiendo que ya había perdido un hijo en ese maldito lago. Sabía que Jack era un tío enrollado. Se había superado a sí mismo y había logrado salir de su adicción, era un padre ejemplar y el tío cañero de la radio al que todas quieren echarle el guante. Pero de ahí a tomarse este asunto del lago como una travesura de adolescentes… aquello le parecía muy raro.
Pidió un café y quiso indagar más preguntando por la salud de los chicos ya que sabía que habían pasado por el hospital. Frank le contestó con un resumen de la historia que los muchachos contaron a la policia y a los padres. Cuando llegó a la parte del monolito se rió abiertamente de la ocurrencia de su propia hija.
Jack se bebió el café de un solo trago.
En el ambulatorio de Merry Hills.
Timothy salía de recoger los resultados de sus análisis. Ni el electro ni la resonancia habían sido concluyentes.
Lo que quiera que le había provocado el ataque ya no estaba en su sistema. Caminaba distraído por los pasillos
y tomo un desvío equivocado. De repente, se hallaba en un pasillo de consultas. Por una puerta abierta vio a
una niña sentada en una cama. Tenía la mirada perdida, con una mezcla de asombro y temor. Le pareció
reconocerla del colegio, aunque no iba a su clase. Le dio un poco de pena y se acercó. -¿Te encuentras bien?-
le preguntó.
Girando la esquina del pasillo tras él aparecieron Cathy y Lisa, que venían buscándole..
Esa noche, en el cementerio de Down Valley.
Clarence y Chad acababan de cavar una tumba, mañana había entierro en Down Valley. Dejaron las palas
y se limpiaron el sudor con una vieja toalla. Por el camino llegaron Ed en su moto y el padre de Timmy en
su vieja furgoneta. Aparcaron junto a ellos y se acercaron a la parte de atrás de la furgoneta.
-Como os prometí, una docena de rifles Tavor, traídos de Israel. Irrastreables.
Los muchachos trastearon con las armas automáticas, recién salidas de fábrica.
-Muy bien.- Dijo Ed. -Hemos preparado un escondite perfecto- y se acercó a la fosa recién excavada.
El padre de Timmy se acercó y se rascó la cabeza. -Quizás es un poco exagerado, pero vosotros veréis.-
En ese momento, Chad se acercó por su espalda y le agarro del cuello con una presa feroz. El hombre
era corpulento, pero Chad era inmenso. Al cabo de unos segundos perdió el conocimiento, pero Chad
no ceso la presa hasta pasado un minuto largo. Arrojo el cuerpo a la fosa, resoplando y sudando, con
la cara congestionada. Tras él, Ed desenfundo un revolver de su sobaquera y descerrajo un tiro en la
nuca de Chad, qué cayó a plomo sobre el padre de Timmy. Clarence comenzó a echar tierra en la fosa..
Jacob Brown salió de la cocina con un café para el párroco Matthew Rhodes. Desde que había ocurrido todo aquello con su hijo Andy, Matthew se había tomado un interés especial en Jacob. El temporalmente suspendido sheriff de Merry Hills, se sentía muy agradecido con Matthew por ello. No había recibido ningún apoyo de su mujer y aunque lo entendía y no le guardaba ningún rencor por eso, no por ello le dolía menos sentirse totalmente incomprendido. Tampoco se sentía aún cómodo hablando con otros vecinos del pueblo ya que era consciente que aunque no decían nada, cuando lo miraban representaban en sus cabezas aquellos instantes de los que en realidad solo conocían lo que había contado el periódico local. No había vuelto a ver a la pequeña Marta, quizás sus padres la habían mandado lejos para que se recuperara. Lo cierto es que no lo sabía pero esperaba que al menos estuviera bien y se sintiera protegida.
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Jacob se sorprendió ya que salvo el párroco nadie más lo había visitado desde que ocurriera aquello. Se levantó del sillón y abrió la puerta. Al otro lado estaba Joe con una sonrisa tímida y un paquete de seis cervezas bajo el brazo.
Jacob le dio un fuerte abrazo. El padre de Joe, Alenxader, fue su mejor amigo hasta que falleció en el lago. Ver ahí a su hijo, claramente queriendo apoyarlo, hizo que se le saltaran las lágrimas.
Jacob hizo las presentaciones, los dos hombres no se conocían ya que Joe no era el tipo de persona que va a los oficios. Sin embargo, siempre preparado para desentrañar todo lo que se moviera por Merry Hills, estaba muy interesado en este nuevo actor que había entrado en el juego.
El tema de la conversación cambió y finalmente Matthew se despidió dejando a los dos amigos solos para que se pusieran al día y disfrutaran del partido de los Patriots.
Joe sintió como un escalofrío le recorría la espalda, a él tampoco le gustaría que hurgaran así en su mente.
Joe asentía mientras un sentimiento de euforia que no mostraba a su amigo le invadía por dentro “¡Por fin!” Pensó “¡Por fin alguien rompe el hechizo de este pueblo y posa su vista sobre el lago!” Considerando que había llegado el momento, Joe se sinceró con Jacob:
Jacob apartó la vista del televisor y miró a Joe detenidamente.
Lisa, Cathy y Timmy estaban paseando juntos por el lago. Desde aquella aventura en el islote, Timmy había empezado a juntarse más con las chicas y ellas no habían puesto mucha resistencia a su presencia. Cathy de alguna manera se sentía responsable del chico, al menos mientras los recuerdos de aquella noche sigan tan vívidos y las pesadillas donde revivía como Timmy se ahogaba siguieran. Lisa, como siempre, ni había dicho ni que sí ni que no a la presencia del chaval. Se limitaba a fluir con el ritmo de los acontecimientos esperando ver qué era lo siguiente que pasaba.
