"Aquella cosa parecía un cráneo, o la desviación surrealista de un cráneo,
si la dinámica darwiniana fuera capaz de siquiera imaginar un rostro que lo
ornamentara. No era un fósil como los que adornan los museos, el hedor de la
putrefacción impregnaba pellejos de color malsano por aquí y por allá. Sus
enormes colmillos sugerían un depredador, pero era la astucia que emanaban
las cuencas oculares lo que sin duda me causó más estupor. El jefe de sección
no se molestó ni en encogerse de hombros, mencionando de pasada la papelera
más próxima mientras se terminaba el bocadillo. Pero aquellas cuencas vacías
y anormalmente grandes ya habían dejado una mácula en mi interior, y
llevármelo a escondidas fue la única pulsión que parecía congraciarse con mi
razón. Pasé la siguiente semana prestándole más y más atención mientras
reposaba en la mesa de mi cocina; miradas de soslayo al leer el periódico
primero, auténticas conversaciones en mi cabeza después. Había encontrado
algo que no encajaba, y los engranajes de mi cerebro estaban fallando al
borde de la sobrecarga".
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