
«El hombre de la multitud» de Edgar Allan Poe
En la naciente gloria de las ciudades de nuestro tiempo, inmensas moles de hormigón y cristal despiertan el sueño del progreso, allí se congregan los fantasmas de un rumor bullicioso, las huestes hambrientas se amontonan entre calles, edificios y bloques, respirando como un solo cuerpo… Y las gentes se rozan al pasar pero no se sienten, se ven, se escuchan, se padecen, esperando una mirada devuelta, una sonrisa recta, construyendo su propia identidad en el anonimato del hormiguero que se desborda. Sus ruidos se hacen nuestros, palpitamos con el corazón de la bestia, ese esqueleto de gigante frio y recostado, donde, rodeados por la multitud, estamos, nos sentimos, a ratos, inmensamente solos.
En 1840, Londres era la ciudad más grande del mundo con una población de 750.000 habitantes, Poe habría conocido Londres en su niñez durante la estancia con su familia adoptiva, los Allan. En esta historia se hace más evidente que nunca la asociación que el propio Poe establece entre las ciudades modernas y el crecimiento del crimen impersonal.