Paseando entre la nueva oleada de turista que se habían incorporado con el cambio de quincena, los chicos vieron a Frank Forrester tomando el sol con Rossie. Se les veía muy acaramelados. Frank aprovechaba y le ponía crema a Rossie utilizando la excusa del sol para darle un buen magreo por espalda y muslos.
Lisa soltó un pequeño gruñido que venía a decir que si, que demasiado y dejaba entrever que no terminaba de simpatizar con la nueva pareja de su padre.
Cathy dirigió al grupo a donde se encontraba la pareja. Cuando llegaron, Rossie estaba boca abajo y Frank, distraído y sin darse cuenta de la presencia de los chicos, le estaba extendiendo crema en un glúteo con increíble minuciosidad. Los chicos se pararon en seco cuando, a traves de los masajes del señor Forrester, vieron el tatuaje que ultimamente colmaba todos sus pensamientos. El tatuaje de la serpiente enroscada en el monolito. De pronto, Frank fue consciente de los chicos y los saludó sonriente.
Rossie, con naturalidad, se tapó el gluteo con la braga del bikini y se volvió igual de sonriente que Frank.
Los chicos demasiado impresionados por lo que acababan de descubrir quedaron mudos sin saber qué contestar.
Luna nueva.
La joven pareja de turistas llegó a pasar un par de días junto al lago. Fueron a la playa, tomaron
el sol y bebieron refrescos. Se aburrieron. Alquilaron una embarcación, un pedal. Se adentraron
en el lago, bromeando y riendo. Se adentraron hasta divisar una pequeña isleta a lo lejos. -Llévame!
exclamo ella, desafiándole. El pedaleo más fuerte, y ella le acompaño, riendo a carcajadas.
Llegaron a la orilla de la pequeña isla. Había algo de vegetación y algunos árboles. Se tumbaron
en la arena, agotados y un poco mareados. Al poco rato estaban haciendo el amor sobre la arena.
Despues, se durmieron, abrazados y medio desnudos. La tarde fue pasando, y oscureció el cielo
sobre ellos mientras pequeños jirones de nubes iban cubriendo el valle.
Cuando despertaron, había anochecido, y el cielo estaba muy oscuro. No se veía la luna y muy
pocas estrellas, cubiertas por nubes estrechas y alargadas que viajaban rápido en las alturas.
Hacia fresco, y solo las sombras se veían alrededor. Se abrazaron y caminaron en dirección a la
orilla, pero cuando llegaron el patín había desaparecido. Extrañados, pero convencidos de que
estaban en el lugar correcto, buscaron alrededor, playa arriba y abajo.
Antes de que pudieran asimilar que estaban varados en aquel islote, una pequeña línea de luna
asomo entre las nubes, y pudieron ver claramente un grupo de figuras cerca de la espesura del
interior de la isla.
Se acercaban lentamente hacia ellos, en silencio. La chica lanzó un grito extenso y agudo. El
muchacho la abrazo e intento alejarla de ahí, pero tras ellos solo estaba el lago.
Al momento el grupo de figuras se lanzó a por ellos, algunos gritando, otros riendo, algunos
con túnicas, y otros desnudos. Había más de diez personas, y rápidamente los alzaron en
volandas, llevándoselos hacia el interior de la isla. El grupo gritaba más que la pareja, ahora
cantando alegremente. Algunos les daban palmaditas o les acariciaban el pelo.
En un momento llegaron a un claro, y allí había una roca inmensa, tan negra que resaltaba en la
oscuridad.
Los arrojaron junto al pilar de roca. Los ataron con largas cuerdas de tela, pañuelos o sabanas
enrolladas. Seguidamente, comenzaron a formar un corro, unidos de las manos, rodeando el
monolito negro. Cantaron en un idioma extraño y gutural, una discordante melodía, mientras giraban
alrededor de la pareja, que gritaba e intentaba moverse, como gusanitos en sus crisálidas.
Empezaron a girar más rápido, a gritar y cantar más fuerte. Cada vez más y mas rápido. Hombres
y mujeres gritaban y cantaban y reían extasiados, bailando y saltando pero sin soltar las manos.
Entonces pararon en seco, quedándose quietos y en silencio. Miraron al suelo y se arrodillaron.
La pareja había dejado de gritar y de moverse. Entonces un horrible gruñido salió de los cuerpos
junto al monolito. Unas runas y grabados toscos y extraños brillaron sobre la roca, como si una
luz verdosa y enfermiza hubiera surgido de su interior.
El gruñido se incrementó, ahora por duplicado. La pareja sobre la arena se estaba hinchando.
Como si fueran globos horribles rojos y negros, los cuerpos se liberaron, se doblaron y se
estiraron, hinchándose terriblemente y perdiendo cualquier parecido con un ser humano.
Algo parecido a dos perros sin pelo, enormes, de piel negra, de forma vagamente humanoide, se
alzaron casi tan altos como el monolito. Miraron alrededor, con unos ojos negros nada parecidos
a los de un lobo o un perro. Olfatearon el aire con su hocicos estrechos y larguísimos, con unas
mandíbulas llenas de dientes enormes, que babeaban un espeso icor.
El grupo seguía de rodillas, en silencio y mirando al suelo, pero se habían soltado de las manos
entre ellos.
Las dos bestias comenzaron a temblar y a subir y bajar sus cuerpos, apoyando los nudillos en el suelo
y flexionado las articulaciones. Entonces se lanzaron a correr hacia el lago, donde se zambulleron y
desaparecieron de la vista.